En sus cuatro partes -acompañadas por una cronología, una bibliografía, fotos y el prólogo de la editora Lina Meruane-, Andar la Tierra es una colección de textos sobre viajes de Gabriela Mistral: hay poemas, artículos, crónicas, relatos, ensayos y cartas. El libro funciona como una muy buena introducción a la obra de la Premio Nobel chilena y también como un panorama fascinante de sus ideas sobre los viajes que dieron forma a su pensamiento y su literatura. Como bien dice Meruane: “La errancia es un elemento determinante de la escritura de Gabriela Mistral”. En ese sentido, es lógico que el libro se centre sobre todo en géneros que surgen justamente cuando se viaja: la carta, la crónica, el artículo periodístico y ciertos poemas descriptivos que homenajean a lugares específicos.

Con toda lógica, el libro se abre y se cierra con el género que definió a Mistral, la poesía. En el primer poema, “He andado la tierra”, publicado por primera vez en 2009 como parte de su obra inédita, la autora reivindica su vocación de viajera: dice que, aunque hace mucho que anda la Tierra, “de andarla no estoy cansada”. Tanto en ese poema como en el último, “Despedida”, relaciona los viajes con la vida y el llegar con la muerte, a la que entiende como un regreso esperado, tal vez hasta jubiloso. La primera oración, que se repite al final, es “Ya me voy porque me llama/ un silbo que es de mi dueño”; el poema resume vida y viajes y, tal vez porque la vida y los viajes son lo mismo, el yo poético declara que la Tierra que recorre “me crió contra el pecho”, una imagen amerindia de la Pachamama.

En los textos en prosa, Mistral hace descripciones poéticas, evocativas y profundas de lugares como Florencia, Nápoles, Mallorca, Brujas o Lourdes en Europa; o Nueva York, el Caribe, México, Argentina y su país, Chile, en América. Muchos de esos textos son artículos breves (muchas veces publicados en diarios) en los que pinta lo que ve además de los sentimientos que le despierta esa contemplación. Por ejemplo, en una nota sobre las cuevas de Cacahuamilpa en México, explica que ahí abajo, “no hay más rumor que el que levantan nuestros pasos” y que, por eso, “conocemos la desolación auditiva”. Sus palabras intensas reconstruyen la maravilla de esas cuevas para quienes las conocimos y las vuelven imaginables para quienes no: un mundo “donde el arriba es igual al abajo”, una “catedral maravillosa”, un “laberinto alucinante” que parece contener “pueblos” y cuyo “cielo” muestra “los cien mil caprichos del agua”.

Cacahuamilpa la enamora, pero Mistral habla con esa misma profundidad de los lugares que rechaza. Su reacción frente a las ciudades estadounidenses, a las que llama “estridentes”, recuerda un poco el espanto de Federico García Lorca en El poeta en Nueva York y lo mismo puede decirse de sus opiniones sobre Francia y España al comienzo de la Segunda Guerra Mundial, cuando crece el fascismo en Europa. En una de sus muchas cartas a Victoria Ocampo, le dice que la razón por la que “hablo tan mal de Francia” es la forma en que ese país “abandonó” a España “por avaricia de dinero y de sangre”.

Además de retratar el arte y los edificios que ve, Mistral se dedica a contar sus encuentros con las personas del lugar. Por ejemplo, en una carta a Alfonso Reyes, afirma que, en Puerto Rico, “entre gente muy buena y muy llana”, consiguió descansar del sufrimiento que le causó Nueva York y explicita, por ejemplo, que los mestizos y mulatos de esa parte del mundo son “distintos de los nuestros” y que le gustó mucho conocerlos, aunque le confiesa a Reyes que a ella le “hacía falta el indio”.

Esa última frase es una de las muchas instancias en que la prosa del libro se impregna de una emoción casi (pero nunca) desbordada por el recuerdo de su país, en especial el valle de Elqui, al que llama “mi” valle. Viajar la lleva una y otra vez a la nostalgia, a la alegría del regreso, a la necesidad de volver a ver el paisaje chileno que siente propio. Cuando habla de Chile, Mistral relaciona a su tierra con Dios y también con ese tiempo mítico que es la infancia. Lo sagrado es un rasgo importante de su obra y está presente en Andar la tierra. En el comienzo del segundo poema sobre Elqui, afirma: “El valle de Elqui tiene montañas/ que buscan a Dios en la noche/ De pequeña me despertaban/ con su sol dulce y ferviente”; y hay una conexión especial con el río de ese valle que “me sabe y me nombra y me llama”.

“Elogios de la tierra de Chile”, uno de los textos más hermosos de la colección, es una enumeración de las “cosas mejores, vistas” en ese país, en la que Mistral une accidentes geográficos como la cordillera (“terriblemente dueña de nosotros”) o el mar y sus “cardúmenes de islas” con personas como “mineros y navegantes”, paseos urbanos como “las alamedas”, árboles como la araucaria (que “se lanza al cielo con una masa violenta de ímpetu”) o el algarrobo (cuyo tronco “dura el siglo y lo pasa”), además de frutos, archipiélagos y artesanías araucanas que “ensayan la marcha de una forma a otra en bestiarios nunca vistos”.

En “Saludo para Chile”, otro texto importante, se define al país como “difícil de alcanzar” y Mistral confiesa que le gustaría vivir en Valparaíso, donde “no necesitaría para ser feliz sino de su aire juguetón y de la presencia del mar que en todas partes me hace dichosa” y donde, la ubicación del puerto le permitiría “subir” al valle de Elqui y “bajar” a “mi Punta Arenas” si fuera necesario. Y ella cree que lo necesita, dice, porque está escribiendo un poema largo sobre Chile y quiere recoger material sobre la flora del país.

Sí, en Andar la Tierra, el “viaje” (la “errancia”) aparece muy alejado del turismo y no solamente como disfrute, sino sobre todo como trabajo, estudio, exploración, parte de un camino que se va muy lejos pero vuelve siempre a las raíces. Mistral presta atención a las raíces, hasta siente las del planeta entero a su alrededor cuando se adentra en las cuevas de Cacahuamilpa.