Siempre existió por estructura la mentira, o más bien el engaño, desde que el sujeto habla y no hay una correspondencia natural entre el significante y el significado, sino desplazamiento, tergiversación de la verdad. Ese “engaño” constitutivo, propio de la estructura simbólica del lenguaje, se dirige no sólo a los otros, a los oyentes, sino que atañe fundamentalmente al sujeto hablante que en su decir se divide a sí mismo y extravía en su deseo. No hay igualdad del sujeto respecto de sí mismo, el “Yo” no es amo en su propia casa, por eso existe el psicoanálisis.

Pero el lenguaje humano, que instala la posibilidad de decir una cosa diciendo otra, hoy comienza a perder su condición metafórica, simbólica y a devenir en un mero instrumento a modo de los íconos de las computadoras. Es así como el engaño y la mentira, más allá de ser estructurales a la condición del lenguaje, proliferan hoy, más que en cualquier otra época, como estrategia política generalizada y hasta invaden el conjunto de la vida cotidiana, constituyendo no una excepción sino la regla. El imperativo categórico actual es mentir, sin pudor ni auto-reproches, sin tapujos ni condicionamientos. La verdad ya no cuenta ni interesa casi a nadie. El mundo comienza a prescindir de lo simbólico. Lo real desencadenado se precipita sobre las cabezas.

Friedrich Nietzsche en el Fragmento Póstumo 760 pronuncia una de las frases más memorables de la filosofía: "No hay hechos, sólo interpretaciones", lo que indicaría que no existe una verdad objetiva, una verdad completa, definitiva, inequívoca, sino interpretaciones que derivan de la subjetividad. En ese sentido cada cual puede creer tener la "verdad" sin siquiera saber que su misma interpretación es, a la vez, también interpretación y que como sujeto está siendo al mismo tiempo interpretado, hablado, sujetado por el lenguaje. Como en el poema "Ajedrez" de Jorge Luis Borges: "(...) qué Dios detrás de Dios la trama empieza/ de polvo y tiempo y sueño y agonías".

Pero las consideraciones sobre la verdad van actualmente mucho más allá de la célebre frase de Nietzsche. No solamente no hay hechos, sino que no hay ahora tampoco interpretaciones. La "verdad" no es ya siquiera una verdad no-toda, parcial, parcelada, incompleta, etc., sino que lisa y llanamente pareciera no haber pasado por un juicio de existencia. Las diferencias entre lo cierto o lo incierto, lo real o lo irreal, lo verdadero o lo falso, la realidad o la ficción, no interesan, sólo cuentan las consecuencias, los efectos que pudieren llegar a tener en lo social esas sentencias o aseveraciones engañosas que se edifican y se vierten desde las usinas mediáticas y en las redes sociales de Internet.

Es decir, las construcciones mendaces funcionan o no funcionan, sirven o no sirven, ello es lo único que vale. A muy pocos sujetos les importa averiguar, informarse, investigar, corroborar datos, contrastar hipótesis, mucho menos dudar o reflexionar. Es más, pareciera ser que la condición necesaria para que se dé por verdadera una información o un hecho, es que ese "hecho" sea producto de la mentira y del engaño deliberados. Hoy cualquiera puede llegar a decir y hacer cualquier cosa, por más disparatada y estragante que fuere, sin rendir cuenta a nada ni a nadie, mucho menos a su propia conciencia. Diríamos parafraseando la frase de Nietzsche: No hay ya ley simbólica, sólo hay efectos. 

Para los diseñadores del mundo actual, para los artífices de la apropiación planetaria, únicamente el engaño y la mentira cuentan como "verdad" y tienen algún crédito. Para muchos ciudadanos sólo la construcción mentirosa juega en la superficie contemporánea. Y si a alguien se le ocurriera comunicar una verdad, difícilmente sería creíble. La condición para que hoy una persona sea confiable ante las masas es aparecer decididamente mendaz. Los sujetos odian la verdad y el saber e inclusive votan a sus propios verdugos. Sin embargo, ello no implica que realmente crean en las mentiras y engaños que se vierten en los medios y en las redes. Sucede que aun sabiendo que los dichos no condicen con la realidad, los toman por ciertos (necesitan tomarlos por ciertos) y actuar en consecuencia, sin responsabilidad ética alguna. En definitiva, no está en juego la diferencia entre lo verdadero y lo falso.

Como en la película "La Aldea" (Le Village), la amada, que es ciega, no obstante saber que los monstruos que acechan en los bosques de los alrededores de la aldea no existen y que sólo son simulacros y disfraces (inventados por los dueños de la aldea para mantener cohesionados a los habitantes y disimular los conflictos internos), lo mismo les habla, les suplica, les ruega que la dejen pasar para ir a comprar medicinas que le salven la vida a su amado que ha sufrido un percance físico. Es decir, ella conoce el simulacro, pero necesita creer que no lo es en cuanto tal. Poco importa lo verdadero. Algo se ha desencadenado en el mundo y han caído los puntos de abrochamiento de la significación.

El daño ocasionado por la fase actual del discurso capitalista, no es sólo económico, como algunos creen, sino fundamentalmente un estrago en el orden simbólico, daño que confina a los sujetos en la primacía de lo imaginario y en la relación paranoide. Lo real se ha precipitado.

Y en la política habrá que aceitar y renovar todos los conceptos y repensar las cosas desde la creatividad y desde nuevos parámetros, para no proseguir en la impotencia y en la inefectividad frente al descomunal proyecto de goce planetario por parte de unos pocos semidioses que han traspasado todos los límites.

*Escritor y psicoanalista