Sacar la mugre de abajo de la alfombra es un trabajo que pocos quieren hacer. Sobre todo si se trata de la historia, del pasado vergonzoso de la civilización que guardó muy lejos de estas tierras los documentos que prueban lo indecible.
Sevilla es el epicentro de esos documentos. Además de sus calles empedradas, brilla en la ciudad el oro americano en las iglesias, que hace que amantes de todo el mundo sellen su paso por ahí con una selfie. Así, la historia de los ganadores sigue estando en primer plano, inolvidable para los perdedores.
El Archivo de Indias, el lugar de resguardo de las joyas impresas, es la principal fuente de información para sacudir los trapos sucios. Los viajeros y exploradores, la instalación de las Misiones Jesuíticas y la imposición del orden a la manera wingka, a látigo y espada, más tarde fusiles y esclavitud, todo se hizo con la biblia en la mano y en nombre del supremo, y con mucho papeleo.
Michel Da Cuneo era oriundo de Savona, hijo de padres bien posicionados, fue amigo de la infancia de Cristóbal Colón, a quien acompañó en su segundo viaje a las Américas el 25 de septiembre de 1493. Su posición económica le daba un lugar de poder y como todos los de su condición, sacó provecho. En sus relatos, contaba con orgullo su hombría, como en su carta del 28 de octubre de 1495, cuando habla sobre la captura de nativos en la Isla Santa María de Guadalupe, en el mar Caribe. Se encontraron con unos nativos canoeros que se les habían acercado a su pequeña embarcación, con la que habían salido a recorrer los alrededores. Como se suponía que eran caníbales, Cuneo y a los demás soldados no dejaron con vida a ninguno. Un jovencito atinó a tirarse, pero antes de que se les escapara le cortaron la cabeza.
En esa travesía le perdonaron la vida a doce mujeres jóvenes, con las que se hicieron un festín. En su carta, Cuneo escribió que una de ellas era tan bella que, como un chico pidiendo un juguete nuevo, le insistió a Colón para poder quedársela. Ante la insistencia, el almirante obviamente aceptó y él se la llevó a su camarote. “Estaba desnuda y me vinieron deseos de solazarme con ella, se opuso y me atacó en tal forma con las uñas, que no hubiera querido haber empezado. Tomé una soga y la azoté tan bien que lanzó gritos tan inauditos como no podía creer”. El relato sigue y la morbosidad de Cuneo se acrecienta hasta tratarla de puta.
Recuerda en sus escritos que cuando emprendieron los preparativos para regresar a España en sus carabelas, tenían mil seiscientos cautivos hombres y mujeres, de los cuales se repartieron entre ellos a unos seiscientos. Al resto se le dio a elegir si querían venir con ellos. Pero hasta las madres con lactantes en brazos salieron corriendo a perderse en el bosque y no se detuvieron por nada.
Por muchos años, avanzó el hombre blanco sobre aldeas y pueblos. La Compañía de Jesús envió a los misioneros jesuitas a instalarse para convertir a los paganos al catolicismo y enviaba informes sobre los habitantes del continente. Los escritos cuentan sobre las características físicas de los indígenas, siempre comparándolos con el fenotipo europeo, que era la vara de lo aceptable en cuanto al color de piel. En sus estatutos de 1594, La Compañía considera necesario imponer una limpieza de sangre, donde el ideal de un ser humano no era siquiera un mestizo, sino el tono de piel blanco. En el Libro Tercero sobre el Origen de los Indios, escrito por Fray Gregorio García en 1607, se analizan los aspectos físicos para argumentar su teoría sobre el posible origen hebreo de los indios, por su idioma gutural y las narices grandes. García fue misionero por doce años y se dedicó a observar las costumbres, los rasgos y los cuerpos. Decía que eran inteligentes e ingeniosos, y también de buen cuerpo tanto varones como “hembras”. Utiliza esta palabra solo para referirse a las indígenas, cuando habla de europeas ahí sí habla de “mujeres”. Objetó en sus escritos las malas costumbres pecaminosas que tenían los indios, de dormir junto a las madres embarazadas o paridas.
Pese a tanto discurso racista, Jorge Juan de Santacilia y Antonio De Ulloa se quedaron atónicos cuando desembarcaron en 1735 para recorrer e informar a la corona sobre la situación de América. Por un largo tiempo, los dos veinteañeros se dedicaron a recorrer El Reyno de Quito y vieron que el trato a los indígenas era humillante. La opresión que ejercían los hacendados, los corregidores y los curas pasaron a ser parte de un informe, detallando cómo se les quitaban las tierras a los nativos por la fuerza y el trabajo esclavo al que estaban sometidos, además del maltrato. Se los castigaba por desobediencia, por ejemplo atándoles el cabello a la cola de un caballo y hacerlos caminar cuesta arriba por varias horas, y el látigo no faltaba jamás. Eso fue lo más livianito que vieron.
Los curas, ya que ningún superior de la realeza los miraba, se elegían mujeres indígenas que debían vivir con ellos para complacerlos en todo. Si la mujer envejecía o se enfermaba, se daban el lujo de cambiarla por otra más joven. Si la que más les gustaba era la hija de algún cacique, lo amenazaban con quitarle las tierras o sus cosechas, o con la pena de muerte por desobedecer una orden religiosa.
En sus casas tenían una o varias mujeres para calmar la lujuria y en la iglesia, ancianas tejedoras que día y noche debían tejer mantos para vender. Había que recaudar como sea y las explotaban a cambio de una mísera ración diaria de comida. Además del taller clandestino, obligaban a todos a acudir a misa. Por el solo hecho de ir ya les cobraban por un sermón en "lengua peruviana" un precio, por una misa cantada otro y otros por la procesión, la cera y el incienso. Todo esto con el sonido de los telares de fondo que no se podían detener.
El misionero Sánchez Labrador ingresó a la Compañía de Jesús en 1731, pocos años después llegó al Río de la Plata y en la Universidad de Córdoba estudió teología y filosofía, y fue ordenado sacerdote. Después de 1740 anduvo por varias misiones guaraníticas, también en Buenos Aires y Montevideo. En 1759 fue a Asunción del Paraguay a dar clases de teología y a predicarles a los mbayá. El año que pasó allí, además de interesarse por el idioma, elogió mucho lo que consideraba bellas influencias europeas. Los españoles que se habían instalado, estaban mejorando la raza “con estaturas proporcionadas, sin deformidad, con soltura de miembros y con una tez en el color ni muy blanca ni muy tostada”.
Otro misionero fue el madrileño Pedro Lozano, que en 1733, establecido en la Misión San José de Lule a unos kilómetros de Tucumán, comunicaba que “las viejas, eran como maestras de costumbres, sacerdotisas del culto y el oráculo. Se oponen a los progresos de la religión”. Las ancianas se negaban al bautismo y a todo lo que proponían las nuevas gentes que llegaban para establecer nuevas reglas. El superior de la Compañía de Jesús Antonio Machoni sostenía que el castigo a las mujeres debía ser proporcionado y los azotes no podían pasar de doce. En caso de considerar que el castigo debía ser mayor, previamente se lo debía consultar y aguardar su respuesta.
El que también hizo lo suyo fue el misionero Antonio Sepp, un italiano que había ingresado a la Compañía en 1674. Partió de Sevilla para desembarcar en el Río de La Plata en 1691 para ser destinado a la Misión Yapeyú y dejó escrito lo siguiente: “dos indios y una mujer, tentados por el demonio, habían escapado de la misión. A los varones los azotaron en una plaza pública y a la oveja perdida, la mujer, la hice esquilar, es decir, le hice cortar el largo cabello que es orgullo de las mujeres de nuestro país”.
El rey Carlos III de España ordenó mediante el Real Decreto del 27 de febrero de 1767 la expulsión de los Jesuitas. Por varias razones, ya que el accionar de los misioneros perjudicaban los intereses de la Corona, desde el mal manejo de los bienes, los abusos, las relaciones carnales con las indias, más las internas de poder. El decreto de expulsión decía “prohibido por vía de ley y regla general, que jamás pueda volver a admitirse en todos mis Reynos en particular a ningún individuo de la Compañía”.
En el Archivo General de Indias de Sevilla hay una “Lista de Regulares de la Compañía de Jesús que se conducen en la fragata de guerra nombrada La Esmeralda”. Fueron devueltos a sus tierras ciento cincuenta y cinco jesuitas pertenecientes a las cuarenta y siete Reducciones que había en el país. Dos, fallecieron durante el viaje que duró cinco meses hasta llegar al Puerto de Santa María. Por un lado, las tribus dejaban de padecer la opresión de los religiosos, aunque ya habían causado bastantes daños irreparables. Por otro lado, La Corona les incautó a las Misiones sus bienes y sus tierras. Es decir que las Primeras Naciones perdieron de cualquier manera. Sánchez Labrador escribió sobre su despedida como algo penoso y triste. Cuenta cómo lloró en el momento que dejó su Misión, además agrega que “todo el camino y la orilla del río, se llenó de mbayá y guaraníes que querían darnos el último vale, el último adiós”. Es para imaginar una película romántica donde los hombres de bien, de buenas intenciones tienen que irse por la fuerza, dejando a sus hijos huérfanos de disciplina religiosa. Cosa que no debió ser tan grave para las tribus.
Nadie escribió su versión de los hechos. Quizás se acercaron a la costa a ver si era cierto que se iban.