Si no estuviese tan oscuro
A la vuelta de la esquina
O simplemente, si todos
Entendiésemos que todos
Llevamos un viejo encima.
JOAN M. SERRAT, Llegar a viejo
El tiempo pasa, querido lector, y como decía Milanés y cantaba La Negra Maravillosa (léase Mercedes Sosa), “nos vamos poniendo viejos”. Pappo también supo percibir la cosa: “Yo soy un hombre bueno, lo que pasa es que me estoy volviendo viejo”; Gardel decía: “Volver con la frente marchita, las nieves del tiempo platearon mi sien. / Sentir... que es un soplo la vida...”.
En 2007, los hermanos Coen nos ofrecieron No country for old men, o sea: “Sin lugar para los viejos” –traducida aquí como “Sin lugar para los débiles” a partir de una extraña interpretación de que ser viejo es automáticamente ser débil–, en la que Javier Bardem interpretaba a un asesino loco de esos que después no dormís, que mataba o no a sus víctimas (no necesariamente ancianas) según el resultado de un “cara o ceca”.
En 1975, Torre Nilsson presenta La guerra del cerdo, con los grandes José Slavin y Osvaldo Terranova, basada en la novela de Bioy Casares, donde se produce una especie de “guerra” contra la gente mayor.
Y está la saga terrorífica de Stephen King, la de Los niños del maíz, donde, a los 19 años, chau, fuiste. O la novela de Ira Levin, Chip, el del ojo verde, que presenta un mundo “ideal, progre, igualitario” donde todos se mueren a los 62.
Aunque esto es ficción, música, literatura, querido lector, yo no me animaría a poner el cartel “cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia", pues no creo que lo sea.
Hace no mucho tiempo, un personaje de novela de terror se salió de la pantalla cual el protagonista de La rosa púrpura del Cairo, de Woody Allen, y se metió en nuestra vida cotidiana: me refiero a doña Christine Lagarde, de la cual el Sumo Maurífice predijo que los argentinos nos íbamos a enamorar... Bueno, ella fue quien afirmó que “el problema es que ahora la gente vive demasiado tiempo”. Supongo que en esa ocasión “la gente” éramos nosotros, y no ella misma y sus cercanos.
Seguramente la idea iba en el camino de elevar la edad jubilatoria, pero, como siempre, fue mal interpretada, y aquí se resuelve pagándoles poco a los jubilados, quitándoles remedios y beneficios sociales; y reprimiéndolos, si se quejan, con la misma ferocidad que a los jóvenes, los trabajadores, los desocupados, quizás para no discriminar. Pero, en el fondo, es para que no vivamos más de lo que nos correspondería según la estadística que los sociópatas –perdón, quise decir sociólogos– determinaron.
Esta manera es quizás la más grave, pero no la única que tienen las sociedades de excluir a sus mayores: consideremos también la disminución de la frecuencia del transporte público, el aumento de la distancia entre las paradas, el encarecimiento de las tarifas, las baldosas flojas en las veredas, los ciclistas y patinadores que se autoperciben peatones, la gente que circula por la vereda hablando por el celular y no mira. La “celularización” de la vida, donde tooodo se hace siguiendo una intuición propia de los milenials –no es que los mayores no tengamos intuición, pero es otra–. Las instrucciones en esa neolingua digna de Orwell donde se “deletea, stalkea, gustea”, o con signos solo reconocibles para alguien que no conoció el siglo XX.
Y la tremenda despersonalización en la que lograr que te atienda, escuche y empatice un ser humano parece una misión imposible y complica cualquier trámite bancario, reclamo empresario o, ni qué hablar, consulta médica (conseguir turno vía “app” puede enmarañarse hasta niveles kafkianos).
Personas que podrían autosostenerse pero que quedan afuera de este continuo cambio de paradigma a toda velocidad, necesitan hoy en día un milenial/centenial que les traduzca la realidad, que los/as “conecte” con un mundo cada vez más hostil, hipócritamente disfrazado de “políticamente correcto", y eso se traduce en una sensación de inutilidad, de fragilidad, de precariedad. Es como si existiese un nuevo “sentido”, que solamente tienen los nacidos después de cierta fecha (y no todos). Ese nuevo sentido les permite “entender” sin entender, comunicarse sin comunicarse, amar sin amar, y tener memoria, pero no la suya, sino la de su celular.
En medio de todo esto, querido lector, lo absurdo se vuelve natural, y entonces el humor, el de verdad, el profundo, se vuelve un recuerdo.