Un tema en boga durante el siglo XIX y el XX fueron los vestigios de supuestas runas vikingas encontradas en América. Estas presencias aseguraban a quien quería entenderlas como la prueba irrecusable del paso de los escandinavos por Córdoba, Paraguay, norte del Brasil y Oklahoma. Algunas de estas marcas están tan desdibujadas que podría ser la grafía de cualquiera, un fenicio para el caso. Otra dificultad es determinar si esas runas fueron realizadas antes o después de Colón.
El problema aquí es que los esgrafiados no pueden datarse mediante pruebas por carbono. El modo de relacionar una época con estas señales es encontrar evidencia adicional: artefactos, huellas de asentamientos, registros de actividad y hallazgos contextuales.
Un caso notable es el Parque de Piedras Rúnicas Heavener en el extremo oriental de Oklahoma, Aquí se encuentra una losa de arenisca antigua llena de grabados rúnicos. La primera crónica sobre la existencia de estas grafías nos llegan del año 1830. La historiadora Gloria Farley, oriunda de Heavener, se dedicó a estudiarlas en los años 60 del siglo pasado en la creencia que fueron realizadas por vikingos, a pesar de la distancia que separa Heavener del mar.
Farley coincidía con Jacques de Mahieu (o viceversa) cuando sostenía que los nórdicos se asomaron al Golfo de México y se adentraron a la América profunda para dejar sus huellas, unas inscripciones crípticas talladas en la imponente piedra alrededor del año 1000 d.C. Según Farley, los viajeros se embarcaron por los meandros del río Arkansas pero sin instalarse en ningún sitio y dejaron sus grafiti para sorpresa y solaz de otros viajeros. Farley cambio el nombre del mojón por un más poético La Piedra Rúnica del Cielo, lo que despertó la imaginación de los viandantes. Como resultado, una fiesta vikinga se realiza todos los años en la localidad de Heavener. El éxito de la convocatoria que incluye cerveza, calvados, cosplay, bandas de rock pesado y experiencias inmersivas en el mundo vikingo, llevó a las autoridades municipales a suspender de momento el festival para realizar las ampliaciones necesarias y así poder cumplir con la alta demanda.
A pesar del éxito, el arqueólogo Lyle Tompsen, hace unos quince años atrás, sostuvo que la piedra de Heavener es una creación del siglo XIX de un inmigrante escandinavo, probablemente un sueco que trabajaba en la estación de tren local. Otra teoría sostiene que la piedra fue tallada por un miembro de la expedición de La Salle alrededor de 1687, cuando el explorador francés René-Robert Cavelier reclamó la zona, a la que llamó Luisiana, para Francia. Otra, que es obra de un capitán sueco que guiaba a colonos alemanes a la zona entre 1718 y 1720.
Estas hipótesis no son simplemente producto de investigadores aguafiestas que quieren quitarle el mérito a unos nórdicos inquietos. Las inscripciones halladas no son escritura vikinga per se, sino una combinación de las lenguas rúnicas Futhark Antiguo y Futhark Joven, posterior a la época en que los vikingos habrían supuestamente arribado previo a Colón. Esto mismo puede observarse sobre los encuentros de de Mahieu en el Amazonas, si es, después de todo, un lenguaje rúnico lo que encontró en las grafías rupestres en el Parque Nacional de Siete Ciudades, en Piauí, Brasil.
La situación es que existe un buen número de “alfabetos” rúnicos. Alfabeto, debemos aclarar, no es una palabra que se aplique bien al tema de las runas pero con frecuencia se recurre a él a falta de otro concepto mejor. El más conocido, se dice, es el futhark, de 24 caracteres. Esta serie de 24 solo se halló completa en un monolito en Kylver, Suecia, y se tiende a fecharlo alrededor del siglo V. Para el siglo VIII, con la diáspora de los escandinavos por el mundo, un set de caracteres rúnico reducido a 16 grafías llegó hasta Inglaterra y se extendió por Islandia y Groenlandia.
En su mayoría las runas eran usadas por los chamanes con fines mágicos. A veces en su recorrido por los diversas islas por donde pasaban se entremezclaban con otros caracteres regionales, celtas por ejemplo. Un total de 33 grafías entre germánicas, sajonas, noruegas, suecas, danesas, góticas, se complementaron con el correr de los siglos haciendo aun más difícil investigar el origen de cada una de estas. A la mezcla se le agregan las llamadas seudorunas utilizadas a la sans façon por las sociedades ocultistas que las fueron agregando al burro tipográfico de la magia.
Si bien se buscó un paralelo entre el alfabeto latino y cada una de las runas que andaban dando vueltas, a la grafía rúnica se la concebía por su significado mágico y su potencia simbólica. Algo como —salvando las distancias— escribir MMLPQTP para maldecir a un político que nos endeuda.
Los chamanes se consideraban parientes de Odín, el dios al que se le adjudicaba la invención de las runas. Estas figuras sagradas sostenían la creencia de que el uso incorrecto de una runa podía ocasionar males aun peores que el intento de dibujarlas o grabarlas sin saber qué se estaba haciendo. Es decir, no se concebía como un grafiti al tuntún. Los antiguos maestros de las runas —nos dice Michael Howard en su libro La magia de las runas “daban por sentado que a cada runa le correspondía un espíritu elemental o potencia que debía evocarse con sumo cuidado”. Si este espíritu se le escapaba al mago, este desataría sus fuerzas sobre un mundo y podría provocar daños enormes.
En su libro Drakkares en el Amazonas, Jacques de Mahieu pasa de los vikingos en el Cerro Morotí del Paraguay, a los vikingos en el norte del Brasil. Es en Siete Ciudades, entre Pernambuco y Bahía, donde encuentra una serie de pinturas que adjudica a los nórdicos viajeros. El Parque está poblado de inscripciones en cuevas que previo a la visita del francés eran tomadas “por garabatos indios” pero que gracias a de Mahieu y a su colaborador, Hermann Munk, pudieron ser identificadas como runas.
Munk, vale la pena el paréntesis, fue un filólogo austríaco nacido en 1922. Al inicio de la guerra se enroló en la Brigada Alpinista de su país y participó como francotirador en el frente ruso. A diferencia de su colega, recién se afincó en Argentina en 1970. Fue vicedirector del Instituto de Ciencias del Hombre en Buenos Aires y su encargado principal en la institución homóloga establecida en el Paraguay. Acompañó a de Mahieu en varias expediciones y en su carácter de runólogo contribuyó con el francés en sostener la teoría de los vikingos en el cono sur. Sus observaciones filológicas sostenían que comechingón deriva de la raíz indogermánica “koma”, del nórdico antiguo, que significa “venir, arribar” y de “sineigs”, en viejo gótico: “Los primeros en llegar”. A su vez Manco Kapac, el emperador inca, deriva de man konr (hombre rey). Inca, por otra parte, es sufijo de ing utilizado por merovingios, lotaringios y carolingios, terminación que designa a aquellos pertenecientes a un linaje, y que podría traducirse como “los descendientes”. Escribió un libro llamado Kilmes, llave de la primera cultura mundial, que no tenemos y no leímos pero que por su título podemos adivinar que no se trata de la ciudad bonaerense y cervecera sino de los restos arqueológicos de la región situada en el antiguo Tucumán.
Pues bien, cuando de Mahieu y Munk se encuentran con las grafías rupestres de Siete Ciudades se topan con un problema: la mayor parte de las inscripciones presentan un aspecto de incoherencia que hace pensar en grafiti sucesivos desprovistos de toda intención de conjunto. Son pocos los que, desde su composición, se pueden reconocer con un mínimo de armonía gráfica. De Mahieu en su esfuerzo de encontrar presencia vikinga en las marcas de la piedra reconoce que las runas pertenecen a caracteres del antiguo futhark, del nuevo futhark y del futhark anglosajón como si una confederación de chamanes se hayan puesto de acuerdo para llegar al Brasil combinando tiempo y lugar. Aquella observación del arqueólogo escandinavo Lyle Tompsen sobre la acronía de los grafismos que pone en duda un origen nórdico precolombino es igualmente aplicable aquí.
Para estos casos habría que considerar que a diferencia de nuestros grafemas cada una de las runas eran representativas de una poderosa entidad del infra o del supramundo alojado en la grafía utilizada por el mago que la invocaba. Por eso los esfuerzos de de Mahieu y de Munk para encontrar sentido a las supuestas runas de Siete Ciudades lleva a traducciones dignas de poetas neoobjetivistas mechados con operaciones dadaístas:
Los inteligentes barbados cerca de su residencia de la llanura
Lase, deja tu punta
El lugar sagrado del pequeño Emilio
Pequeña hada de los bosques de Ulf /guardián de este solar / astuto y rabioso / como alce divino y rompedor (de cabezas)
Fuerte y poderosa / Nialna / ifi pica / el que blande la jabalina
De Mahieu cierra su capítulo asegurándonos que los vikingos del Tihuanacu que llegaron a Piauí se encontraron frente a un sitio parecido a un lugar de culto germánico, que recuerda los Externsteine del Teutoburger Wald en Baja Sajonia pero que los grupos de runas fueron trazados por manos inexpertas con escritos que presentan “N’s” aberrantes, runas ligadas y deformadas, haches arcaicas y “Ues” invertidas.
Y así como para de Mahieu los guayaquies del Paraguay son el resultado de unos escandinavos que degeneraron en lo que hoy son, el francés no puede más que señalar que está ante la presencia de runas que muestran “una degeneración gráfica” en donde se intercala el futhorc anglosajón con caracteres latinos realizados por unos descendientes que no supieron mantener las lecciones de su chamán.