Desde Barcelona

UNO La cosa es así, la cosa son cositas: Rodríguez apunta y dispara lo suyo en breves fragmentos en sus libretas cuadernarias. Por un lado el calor y la fatiga de materiales y la cada vez más capaz y consumada incapacidad de concentrarse del consumido. Por otro --en dosis homeopáticas-- la sincera o engañosa, da igual, sensación de que así todo es más asimilable.

Así que --todo corre tan rápido que apenas da tiempo de asentarlo-- Rodríguez desenfunda su libreta marca Moleskine color negro para ver si da en el blanco.

Hoy es día de estreno.

La abre por primera vez.

Página 1 y en blanco sin reglas ni renglones.

DOS Y Rodríguez no sabe muy bien qué número de libreta Moleskine (no las numera por fuera, sí numera sus parrafadas por dentro) que ha venido llenando a la vez que se vacía. Pero esta es, sí, una Moleskine especial. Porque ha venido acompañada/acompañando de/a special edition de The Songlines ("Los trazos de la canción", de 1987) del inquieto escritor inglés Bruce Chatwin. Ese libro no-de-viajes (a Chatwin no le gustaba que se lo considerase así; prefería entenderlo como suerte de ficción verdadera y memoir selectiva y roman à clef y "sostenida y prolongada meditación sobre la naturaleza de lo desértico") que trata sobre la pulsión nómade y la escencia del vagabundear y su armoniosa conexión con los cánticos de aborígenes australianos, elevando todo eso a rasgo universal y condición humana más allá de melodías y nacionalidades y etnias. Me muevo, luego existo, y lo hago tarareando una bonita y ancestral melodía que marca el ritmo y el rito de los pasos. Songline, sí, como término patentado por Chatwin a la hora de traducir al intraducible tijuringa o "surco soñador" o algo así.

TRES Y Rodríguez leyó el libro hace ya mucho (cuando aún anticipaba la posibilidad de dramáticos y radicales movimientos crono-geográficos para las líneas de su vida) pero no pudo evitar las súbitas e inesperadas ganas de volver a releerlo en esta edición especial. Tan preciosa y tan ingeniosa. Porque esta encarnación conmemorativa de The Songlines viene no solo con el bonus de libreta Moleskine sino que, además, el libro de Chatwin en sí mismo, tiene look de Moleskine. Símil cuaderno azabache con esquinas recortadas y pequeño bolsillo trasero y banda elástica para mantenerlo cerrado. Y, sí, claro, Chatwin tomaba/comía apuntes en movimiento en unos cuadernos/libretas negras a las que llamaba carnets mole skin (o "piel de topo", apelativo un tanto caprichoso, porque la piel de topo no luce así) por sus cubiertas de hule negro. Los mismos que alguna vez habían utilizado Vincent Van Gogh o Sigmund Freud o Ernest Hemingway o Winston Churchill o Marilyn Monroe. La versión gala y galante de aquello que, en 1887, en Londres, vendía Frank Smythson, experto trabajador del cuero, en su tienda de Londres: aquello que entendía como el cuaderno perfecto como vehículo y envase para grandes ideas e inspirados pensamientos al que bautizó con el nombre de Panamá: el primer cuaderno portátil preparado para ser doblado sin deformarse y con un tamaño que permitía llevarlo en el bolsillo interior de las chaquetas. Y Chatwin los compraba de a varios y religiosamente cada vez que llegaba a París peregrinando hasta una papelería de la Rue de l'Ancienne Comedie. Y una fatídica mañana de 1986, el dueño del negocio le informó a que "Le vrai moleskine n'est plus". ¡No!, sí: el taller en Tours que fabricaba la herramienta indispensable para Chatwin había cerrado. Escribió Chatwin en The Songlines: "Perder el pasaporte era la menor de las preocupaciones de uno, perder un cuaderno era una catástrofe. Durante aproximadamente veinte años de viajes, sólo perdí dos. Uno desapareció en un autobús afgano. El otro lo confiscó la policía secreta brasileña" (donde, fantaseó Chatwin, las oraciones dedicadas a las heridas en una efigie barroca de Cristo bien pudieron ser interpretadas por los oficiales como descripciones en código de las torturas a presos políticos). Y en cada uno de esos cuadernitos tatuados, Chatwin siempre reservaba la última página para dos direcciones donde enviarlas y restituirlas bajo promesa de recompensa en caso de que alguien, algún buen samaritano al costado del camino, las encontrara y las reuniera con el puño y letra de su dueño. Ahora, de pronto, ahí, en su papelería de cabecera, Chatwin se enfrentaba a algo incluso peor: la idea de todos los cuadernos perdidos porque nunca llegarían a ser escritos. Así que compró las que quedaban (su idea original en esa visita había sido la de comprar unos cien especímenes; suficientes, calculaba, para el resto de una vida a la que, no lo sabía pero de algún modo lo sospechaba, no le quedaba mucho por escribir, por vivir para contarla). Y se fue a Australia y siguió viajando hasta su muerte en 1989, en Niza, por sida. Su funeral fue en una iglesia ortodoxa griega de Londres, el mismo día en que Salman Rushdie, uno de los asistentes, se enteró de lo de la fatwa que le había caído encima. Todo esto Rodríguez lo leyó en la formidable biografía de Chatwin y en el volumen de cartas que Nicolas Shakespeare firmó y editó en los años 2000 y 2011.

CUATRO Lo que no cuenta Shakespeare es que en 1995, Maria Sebregondi --profesora italiana y fan confesa de Bruce Chatwin-- le propuso a la editorial milanesa Modo & Modo resucitar, en memoria de su escritor favorito, esos cuadernos bajo el nombre de Moleskine, con M. Así, la idea casi alquímica de hacer mutar un producto simple en glamoroso y casi fetichista objeto de deseo. Y, sí, para muchos escribir cualquier cosa en una Moleskine eleva espiritual y automáticamente a un puñado de palabras a aforismo citable y digno de ser preservado y difundido como evangelio en mayúsculas o minúsculas, en cursiva o imprenta. En 1997 salió a la venta la primera camada de Moleskine (a comercializarse en primero reticentes y enseguida encantadas librerías y no en papelerías) y se agotó en apenas dos días. Pronto abundaron los colores y tamaños y diseño de hojas y variaciones en agendas y planners y...

Y en algún lugar, más allá de todo, Bruce Chatwin sonrió.

 

CINCO Y, suele ocurrir, con el tiempo muchos (su compadre-viajero Paul Theroux incluido) reconsideraron a Bruce Chatwin. Lo acusaron de egocéntrico y mitómano; de reescritor de la realidad y repetidor-potenciador de las mismas anécdotas de siempre; de ser una versión exhibicionista y grosera del elegante Patrick "Paddy" Leigh Fermor; de experimentar un placer casi orgásmico al hablar y una impotencia impaciente cuando se veía obligado a escuchar a segundos a los que siempre, inevitablemente, consideraba de tercera clase; de ser indiscreto con lo ajeno y top-secret con lo propio; de esconder su homosexualidad tras el velo de un mariage blanc (aquí, la viuda hablando sobre la relación de su marido con sus libretas); y de sobrevalorado póstumo. Pero nada de ello ha impedido que el culto de/a Chatwin se expandiera y viajara por todo el mundo. Hay, incluso, un libro fotográfico que reproduce páginas de sus Moleskines como si se tratasen de sagradísimas escrituras. Allí, letra pequeña, palabras justas para describir la mierda de camello, y diagramas y dibujos y fotografías de tiempos en los que una libreta movediza era y sigue siendo un artefacto tanto más sofisticado que un teléfono móvil.