El tema que voy a presentar es un tema que cualquiera de nosotros ha visto y tenido cerca, tanto los que trabajan en la práctica clínica con niños, como en educación, así como también en nuestra vida cotidiana, dentro o fuera de la familia. Es por tanto, podríamos decir, una cuestión de época.
Qué pasa con la familia, con las relaciones de parentesco en esta época en la que tanto los niños como los adolescentes están situados por el discurso actual en el lugar de quienes buscan una satisfacción permanente en los objetos, satisfacción que no se obtiene ya por la orientación de los ideales.
La familia no es algo natural y por lo tanto solo se sostiene por la eficacia de lo simbólico. Pero ya desde Freud, hay un desarreglo entre lo simbólico y la figura principal de la familia, el padre, está en declive desde entonces. Hoy claramente estamos viviendo la caída del patriarcado.
Pero el vínculo parental no es un producto puro discursivo, desconectado de un cuerpo sexuado.
Entonces, ¿qué es lo que funda realmente una relación de parentesco?
En muchos casos la familia se estructura, no a partir de la metáfora paterna y del valor fálico del niño, sino a partir del niño como objeto a, el niño como objeto de goce, no solo de la madre, sino de la familia.
El niño de hoy es un niño solo, que muchas veces se manifiesta con la queja del aburrimiento. La madre también está sola y con la ciencia ahora se puede tener un hijo prêt-a-porter, una industria de la procreación que lleva al “niño defecto cero”, que no corresponde en absoluto con la realidad.
El niño terrible asusta a su entorno, con su agresividad, con su ira incontenible. Es un niño sin ley, fuera-de-sentido. Los padres intentan dar sentido a su ira, pero no lo hay, no es descifrable. La nada no responde a un deseo sino a un vacío. Este niño no responde a la definición lacaniana de representar la verdad de la pareja en la familia; está sordo al Otro porque no está conectado a su lengua. Puede convertirse en el objeto a, el objeto malo, el objeto éxtimo que se rechaza. El niño terrible es un síntoma que revela un real sin ley y causa el rechazo.
La exasperación es la expresión de un desbordamiento, pero también puede tener el valor de una llamada. Los padres acuden desesperados a la consulta, con la idea de que no hay solución, pero la escucha puede abrir un espacio en el que el niño no solo es insoportable, hablando de él. La exasperación tiene una ventaja frente a la complacencia; cuando se acepta conduce al cuestionamiento. Si se soporta lo que no se puede decir, puede surgir una respuesta.
La crisis se ha vuelto, no la salida fatal de la familia moderna, sino el principio organizado de la familia, como dice Daniel Roy: “Las crisis, las rabietas, el niño que no escucha, que los padres no pueden manejar y, al mismo tiempo, que se agotan al hacerlo, todo esto se puede considerar como el principio organizador de la familia".
Ahora ya no se trata de la familia conyugal o la crisis de pareja, si no de la nueva pareja que forman el niño terrible y su o sus padres exasperados. Ya no es la familia quien hace al hijo, es el hijo quien hace a la familia.
El retroceso de la función paterna con su contenido simbólico, parece haber reordenado la educación sobre el eje imaginario: es el más fuerte quien impondrá su voluntad.
Con la ley trans y todo este movimiento de la autodeterminación del niño en cuanto a la elección de sexo, se intensifica el borramiento entre el niño y el adulto que venimos constatando en los últimos años.
Pero las razones de los padres, por muy sensatas que sean, no bastan para tener una autoridad en el niño.
*Miembro de la ELP y de la AMP. Texto recortado de la intervención publicada en Blog de la ELP el 1°/8/25.