Fue un día de semana, de noche. Deben haber sido cerca de las doce. Volvía a casa caminando por Bulevar Oroño y doblé en Santa Fe. La idea era ir por ahí hasta la Facultad de Derecho para después seguir por Córdoba hasta Plaza Pringles. Había estado en un bar de Pichincha con amigos y, si bien hacía un poco de frío, no dudé en volver caminando a casa. Siempre me gustó caminar de noche, especialmente por el centro de Rosario; los lugares habituales se presentan distintos, extraños, es como estar en una realidad paralela donde los edificios y las distancias son las mismas, pero el resto pareciera ser diferente. Las luces le cambian la forma a los objetos y las veredas tienen otro color, incluso la gente parece ser otra.
Camino y voy recordando lugares que ya no están, al pasar por la Facultad de Derecho, del lado de Santa Fe, me acuerdo de cuando ahí todavía funcionaba Ciencias Agrarias, y en frente, cruzando la calle, el bar al que íbamos a tomar café o cerveza entre clases. Veo a unos metros la plaza San Martín y pienso en la cantidad de veces que debo haber estacionado en esa cuadra, ya sea de día, para ir a la Facultad, o de noche, a algún bar de la Zona. Pienso en Kubrik, sobre Moreno, y en Metropolitan, sobre Córdoba, y en un instante me viene a la mente esa frase tan usada, tan oída en los demás y, riendo, me la apropio: Me estoy poniendo viejo. Profundizo y la ajusto un poco, la hago más precisa: Ya soy viejo, un viejo de cincuenta y pico. Me suena exagerado, poco real, pero enseguida pienso: Si ese que en los noventa dejaba el auto frente a la Plaza para ir a Metropolitan me viera caminando, seguramente vería a un viejo, un tipo de canas, con saco y zapatos de suela, un viejo caminando de noche.
Llegando a la esquina veo la Plaza San Martín, bien iluminada y vacía a no ser por un grupo de chicos reunidos en uno de los bancos de madera cerca del círculo central, a un lado de la estatua de San Martín. Cruzo Moreno. Apenas pongo un pie en la vereda siento el olor a marihuana. Por un momento pienso en seguir por Santa Fe hasta Dorrego pero casi automáticamente me siento un estúpido, un viejo estúpido. Alargar la vuelta para evitar pasar frente a un grupo de chicos fumando marihuana: ¡Qué vergüenza! Además de viejo, cagón. Riéndome, tomo el camino diagonal que atraviesa la plaza. Camino despacio, tranquilo. A la distancia, distingo al grupo: seis o siete chicos, un par de motos de poca cilindrada y, por el olor, uno o dos fasos. La mayoría no debe tener más de quince o dieciséis años, pero puede que alguno sea más grande. Hablan a los gritos, no se ríen, tampoco discuten, es como si llevaran una charla apasionada en la que todos quieren decir algo.
Los escucho. Estoy como a diez metros de ellos y ya puedo entender un poco de lo que dicen. Los veo mejor, tres están sentados en el respaldar del banco de madera con los pies sobre el asiento y los demás parados alrededor. Parece ser una de esas conversaciones confesionales, medio profundas, que se tienen de adolescente, con amigos, cosas de chicos que empiezan a ser grandes y quieren demostrarlo. Hablan de problemas, de sus problemas de chicos de quince años, como quejándose de la vida. Uno muy flaquito, con una campera de jean que le queda grande, moviendo los brazos, le dice a otro algo sobre el padre, que el padre le dijo esto y lo otro, y uno de los que está sentado, le contesta algo como: ¡Pará! Capaz que no fue eso lo que quiso decir, sino esto otro. Estoy a cinco metros. Un gordito de buzo negro, con la capucha colgando sobre la espalda, un poco apartado del grupo, se mueve nervioso, dando pasitos atrás y adelante, moviendo los hombros como si estuviera a punto de hablar, o de pegarle a alguien. Ya estoy a tres metros. Veo al gordito, le veo la cara, tiene cara de bobo, de gordito bobo. De repente, como en una explosión, el gordito bobo da unos pasos hacia el grupo y, como encarando al que parecía estar quejándose del padre, grita desafiante: —¿Sabés qué soy yo? ¿Sabés qué hago yo, amigo? Estoy a un metro, a la izquierda del grupo, giro un poco la cabeza y los miro. —¡Soy sicario! —dice el gordito. —¡Sicario, amigo! —repite, medio gritando, medio como si llorara las palabras, como si en realidad dijera: ¡Qué me vas a hablar a mí de problemas! ¡Yo mato gente! ¿Entendés?
Estoy justo al lado del grupo. Lejos de asustarme, la situación me da gracia, no puedo evitarlo, tampoco puedo evitar mirarlos de reojo. Pienso que hay algo de actuación en la forma y el tono de la escena, muy propia de alguien intentando mandarse la parte frente sus amigos, de un chico de quince años queriendo hacerse el importante, o el conflictuado, frente a otros chicos. Me imagino el diálogo previo, alguien dice algo así como: Tengo este problema en mi casa, o en la escuela, o ¿No sabes lo que me hizo mi novia? Entonces el flaquito de la campera grande sale con eso del padre que le dijo esto o lo otro, y ahí nomás salta el gordito diciendo: ¿Problemas? Estos son problemas, ¡Soy sicario! ¿Entendés, amigo? ¡Sicario!
No hay caso, me siguen dando gracia, tanto el chico y su confesión como el resto de grupo, que ahora está en silencio. Pero en el silencio, noto algo, un temblor apenas en la voz del chico, algo en el aire de la plaza. Pienso en que, hasta hace poco, esa palabra no era muy escuchada, y que si no fuera por las series de narcos colombianos y mexicanos, nadie la conocería. ¿Qué película habrá visto el gordito? Estoy a tres metros delante de ellos, cerca de la estatua de San Martín y, sin detenerme, me doy vuelta. Los miro bien, están todos callados y serios con la atención puesta en el “sicario”. Uno de los que está sentado también me mira, es medio rubio y flaco, igual de joven que el gordito. Lo hace con gesto desafiante, como diciendo: ¿Qué mirás, viejo?
Desvío la vista y sigo. Pero la mirada del rubio se me queda pegada. Algo en ella hace que se sienta distinto a cómo debería sentirse una amenaza; como demasiado fría, como cargada de un conocimiento que no debería pertenecer a un chico de esa edad. Los escucho retomar la charla aunque ya no entiendo qué dicen. Avanzo cinco, diez metros y vuelvo a girar la vista. El flaquito medio rubio, ahora de pie y un poco adelante del resto del grupo, me sigue mirando. Camino unos metros más y, de a poco, la conversación se aleja. Veo que más adelante, sobre la esquina opuesta, la plaza está un poco más oscura, que un par de faroles están rotos llegando a Córdoba. Sigo pensando en la palabra y recuerdo haberla leído por primera vez en el póster de una película. Creo también haberla escuchado en la radio o en la televisión hace poco y pienso: Se está poniendo de moda. Igual que, en una época, se puso de moda decir “nada” a cada rato, o cuando, de un día para otro, todos se volvieron “emprendedores”, o “influencers”. Pienso en la forma con que el gordito bobo gritó “sicario” frente a sus amigos y en la cara que pusieron, él al decirla y los demás al oírla. Vuelvo sobre la escena todavía fresca y veo de nuevo la cara del gordito, la del flaco medio rubio y la del que se quejaba del padre; vuelvo a sentir el silencio que vino atrás de la confesión.
Estoy a treinta metros de los chicos, ya casi llegando a la esquina de Córdoba y Dorrego. No tengo miedo, tampoco pienso que algo malo pueda pasarme. Sé que en unos minutos voy a estar en casa, que no voy a oír disparos, que no me van a robar o atacar, pero, llegando a la esquina, al entrar en la penumbra, de golpe siento ganas de correr, de correr rápido, como queriendo escapar de algo que no tiene forma y no alcanzo a entender, como si desde esa oscuridad berreta de dos faroles rotos, la tragedia, el desamparo y la tristeza invadieran la noche.