Godland 9 puntos
Islandia/Dinamarca, 2022
Dirección y guion: Hlynur Pálmason.
Fotografía: Maria von Hausswolff.
Música: Alex Zhang Hungtai.
Intérpretes: Elliott Crosset Hove, Ingvar Sigurosson, Vic Carmen Sonne, Jacob Hauberg Lohmann, Ída Mekkín Hlynsdóttir-
Duración: 143 minutos.
Estreno: en salas de cine únicamente.
En el origen de Godland –que finalmente llega a los cines argentinos después de un impactante recorrido por festivales internacionales- hay un hallazgo del director islandés Hlynur Pálmason, quien en el comienzo del film dice haber encontrado siete daguerrotipos considerados las primeras fotografías hechas en su país, a fines del siglo XIX, por un pastor danés luterano. A partir de ese dato (quizás apócrifo), Pálmason imagina toda la historia de su magnífica película: el viaje de ese joven sacerdote danés, que es enviado por las autoridades de su iglesia a predicar la fe en una tierra indómita y casi desierta; la hostilidad de sus interlocutores locales, que no sólo no hablan su idioma sino que tampoco quieren aprenderlo (Islandia era por entonces una colonia de la corona danesa, de la que pretendían independizarse); la aventura en sí misma que significaba atravesar esa isla plena de montañas inaccesibles, abismos insondables y volcanes en erupción, una tierra que pareciera todavía no ha terminado de formarse.
Es notable el modo en el que Pálmason –contra cualquier sospecha de tarjeta postal- utiliza el paisaje en función dramática, aprovechando todas las fuerzas de la naturaleza, que no sólo van deslumbrando y a la vez oponiéndose a la misión del sacerdote sino también haciéndole modificar el motivo original de su viaje, sin que él mismo siquiera pueda darse cuenta, como si hubiera perdido algo más que su compás moral, sino también la razón, un poco a la manera en que le sucedía al protagonista de Aguirre, la ira de Dios (1972), el famoso film de Werner Herzog.
Hay una grandeza en Godland que no es solamente la de sus locaciones o la de su personaje, cuyas obsesiones es dable imaginar que podrían ser también del interés de Martin Scorsese, si se recuerda la muy poco vista Silencio, de 2016. La magnificencia de Godland es la de un film de esos cada vez más infrecuentes, que todavía hablan el lenguaje del cine pensado para la gran sala oscura y no para el brillo fatuo de un televisor.
No le hace falta, sin embargo, la pantalla ancha. El formato cuadrado 4:3 y la textura analógica contribuyen perfectamente a la ilusión de la época, tanto como los rostros de los actores que encarnan unos personajes marcados por sus orígenes y sus circunstancias. El pastor Lucas (Elliott Crosset Hove) llega a esa tierra hecha de viento, de lluvia, de fuego –ese volcán que amenaza con una erupción de “un olor pestilente”- con la soberbia de quien tiene detrás de sí una religión y una cultura de las que se enorgullece. Representa el progreso, pero su primitiva cámara fotográfica pesa tanto en su espalda que la carga como una penitencia. Por el contrario, su guía Ragnar (Ingvar Sigurosson) es tan rústico como la tierra de la que proviene pero –a pesar de sus años- se mueve en ella con agilidad y sutileza, conocedor de todos sus secretos, incluidas sus fábulas y sus músicas.
Entre ambos no tardará en establecerse una sorda guerra de voluntades, que comienza por los respectivos idiomas: el islandés que Lucas nunca logra aprender y el danés que Ragnar orgullosamente se resiste a hablar. La fe tampoco es un tema menor: se diría que para Lucas no es suficiente para atravesar esa ordalía que es la isla, mientras que para Ragnar ni siquiera es necesaria. La llegada a un ínfimo núcleo de civilización, donde el colonialismo danés ya ha logrado instalar un puñado de familias (con mujeres en ellas), acrecentará el recelo y la desconfianza entre ambos.
Los recursos de Pálmason como director son muchos, pero jamás ostentosos. Puede apelar a un montaje seco y cortante para narrar los momentos previos al viaje, pero luego, por el contrario, no tiene inconveniente en recurrir a unos largos (y casi imperceptibles) planos-secuencia sin cortes, cuando tiene que exponer los avances de la pequeña caravana sobre el inmenso territorio. A su vez, una simple, lenta panorámica circular de 360 grados le permite dar una idea de comunidad durante una modesta fiesta parroquial. Y si un personaje tiene algo trascendente para decir –como la tremenda, bergmaniana confesión final de Ragnar- no duda en mantener la cámara, todo lo que sea necesario, sobre su rostro curtido por la intemperie y la culpa.
“Nada crece en Islandia, pero es hermosa”, dice alguien de esa tierra virgen, a la que el director Pálmson le dedicó inviernos y veranos, otoños y primaveras, para dar cuenta del necesario paso del tiempo que requería su historia. Lo mismo podría decirse de la película, que sin duda es árida, pero de una rara, inusual belleza.