El paso del tiempo disminuye las historias. Desfragmenta los hechos y los resume en extractos. A veces en una imagen, otras en una frase. Lo que queda es un símbolo. A 85 años de la gesta de Juan Carlos Zabala, su vida puede achicarse tanto que parece caber completa en un par de conceptos: “El Ñandú Criollo, el campeón olímpico de la maratón de Los Angeles 1932”. Eso es suficiente para que una buena porción de los argentinos recuerde de quién se trata y lo que significó para el deporte argentino. Y esa simplificación oculta, en este caso, la vida de un personaje con rasgos maravillosos, controvertidos, confusos e indescifrables. 

// // //

Oficial de alto rango y uno de los líderes del partido Nazi, la referencia de Heinrich Himmler no puede estar vinculada más que con el horror, por ser uno de los máximos responsables del Holocausto. Todos tienen una vida. Una infancia más allá de la versión compactada de los libros. Himmler fue un niño con debilidades físicas y enfermedades. Para mantenerse saludable, adquirió el hábito de correr. Ese hobbie, en pleno crecimiento jerárquico dentro del Tercer Reich, y la cercanía con la realización de los Juegos Olímpicos de Berlín 36, lo vincularon con Juan Carlos Zabala. Una relación que necesita más que una frase para ser explicada.

// // //

Componer una biografía de Juan Carlos Zabala es una tarea compleja. Era huérfano y, bajo la tutela del doctor Agustín Cabal, se crió en un reformatorio de Marcos Paz. Su historia inspiró a Carlos Borcosque a escribir el guión y dirigir la película “Y mañana serán hombres…”.

Pero, ¿quiénes fueron sus padres? Una versión indica que era hijo de un vasco, de Durango, que de viaje por la Argentina tuvo una relación con Elena Boyer. Aunque Zabala contaba: “Nací en la embajada francesa en Buenos Aires. Mi padre era un oficial de la armada de Francia que murió en Scapa Flow, durante la Primera Guerra Mundial. Cuando mi madre se enteró, murió de un infarto”, relata el libro Aventuras en las pistas, de Luis Vinker.

Bill Mallon, un ex golfista e historiador de los Juegos Olímpicos (escribió 24 libros de olimpismo), realizó una investigación en Francia con el objetivo de confirmar el relato de Zabala, pero no encontró prueba alguna. Es más, hasta el día de su nacimiento es motivo de discusión. El reglamento del Comité Olímpico Internacional en 1932 impedía competir a menores de 20 años, por las exigencias de los 42 kilómetros. El tenía 19, pero el presidente Agustín P. Justo, que siempre mostró mucho interés por el deporte, había apoyado su carrera y, ordenó que le generaran una nueva documentación para poder ser atleta olímpico. Aunque había nacido el 11 de octubre de 1912, en su nuevo documento se leía: 21 de septiembre de 1911. El mismo Zabala reconoció la “trampa”: “Se lo conté a Pierre de Freddy, el presidente del Comité Olímpico Internacional, algún tiempo después. A él también le parecía una regla ridícula”, dijo en una entrevista con El Gráfico.

Medía 1,62 y pesaba 59 kilos. Le decían Zabalita. Tenía destreza para el fútbol, la natación y el atletismo. A mediados de los 20, Alejandro Stirling, un joven entrenador austríaco, vio sus condiciones y se propuso formarlo como fondista. Esa relación fortuita fue el disparador que acercaría a Zabala a Alemania.

En 1929 fue campeón nacional en 3000 y 5000 metros cuando aún no había cumplido los 17. Dos años después, logró el récord sudamericano en los 3000 metros. Tras aquella marca, Stirling le dijo que para ganar una medalla olímpica en 1936, tenía que competir contra los mejores en Europa. Jorge Mitre, director del diario La Nación, decidió apoyarlo económicamente en su carrera y solventó los gastos del viaje.

Viajó a Alemania. Llegó el 5 de septiembre de 1931 y dos días después se inscribió en una prueba de 10.000 metros, con todos los riesgos que eso representaba para un corredor que había pasado las tres semanas anteriores arriba de un barco. Fue tercero, con un tiempo de 31m44s; el ganador de esa carrera fue Paavo Nurmi, el finlandés volador, con 31m19s. Siguió creciendo. Logró el récord mundial de los 30.000 metros en Hutteldorfs, un pequeño poblado en las afueras de Viena, y participó por primera vez en una prueba de 42 kilómetros y la ganó, en la Maratón internacional de Kosice.

A los alemanes les encantaban las pruebas atléticas, lo que permitió que se convirtiera en un ídolo en ese país. Y vistos los resultados en Europa, Stirling apuró los trámites en la Argentina para tener los documentos y adelantar cuatro años su proyecto. 

Allí empieza la parte conocida. La que concluyó con el ingreso triunfal en el estadio olímpico agitando su gorro blanco para conseguir la primera medalla dorada para el atletismo argentino en Los Angeles 32. El diario Crítica hizo una caricatura de un Ñandú con su rostro y allí se ganó el apodo.

Su repentina fama lo llevó a un mundo distinto, prácticamente de fantasía. La noche posterior a su triunfo, Jesse Owens lo invitó a cenar en Hollywood y le presentó a la afamada actriz Ginger Rogers (famosa por la serie de diez musicales que filmó con Fred Astaire), con quién se dice que tuvo un romance.

Por ese motivo vivió un tiempo en los Estados Unidos. Sobre su trayectoria allí, él mismo contó historias tan llamativas como difíciles de comprobar: “Los gangsters de Al Capone querían dirigir mi carrera. Me prometieron dinero si me dejaba ganar en una prueba en Chicago. No acepté, y me amenazaron con una pistola. Oficialmente nunca percibí un dólar por correr ahí… pero por debajo de la mesa me dieron mucho”, reconoció.

Volvió a Europa y la Federación francesa de atletismo lo denunció por supuesto profesionalismo. Exigían que los suspendieran. Consiguió demostrar que era empleado del Ministerio de Agricultura y que estaba de licencia, pero seguía cobrando su sueldo…

En 1935 se casó con Elke, una mujer danesa que le habían asignado como traductora. Fue entonces cuando conoció a Himmler. Muchos años después de la guerra lo acusaron de apoyar al régimen nazi, algo que desmintió: “Lo decían por yo conocía mucho a Himmler. A él le gustaba correr, y lo hacíamos juntos. También lo conocí a Hitler. Pero no se olvide que en 1937 me prohibieron ingresar en Alemania porque saqué a varias familias judías a Dinamarca. Más tarde, el propio Hitler dio la contraorden para que me dejaran entrar”, contó en una entrevista con el diario La Nación, en 1980, una semana después de ser elegido como el mejor atleta de la historia de la Argentina. 

En Berlín 36 no pudo repetir la hazaña. Dominó la maratón, pero sufrió calambres en el kilómetro 32. Como en Alemania era muy querido, un policía intentó ayudarlo e inmediatamente fue descalificado. Luego sufrió una lesión en los ligamentos de la pierna izquierda en 1937 y su actividad disminuyó.

En 1940 se separó de Elke y volvió a la Argentina. Se casó con Magdalena Lafrancone, con quien tuvo tres hijos: Juan Carlos, Ana María y Magdalena. 

En los 80 dijo que iba a volver a los Estados Unidos porque la Metro Goldwyn Mayer quería filmar una película con su vida. Eso no ocurrió. El único film en el que participó fue “Campeón a la fuerza”, una producción argentina, en 1950.

Murió en Buenos Aires, en 1983. Sus anécdotas siempre llamaron la atención, aunque no todos le creían. Miguel Vidal, periodista español, lo entrevistó interesado por su vida y tras conocerlo escribió: “Es el tipo ideal para un determinado periodismo sensacionalista. Dice cosas difíciles de creer pero las dice con desparpajo, como si se las hubiera repetido mil veces, convencido de que son verdad. Y habrá verdades en sus recuerdos, pero también muchas fantasías”. Al fin de cuentas, lo que Zabala significa para el deporte argentino es exactamente eso, un relato fantástico. Una leyenda.