Según Sam Raimi, el hombre que filmó el terror camp como nadie en Evil Dead (1981), el cine de horror debe seguir tres reglas. Uno: los inocentes tienen que sufrir. Dos: los culpables deben ser castigados. Tres: hay que probar la sangre para crecer.
Circulan versiones del aforismo que difieren en la letra chica, pero Weapons, la nueva película de Zach Cregger, estrenada en nuestro país como La hora de la desaparición, tilda todas las casillas. Mucho se dijo antes de que llegara a los cines el jueves pasado. Se habló de una puja feroz entre varios estudios por quedarse con el guión. Se dijo que Jordan Peele echó a sus representantes después de que perdieran la subasta, y que ese mismo guión se vendió a Warner Bros. por 38 millones de dólares. Y se supo que Zach Cregger negoció un privilegio impensado: tener el corte final. En un sistema donde los grandes estudios tratan a sus películas como inversiones calculadas –con sus riesgos y sus rendimientos–, esa libertad creativa es un pequeño milagro.
Es una voz la que garantizó la producción de la película, y es una voz la que enciende su motor: "Esta es una historia real que sucedió en mi ciudad", advierte una nena al comienzo de Weapons. Lo que sigue, aclara, no salió en los medios porque es tan raro y tan absurdo que todos –policías, periodistas, padres y madres– se pusieron de acuerdo para ocultarlo.
Una madrugada, a las 2:17, diecisiete chicos de una misma clase se levantaron de la cama, abrieron la puerta de sus casas y caminaron hacia la oscuridad. No volvieron. Algunas cámaras los captaron: corrían con los brazos extendidos como si algo los guiara. Como aviones, como pájaros. O como misiles. Nadie sabe adónde fueron ni por qué. Su desaparición, sin embargo, no es el centro del horror: es el síntoma. El horror real está en la necesidad desesperada de encontrar culpables.
Desde el primer minuto, la pregunta que sostiene el relato no es qué pasó, sino por qué. ¿Por qué ellos, por qué esa clase, por qué esa noche? Como es lógico, la presión cae rápido y fuerte sobre su maestra, Justine Gandy (Julia Garner). La mujer, aparentemente frágil y delicada, se convierte en el chivo expiatorio perfecto para una veintena de familias que, al parecer, más que a sus hijos busca un responsable. Una puesta en escena común para Estados Unidos, donde se produjeron más de 420 tiroteos escolares desde la masacre de Columbine en 1999. Más pronto que tarde, claro, la olla a presión que es este pueblito anodino del noroeste estadounidense estalla por los aires y lo que brota es la clásica rivalidad entre ellos y nosotros: padres contra maestros, policías contra ciudadanos, esposas contra amantes.
De a poco, lo que comienza como una autopsia social va sumando capas de texturas: las cámaras de seguridad que muestran a los nenes saliendo de sus casas, las apariciones cada vez más inquietantes que sufren los personajes, el seguimiento palmo a palmo de los movimientos de todos, el transcurrir de un pueblo que será todos los días tan igual y todos los días tan distinto.
El relato se divide en seis capítulos que siguen a distintos personajes, desde la propia Justine hasta su exnovio policía (Alden Ehrenreich), un padre particularmente enojado (Josh Brolin), un adolescente adicto (Austin Abrams), el director de la escuela (Benedict Wong) y el único chico que no desapareció (Cary Christopher). Como si Cregger filmara desde adentro de sus cabezas, cada capítulo se cuenta de forma hipersubjetiva, de modo que el espectador recibe la información –visual, textual– teñida por el miedo o la rabia o el disgusto de los personajes.
Así como Longlegs (2024), la película de terror más arriesgada del año pasado, licuaba el glam rock de los setenta con el ritmo de El silencio de los inocentes (1991), ahora Weapons toma prestada la estructura polifónica de Magnolia (1999) para mezclarla con el suspenso de Gone, Baby, Gone (2007) y el terror contemporáneo de Jordan Peele. Pero lo que se cuenta aquí es una fábula suburbana sobre la pérdida. O, mejor dicho, sobre cómo lidiamos en conjunto con la pérdida. Lejos de visiones optimistas, el autor deja en claro desde el arranque que el trauma colectivo no necesariamente produce comunidad. Todo lo contrario. Con qué rapidez se puede hacer pedazos la cáscara frágil de la normalidad, parece decir Cregger. Con qué facilidad el líquido negro y espeso del trauma se cuela entre los espacios negativos de una mente, con qué velocidad corroe a todos los demás.
El director de Barbarian (2022) escribió y filmó Weapons tras la muerte de Trevor Moore, su amigo cercano y colaborador. "Fue una etapa terrible de mi vida –dijo el cineasta en una entrevista reciente–. En otro momento me hubiera refugiado en las drogas o el alcohol, pero escribir esta película me permitió enfrentar esos sentimientos sin caer en algo autodestructivo." Cada personaje, aseguró Cregger, representa una faceta emocional distinta de su duelo. De ahí son rápidamente identificables la masculinidad frágil del padre arrepentido, la manipulación de la maestra imperfecta, la ineptitud del policía frustrado, la capacidad de hacer daño que tienen hasta los más inocentes.
Pero los relatos de Cregger eluden obstinadamente la cuota de pretensión y la metáfora boba de la que se suele acusar al "terror elevado". En cambio, el director juega como un ajedrecista con las reglas del cine de terror. Como ya pasaba en Barbarian, el humor irrumpe en las secuencias más violentas como una grieta por donde respira el trauma.
La lectura psicoanalítica cae sola, como siempre, aunque nadie la pida. Si el miedo no es más que la confrontación simbólica de lo que no queremos ver en nosotros mismos o en los otros, la risa es una vía para liberar esa tensión reprimida. Cuando nos reímos dejamos salir nuestras tensiones internas para sortear censuras y ansiedades, para transformarlas en algo manejable. En Weapons, la tensión insoportable sólo se corta con la risa. Es una técnica que Cregger usa como válvula durante las dos horas de metraje, no sólo para alivianar los jumpscares, sino para subrayar la dimensión ridícula y absurda de lo que está pasando. Y, por extensión, de todo lo demás: la vida rota, la pérdida, la desaparición.
Mientras la película oscila entre lo carnavalesco y lo cruel, y va de lleno hacia lo camp, habrá desconcertados y arrepentidos. Habrá preguntas. ¿Tenemos que leerla como una fábula sobre la paranoia colectiva, una disección ácida de la sociedad estadounidense o una película de terror con demasiadas ideas y plata suficiente para filmarlas? "La idea te dice todo", explicaba David Lynch, esa bestia pop del absurdo. "Muchas veces tengo ideas y me enamoro de ellas. Esas, las que te enamoran, son realmente especiales, pero son abstracciones difíciles de poner en palabras, salvo que seas poeta. Y el cine es un lenguaje que puede decir esas abstracciones."
Ideas, abstracciones. La pérdida es violenta, brutal, difícil de entender. Absurda como los cuentos de brujas, ridícula como el mundo en el que vivimos. Y sin embargo pasa. La pregunta es qué hacemos con todo eso.