Pese a la inmensa importancia de Sylvia Plath como poeta, su obra editada en vida fue más que breve, un suspiro: El coloso de 1960, titulado a partir de un escalofriante poema en torno de su padre, fue el primero y el último de sus libros. No hace falta demorarse en el modo tristemente conocido en que decidió terminar con sus días: el desayuno preparado para los hijos en el living, la cocina aislada, la cabeza en el horno. Su dramático y temprano suicidio dio fin a una consecución lógica, una vez quebrado el hielo de la publicación. El más célebre de sus libros, Ariel, vio la luz dos años después de su muerte, bajo supervisión de su viudo Ted Hughes, quién fue su albacea literario. Hughes se ocupó de dar a conocer al mundo el estado en que se encontraban los textos de la autora al momento de su muerte, además de prologarlos, darles un marco de lectura. A este libro editado en 1965, siguieron Vadeando el agua y Árboles de invierno en 1971, en todos los casos poemas inéditos, compilados por él hasta llegar a su Poesía completa en 1981, donde se recogía también gran parte de los poemas de su juventud  en un exhaustivo volumen cronológico que, sin embargo, desdibujaba las unidades pensadas por su autora. 

Algo parecido ocurrió con su prosa. En vida solo publicó la hermosa novela La campana de cristal, que si bien es claramente autobiográfica –en realidad, por eso mismo–  fue firmada con el seudónimo de Victoria Lucas. El resto del material era casi desconocido hasta que en 1977 Hughes organizó un volumen llamado Johnny Panic y la Biblia de los sueños, que reunía treinta y un relatos de su pluma. Es que Plath había sido una autora de narrativa incansable, ávida por encontrar su propia voz, en una lucha personal con un material que se le resistía, pero al que no por eso dejaba de arremeterle. “Para mi, la poesía es una evasión del trabajo de verdad de escribir prosas”, escribió. Con una traducción nueva a cargo de Guillermo López Gallego, la editorial española Nórdica sacó este año La caja de los deseos, una reedición de aquel libro, que incluye también un epílogo de Hughes, que nuevamente legisla, opina, clasifica la obra de quien fue su mujer. 

Más allá de Hughes, el libro amplía el espectro de una obra muy leída y de algún modo circunscrita. En 1958 Plath escribió: “¿Dónde, cómo, con qué y para qué empezar?  Ningún incidente en mi vida parecía capaz de dar la talla siquiera en un relato de veinte páginas. Estaba paralizada, sentía que no había nadie con quien hablar, completamente aislada de la humanidad, en un vació creado por mi misma: me sentía cada vez más enferma. Sólo podía ser feliz como escritora y no podía ser escritora. No podía escribir una sola frase, estaba paralizada por el miedo”. Para quienes hayan leído su diario, no sorprende saber que la narrativa era una gran preocupación para ella, pero sí el modo en que fue empíricamente resolviendo sus miedos, o quizás simplemente escribiéndolos, en textos abismales o cotidianos, pero siempre inquietantes, detallistas, esculpidos con un lenguaje lujoso que coquetea continuamente con cierto tipo de humor sombrío.

Distintas ramas del mismo árbol

Sylvia Plath nació en 1932 en Boston, en una familia de ascendencia germánica. Cuando todavía era muy pequeña, su padre murió y según dicen sus biógrafos, la ausencia de esa figura la marcó para siempre. En su juventud, Plath se repartió entre Estados Unidos y Londres, donde realizó una brillante carrera académica en Cambridge. Allí también conoció a Hughes, joven poeta inglés de cierto renombre, con el que se casó y tuvo dos hijos. Algunos años más tarde y apenas unos meses después de su separación de él, se suicidó. Era el invierno de 1963. Al leer los textos incluidos en La caja de los deseos conviene tener estos episodios y estos años en mente. 

El libro está compuesto por materiales de tres tipos: relatos, diarios y prosa periodística, en una cronología descendente -va de lo último a lo primero-, aunque tampoco el orden es tan estricto. Es interesante que la selección comienza en 1963, es decir el mismo año de su muerte y llega hasta 1950, cuando Plath era apenas una adolescente. De su prosa, Hughes cuenta en el epílogo que se conservaron unos setenta relatos, casi todos inéditos. Además de La campana, hubo otros dos tentativas de escribir novelas, una de ellos fue Doble exposición, cuyo manuscrito desapareció y otro llamado Niño de piedra con delfín, del que subsiste un fragmento incluido en este volumen.  

El libro arranca con Madres, un relato que tiene lugar en Devon -el pueblo donde la familia Plath-Hughes vivió antes del divorcio- y en una atmósfera excluyentemente femenina. La narradora es Esther, una madre joven que quiere encajar en el cerrado ambiente pueblerino y asiste a una intensa reunión de la liga de madres de familia. Este ámbito es conservador y moralista como podría esperarse, pero también está  atravesado por un imaginario extrañado, en el que el pastor y su esposa son como los padres de unas damas que actúan como adolescentes, escuchan historias sobre la reencarnación de la carne, toman el té, se ríen. 

De ese mismo estilo es La caja de los sueños, relato que da título al volumen. La protagonista es también una joven esposa, Agnes, que en vez de estar rodeada de pares, está sola con su marido Harold, un hombre normal pero con una actividad onírica deslumbrante. Cada mañana, mientras comen sus huevos revueltos, le cuenta lo soñado, en relatos en los que aparecen zorros, criaturas legendarias o William Blake. El deseo de soñar ella también, la empuja a un insomnio cargado de pánico. Ni la lectura, ni el jerez, ni el televisor comprado en cuotas logran dotarla de imágenes para llevarlas al sueño. El cuento termina con el suicidio de la protagonista. 

En ambos casos, y en el de la mayoría de los relatos, se trata de episodios que se despegan apenas de su propia vida: un comienzo diferente, un final diferente, una profesión diferente. La novela inconclusa, Niño de piedra con delfín, es una ensoñación, un relato interno de la noche en que conoció a Ted Hughes en una fiesta de estudiantes alcoholizados en Cambridge. Esta es una de los rasgos que recorren el volumen: todos los temas que estimulaban finalmente su ingenio, eran episodios de su propia vida, todos los textos son de un modo autobiográficos. Por más que ella quisiera ir hacia el mundo para escribir narrativa –“Moriré si solo soy capaz de escribir sobre mi misma”, anotó alguna vez en su diario– los textos son atrayentes porque la subjetividad de Sylvia Plath tenía mucha tela para cortar. Pero no solo lo autobiográfico es lo que resuena. La construcción del drama psicológico, el ambiente y el pathos general es propio de la poética de Plath, de lo que puede leerse en los mejores de sus poemas.

Ensayando el ensayo

Por eso, más allá del tan atractivo mito Plath, de las vinculaciones entre los textos y la vida de la autora, están las formas. Los textos de La caja de los sueños son variados, como si hubiera probado diferentes estrategias literarias para abordar su biografía. Como un cubo mágico, Plath va variando los colores, los tonos, los enfoques, los ritmos en sus estructuras. Además de los relatos propiamente dichos el libro está integrado por ensayos y particulares fragmentos de su diario. 

Es interesante leer los ensayos, algunos de ellos escritos el último año de su vida, en el que la autora va de lleno a su infancia, a su vida cotidiana como madre y ciudadana londinense, a los reveses de la escritura, sin ningún velo ficcional. Uno de ellos, OCEAN 1212-W  —titulado de esa forma porque era el número telefónico de la casa de su abuela que todavía recuerda de memoria, muchos años después— arranca diciendo: “El paisaje de mi infancia no era tierra sino el final de la tierra: las colinas frías, saladas, en movimiento, del Atlántico. A veces pienso que mi perspectiva del mar es lo más claro que tengo. La tomo, en mi condición de exiliada, como las piedras de la suerte moradas que coleccionaba, con una franja blanca alrededor, o como la concha de un mejillón azul, con su interior irisado como uña de ángel; y en una ola de recuerdo los colores se hacen más intensos y brillan, y el mundo temprano respira”. ¿Alguien podría dudar que la que escribe es una poeta, más aun, que esa poeta es Sylvia Plath? Ese texto fechado en 1962 es un ensayo sobre el mar. Pero también sobre América y algunas ridículas diferencias con Inglaterra, sobre el modo en que los recuerdos condicionan el presente aun en el modo en que miramos lo que tenemos delante cada día –y están en la cabeza como “un barco en una botella: hermosos, inaccesibles, anticuados”– y también sobre el modo en que ella empezó a escribir poemas. 

Blitz de nieve, fechado en 1963 es literalmente escalofriante. Teniendo en cuenta que la autora murió en febrero de ese año, uno se pregunta ¿en qué momento escribió esto? Los amigos y vecinos que la vieron en ese último invierno siempre hablaron de la gran helada que tuvo lugar en Londres, de los problemas económicos que atravesaba Plath, de lo sola que estaba. Y de todo eso habla este ensayo. “Dado que mi piso (que antaño fue el hogar de W. B. Yeats, como recuerda una placa azul redonda) no tiene calefacción central, mi escalofrío no es metafórico, sino muy real”. El relato, que narra las peripecias que atraviesa con las cañerías congeladas, sin agua corriente ni luz, como buena parte de los habitantes de su ciudad; las colas en pos de velas, la gripe de sus hijos, sus estrategias para lograr atención del dueño del departamento que alquila, las charlas en la cola de la farmacia, todo lo que hace la nieve en una urbe que no sabe que hacer con ella, termina diciendo: “Mis hijos crecerán resueltos, independientes, y duros, peleando en las colas para conseguirme velas en mi febril vejez. Mientras hago te sin agua –en el futuro debería haber de eso, por lo menos– en un quemador de gas en el rincón. Si no es que el gas también está kaput”. Lamentablemente esa vejez nunca llegó.  Entre un texto y el otro –entre la infancia y la muerte, digámoslo– hay otros dos ensayos de un carácter más fuertemente teórico, especulativo: ¡América, América! y Comparación, donde la mirada de Plath se posa sobre el mundo del saber, los estudios, hasta llegar a algunas reflexiones sobre las diferencias entre la prosa y la poesía, en suma, sobre el oficio de escribir.   

La tercera arista del libro son los textos procedentes de su diario, que no son tan estrictamente personales, sino más bien descriptivos de ambientes, personajes, y episodios de su vida cotidiana. Da la sensación que en ellos Plath sacaba punta al lápiz de la observación, de lo que la rodeaba. Son como un taller literario en miniatura, donde la vemos ensayar escenas que luego podrán integrar poemas o cuentos. Hughes cuenta en el epílogo que cuando se mudaron a Devon, se propuso hacer un archivo de toda la gente a la que iba conociendo, y de su trato con ella. Planeaba así, en este ejercicio de escrutinio, acumular detalles para futuros libros, a la manera de Flaubert. Y así lo hace con Los Smith: George, Majorie (50), Claire (16), donde cuenta las idas y vueltas con un matrimonio y su hija invasiva, que permanentemente hacían esfuerzos por trabar amistad con la familia Hughes-Plath, el modo en que su marido fomentaba las visitas de la bella adolescente y las estrategias de ella para, sin ser descortés, impedirlas.  

Diario, ensayo y relato, pese a estar separados, dialogan. Y este trío también dialoga con la obra poética de Plath. Hay algo de lúcido retrato de costumbres de los 50 y los 60 —en el cuento y en el diario— análisis sociológico –en el ensayo, el relato y el diario– paisajismo voluptuoso –también en los tres– y agudo estudio de las mentalidades que luego se desborda hacia la poesía. Plath fue una poeta con mucho de visionaria, dueña de una lírica de escenas tan íntimas como alucinadas, vistas incluso, desde el otro lado de los sueños.

Por eso, el cuento más bello y logrado de la serie es el que había dado título a la colección inicial Johnny Panic y la Biblia de los sueños. Allí ella es la secretaria de la sección psiquiátrica de un Hospital Municipal. Su trabajo consiste en mecanografiar lo que los pacientes cuentan a los doctores, fundamentalmente todo lo que sueñan. Lo que dicen de ese lugar donde más desamparados están frente a sus imágenes y temores recurrentes, es lo que ella pasa delicadamente a máquina: “Bueno, pues, desde mi sitio, tengo la sensación de que el mundo lo controla una sola cosa. El pánico con cara de perro, cara de demonio, cara de bruja, cara de puta, pánico con mayúsculas y sin cara; ese es el mismo Johnny Pánico, en sueños o en la vigilia”. Existe el reino de Johnny Pánico y ella se siente la secretaria directa de él. Una administradora de sueños ajenos. 

En su trabajo como narradora, podría decirse que Sylvia Plath lo fue de los propios. 

La caja de los deseos
Sylvia Plath
Nórdica
423 páginas