María del Carmen Castro tenía 23 años cuando comenzó a militar en el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) - brazo armado del Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT). Trabajaba en la guardería del Hospital Posadas. Un tiempo antes de sumarse al partido, un día como cualquiera, su jefa le dijo a ella y a sus compañeras: “Tengan cuidado que va a venir una persona que parece ser que es comunista. Era la época de Cámpora en el poder. María pensó: “Por fin voy a tener a alguien con quien hablar”. Esa persona era Josefina Pedemonte de Ruiz Vargas, delegada gremial de ATE, tiempo después ambas se sumaron al PRT-ERP.

Cuatro días después del golpe militar del 24 de marzo de 1976, el Ejército intervino el hospital y comenzaron las detenciones a lxs trabajadores. Tenían información de vínculos con la guerrilla y el lugar estaba en la mira por una toma que realizaron lxs trabajadores tres años atrás. Además, sospechaban que allí se había brindado auxilio a militantes heridxs por las fuerzas. Josefina y María se encargaron de devolver a sus familias a lxs bebés que estaban en la guardería cuando sus xadres fueron detenidxs. Luego de la intervención, dentro del hospital funcionó un centro clandestino de detención denominado El Chalet.

La convicción militante

Cuando los bebés dormían, María y Josefina hablaban de política, leían los diarios y revistas que compraban entre las dos, discutían sus posiciones y siempre acordaban. “Un día fuimos juntas al FAS, el Frente Antiterrorista hacia el Socialismo que pertenecía al PRT. Estaba en Corrientes y Medrano, al tiempo a ese local le pusieron una bomba”, recuerda Maria. En el FAS militaron un tiempo corto, allí conocieron al Tata Islas, que luego fue sargento del ERP y le pidieron que las sumara al partido. “Nosotras, en realidad, no queríamos estar en el FAS, queríamos estar en el ERP, porque sabíamos que en el PRT solamente estaban los que ya tenían más experiencia política, o ya demostraban una actitud de combate”, asegura.

El hermano de María era ultra peronista, pero ella cuenta que nunca le interesó el peronismo, recuerda haber recibido ayuda de la Fundación Eva Perón, pero la figura de Perón no la convencía. “Llegué a la militancia, no por mi familia, sino por una decisión propia y por las charlas con Josefina. Además era un tiempo muy especial, había asumido Cámpora, estaba todo más abierto, todavía no se mostraban los principales movimientos anti revolucionarios como la Triple A, o los militares”, advierte.

Parte de la extensa biblioteca de María del Carmen Casto. Foto: Gala Abramovich


Esperar que no te canten

Cuando comenzaron a desaparecer sus compañerxs de militancia, para María ningún lugar volvió a ser seguro. Su paso a la clandestinidad la confinó a vivir de pensión en pensión, casas de amigas o conocidxs. Siempre cambiando de barrio, extrañando a su familia, lejos de todo lo que había construído, pero siempre preparada. Cómo es vivir en la clandestinidad, volverse invisible, pensar cada acción para pasar desapercibida, temblar de miedo si un Falcon pasa cerca o inventar historias para burlar milicos después de descartar un paquete de revistas del partido. Suspender la vida e inventar otra, con un nombre nuevo, ser otra, sigilosa ante cada conversación, ingeniosa para mentir, pero nunca olvidarse quién sos realmente.

“Antes del golpe ya sabíamos que se daban casos no solamente de desaparecidos, sino también de asesinatos. Pero a los militares no les convenía una persona muerta, porque una persona muerta no habla. Ellos siempre contaban con la perspectiva de que al torturar a una persona podía dar datos. Entonces la cosa era inmediata, no tenían que dejar pasar 24 horas, porque si no, todos los datos que tenía el detenido se iban a perder. Citas, más que nada citas, por ejemplo, les sacaban información de con quién se iba a juntar y hacían que el militante vaya a esa cita”, cuenta. Cuando María y Josefina se enteraban que alguien que conocían había desaparecido, se iban unos días del trabajo y de sus casas hasta que se daban cuenta que la persona que había caído no había “cantado”.

Muchxs compañerxs de María fueron asesinadxs en la Masacre de Monte Chingolo, durante el intento de copamiento del ERP al batallón del Ejército Viejobueno, ubicado en la localidad bonaerense de Lanús, el 23 y 24 de diciembre de 1975. “Cuando fue lo de Monte Chingolo con mi mamá limpiamos la casa. Limpiar era tirar todo lo que te podía comprometer. Primero envolvimos todo con mucho nylon y después lo metimos adentro del tanque de agua. Le pedí a mi mamá que me acompañara a ver si había quedado algún herido para ayudar. Mi mamá era muy gaucha en ese sentido. Nos fuimos caminando hasta cerca del Puente de la Noria y no vimos nada, así que no volvimos”, recuerda.

Foto: Gala Abramovich


El Falcon

A María le gusta mucho hablar del Che y de El Eternauta, la serie no le gustó para nada, mientras prende un cigarrillo comenta que no tiene nada que ver con la historia original. Su casa está llena de objetos que atesora de una gran cantidad de países que visitó. Viajó a Cuba, Venezuela, El Salvador, Bolivia, Egipto, Nicaragua, entre otros. Habla lento, dice tener algunas lagunas de su juventud, el insilio y la dictadura, pero lo mucho que recuerda lo hace con una precisión digna de admiración a sus 77 años.

“Una noche, ya estaba separada de la organización y había perdido todo tipo de contacto. Bajé del colectivo 29 que para en Avenida del Libertador y en diagonal estaba la residencia de Olivos. Ví de reojo que había un Falcon, el coche pasó por al lado mío y dobló en la primera cuadra. Yo pensé: ‘ahora vuelven’ y así fue, volvieron. Pusieron una baliza arriba del coche. Uno sacó una escopeta y puso una bala en la recámara. Eso lo supe por el ruido que hizo y ya estaba lista para disparar. Yo caminaba firme como un soldado. Ni atiné a mirarlos. Seguí caminando. Mis piernas querían correr. En ese momento sentís dos cosas. Una, la noción de supervivencia que era seguir caminando y la otra, del cagazo tremendo que tenía, mis piernas me decían corré. Entonces la primera parte fue la que pudo ayudarme a resistir y seguir caminando normal. Creo que como yo no reaccioné se fueron”, así recuerda María esa noche en la que sintió un miedo extremo.

El 10 de agosto de 1976 Josefina, la compañera de militancia de María fue secuestrada en un operativo ilegal en su casa en Castelar, tenía 45 años. Hoy continúa desaparecida. Cuando María se enteró empezó a dormir donde podía. Hacía tiempo ambas se estaban preparando mentalmente para cuando llegara ese momento.

“El 17 de agosto del 76 allanaron mi casa, por suerte, yo ya me había ido”, dice María. Primero fueron por error a la casa de un marino que estaba al lado, le destrozaron la casa y al día siguiente cayeron en lo de María donde vivían su mamá, hermano y su sobrino. Y continúa: “Los milicos entraron y empezaron a revolver todo para ver si encontraban armas o diarios. Agarraron una foto mía y se la llevaron. Por eso cuando me enteré que habían ido a mi casa, me corté el pelo bien cortito. Al cortarme el pelo, también corté muchas cosas. La relación con mi mamá, con mi familia.” En un momento el milico que mandaba la acción se fue al baño y le dijo a la mamá de María: “Sepa señora que esto lo hacemos por la patria”. Abrió su bragueta y orinó en el piso. Cuando ella lo vio le preguntó: “¿Eso que está haciendo también es por la patria?”. El oficial gritó: “Cambiense que los llevamos a todos”. La madre de María rompió en llanto y suplicó que no los llevaran. Dos días después María se enteró del hecho.

Foto: Gala Abramovich


La clandestinidad

Durante su insilio, algunas veces, María iba al Hospital Tornú a visitar a su mamá donde trabajaba en el sector de laboratorio. Siempre tenía alguna sorpresa o regalo para su hija, por lo general era ropa, que tanto le hacía falta a María porque no tuvo tiempo de llevarse sus cosas. “Me quedé en el país primero porque la organización me dejó sin ninguna persona con la que yo pudiera decir me quiero ir y segundo porque no tenía ni la plata, ni los medios para irme”, asegura. Durante ese tiempo, María pasó por varios trabajos con un documento falso, trabajó en una taller donde hacían motores, en una fábrica de juguetes, después en un banco, iba variando, lo estático nunca fue una opción para ella.

“El insilio desde mi punto de vista es un desdoblamiento de la personalidad, sos una persona para tus amigos, les contás la verdad, o casi toda la verdad. Por lo general, no se hablaba mucho del tema para no perjudicar a esa persona, porque estaba más expuesta, y si sabía cosas podían agarrarla y torturarla para que hablara. Y para el otro, el que es totalmente desconocido, vos eras otra persona. Una vez me preguntaron dónde estaba mi familia. Y yo dije, ‘en el campo’. Tenía que inventar sobre la marcha. Otra vez se llevaron a una mujer de la pensión donde estaba durmiendo, yo no estaba en ese momento, pero ni bien me enteré me fui de ahí”, rememora.

Cuando comenzó la guerra de Malvinas María trabajaba en un banco. “Yo hacía algo que creo que lo hacían muchos militantes, cambiar cada tanto de lugar donde vivir, es lo mejor para preservarse, aunque a veces te encariñás con el lugar”, pero la intuición militante le hacía saber cuándo tenía que irse. Tiempo después María supo que la cantaron dos veces, nunca supo quién fue, tampoco le interesa. “Tengo una mirada muy respetuosa hacia los que hablaron. Aquel que cantó durante la tortura, que su cuerpo no dio más, que le pusieron una rata, que le ponían la picana por todos lados, por las encías, por los ojos, por los pezones, hay que estar ahí. Eso lo respeto”, reflexiona.

En una de esas cantadas fueron a buscarla al departamento de una amiga donde se estaba quedando. Fue una noche que María no durmió ahí, se había ido a la casa de un “noviecito” que tenía. A las tres de la mañana los milicos entraron al departamento, le dijeron al portero que abra la puerta y si no obedecía se llevaban a su hijo. La casa estaba “limpia”, no había rastros de militancia alguna ni mucho menos de María. Eran varios hombres de civil y una mujer que tenía a otra mujer agarrada del brazo, en el departamento estaba la amiga de María con su bebé. “Los milicos le preguntaron por mí. Ella le dijo que no sabía dónde estaba, que yo iba cada tanto y que no vivía ahí. En ese momento agarraron al bebé y lo pusieron boca abajo, ‘si no va a hablar nos llevamos al bebé”. Ella insistió en que estaba diciendo la verdad y se fueron.”

Foto: Gala Abramovich


Durante el tiempo que duró el insilio María pudo terminar el secundario de noche, luego entró a la universidad y se recibió de trabajadora social. Una parte de la carrera la transitó aún viviendo en la clandestinidad y la finalizó ya con la vuelta a la democracia. “Ahí pude volver a mi identidad, las cosas ya se habían calmado.”

El insilio a María le dejó secuelas, muchas de las cosas que vivió antes y durante la clandestinidad prefiere guardarlas, hay una falta de necesidad de ponerlo en palabras porque durante años debió guardar silencio y esa reserva se extendió en el tiempo. “En junio del 76 mi responsable político me dijo que me tenía que ir de la guardería. A los pocos días me enteré que los milicos habían ido a buscarme al hospital”. Ese día comenzó su insilio. María hoy puede contarlo. Su historia es un valioso aporte a la memoria, la verdad y la justicia.