“Suelto una bocanada de aire, suben las burbujas de mi respiración al cielo. Me mareo por la velocidad, los tiempos acá abajo no son los de la tierra. Puedo bajar un poco más: ese es el secreto de aguantar. Natalia Molchánova, campeona mundial de apnea, tomaba el té bajo el agua. En 2016 acompañó a nadar a un magnate ruso, y nunca más subió. Bajó sin oxígeno, confiada en su destreza. Todavía no encontraron su cuerpo”, escribe Flor Monfort en la página 14 de su Diario del insomnio (Bosque energético, 2025)

Un diario que enfrenta los acechos del reloj que perdió la perfecta esfericidad del tiempo, o por lo menos de los horarios, y un insomnio enamorado de lo incierto y de las sombras por amor a la precisión y a la elegancia. Un libro invencible. Y es en Diario del insomnio, puro despertar sin desperezarse, donde Natalia Molchánova anticipa lo inexorable. No es una aparición accidental del insomnio, es parte de esa respiración decapitada por los poros de aire que a veces son de agua, sobre todo a la noche cuando hay que dormir y los ojos sueñan abiertos. 

 El 2 de agosto de 2015, Molchánova, una de las mejores apneístas de todos los tiempos, no volvió a la superficie después de una inmersión recreativa. Buceaba sin aletas a treinta y cinco metros de profundidad cerca del puerto de La Savina en Formentera, al sur de Ibiza. Nadie quería creerlo. ¿Cómo no iba a subir si lo había hecho después de sumergirse a una profundidad de setenta y un metros en aguas egipcias? ¿Cómo no iba a lograrlo si era la única mujer que había roto la mítica barrera de los cien metros? Natalia, la campeona absoluta de los récords mundiales, la que aguantaba la respiración más de diez minutos había sido vencida por el agua y el agua se había quedado con su cuerpo. Culparon a una impredecible corriente submarina, ¿qué otra explicación podía ser cierta? 

 Natalia había nacido en Ufa, Rusia, al oeste de los montes Urales, no muy lejos de un continente de ríos y confluencias y había hecho suyas, muy suyas, la apnea dinámica y la estática. Aguantar sin antídoto, sin desmayo, aguantar en la soledad de las estaciones, aguantar por placer, aguantar para interrumpir la respiración y el tiempo. Aguantar para inhalar y exhalar en un intervalo, una vigilia aprendida de memoria. Natalia regulaba la eficacia del oxígeno y lanzaba su cuerpo en relajación profunda hacia esa nueva realidad. Cuando le preguntaban cómo lo lograba, decía que cuando se sumergía llevaba la atención a la periferia de la conciencia y que olvidaba la necesidad de los ojos siempre entrenados para enfocar. Una meditación, un módulo lunar privado. Entonces llegaba la vertiente y las palabras se quedaban quietas, suspendidas, desaparecía el estrés y una melodía imposible de tararear la mantenía concentrada. Bajo el agua había parido una construcción corporal tan alejada de la enrarecida norma como lo es el insomnio y su práctica natatoria.