En el volumen El cine argentino se fue sin decir adiós – Escritos reunidos, de Abel Posadas, que acaba de publicar la editorial Taipei Libros, basta con revisar el apéndice con la bibliografía del autor para confirmar un hecho: probablemente nadie haya escrito más –con mayor profusión, con mayor conocimiento- sobre el cine nacional del período clásico que este bahiense de 82 años, licenciado en Letras por la Universidad de Buenos Aires. Y, sin embargo, Posadas es casi desconocido fuera de los ámbitos cinéfilos y de la crítica, y muchas veces también dentro de esos cenáculos. Por lo cual, el libro –con prólogo de Fernando Martín Peña- que ahora pone en circulación varios de sus escritos más extensos saca a la luz un cuerpo de obra casi inhallable y que se encontraba disperso en revistas culturales de los años ’70 y ‘80 que no necesariamente eran de crítica cinematográfica.
Que varias de esas revistas –Envido, Crear en la cultura nacional, Unidos, Cine en la cultura argentina y latinoamericana- fueran de orientación peronista da a su vez una pista de los motivos por los cuales los artículos de Posadas nunca fueron bien vistos, o siquiera leídos, por gran parte de la crítica local, de un sesgo predominantemente “gorila”. Pero lo que revelan también es que Posadas no se casaba con nadie (menos siquiera con el “Cine liberación” de Solanas / Getino) y que siempre pareció disfrutar de su oscura fama de francotirador solitario, de esos que en viejas épocas de polémicas y duelos intelectuales no tenía problema alguno en tirarse al barro y sacudir con sus frases envenenadas a quien le pareciera necesario, fueran productores, directores, guionistas, actores o periodistas. Y cuanto más encumbrados, mejor. “¿Uds. creen que es una casualidad que Nilsson filme Martín Fierro y El santo de la espada bajo el Onganiato?”, apostrofa Posadas. “El ‘nacionalismo’ de nuestros gobernantes se canaliza a través de estos bufones de corte que alguna vez tuvieron algo que decir”.
Hay mucho también de cruzado, de mártir incluso en Posadas. La lectura de las más de 300 páginas del libro –organizado cronológicamente por períodos del cine nacional y no necesariamente por la fecha de publicación de los textos- da toda la impresión de un buscado martirologio, como si el autor se hubiera sentido compelido, por una suerte de destino manifiesto, a ver la totalidad del cine argentino, fuera de la calidad que fuera, y obligado a dar cuenta de la experiencia. “El cine argentino es un hábito frente al que no caben los matices: se adquiere o no”, es la primera oración de su autoría que se lee en el libro. Y luego abunda: “Durante toda la década del 50 no vimos –salvo excepciones- más que cine argentino en alguna perdida ciudad de provincia, donde las entradas eran realmente baratas. La sala aquella permanece cerrada hace muchos años y la gente ha huido hacia lo que no es ni siquiera entretenimiento: la televisión (…) Y bien: en aquel lugar comenzó un lento y penoso aprendizaje”.
Claro que a esa confesión Posadas luego le suma -con su llegada a Buenos Aires, a mediados de la década del ’60- una constatación: “¿Quién, por aquella época, en la Facultad de Filosofía y Letras, podía nombrar actores, directores y técnicos argentinos? Ni siquiera la mención de los norteamericanos estaba permitida. Todos esos factores condicionantes nos afianzaron en nuestra posición: algo no marchaba. (…) Lo que equivaldría a decir, más o menos, que Ingmar Bergman no conoce la obra de Victor Sjöström o de casi todos sus compatriotas. O que Federico Fellini no ha visto a Anna Magnani hasta en sus peores films”.
De allí que Posadas se haya lanzado a trazar -él solo, como quien carga con una penitencia- inmensas, caleidoscópicas genealogías de empresas productoras (Argentina Sono Film, Lumiton, Artistas Argentinos Asociados), directores (el “Negro” Ferreyra, Manuel Romero, Leopoldo Torre Nilsson, Fernando Ayala), actrices (Libertad Lamarque, Zully Moreno, Mirtha Legrand) e incluso guionistas, como Homero Manzi y David Viñas. Y nadie sale indemne, a pesar de la inequívoca pasión que el autor deposita en el objeto de su estudio. De la Sono dice que se creó “como si se tratara de una despensa, de una carnicería de barrio”; de Mercedes Carreras que “seguía vistiéndose en Supermercados Canguro”; de Libertad Lamarque que era “la dama del gorgorito”; y de Palito Ortega que “se encargaba de ensalzar a cuanto poste con uniforme andaba por allí” y que su productora Chango “rindió un puntilloso homenaje a quienes se encargaban de la dura tarea del exterminio”.
El filo con el que Posadas sabe ver el contexto social y político del cine argentino es particularmente agudo en un ambiente donde siempre se cuidaron en exceso las formas. De El jefe (1958), dirigida por Fernando Ayala sobre guion de David Viñas, señala que “es el mejor producto cinematográfico realizado contra el peronismo, no sólo por su calidad, sino especialmente porque es posible rastrear a través de él la Unión Democrática del 45, en donde Codovilla y Palacios marchaban del brazo con, digamos, Ricardito Alfonsín, para no mencionar a Victoria Ocampo y esa gentuza”. Y de No habrá más penas ni olvido (1983), de Héctor Olivera sobre la novela de Osvaldo Soriano, que “ofició de trampolín para el alfonsinazo. Se trata de un diamante sociológico bastante bruto que previene a las capas medias sobre el peligro de un nuevo triunfo peronista”.
Hombre del siglo XX, a Posadas en cambio le cuesta más leer el nuevo cine argentino del siglo XXI, al menos en los ensayos reunidos en el libro (habría que revisar sus numerosos artículos en el sitio Leedor.com, donde continúa publicando). En el capítulo “Under the pampas moon, o el cine después del menemismo”, cuyo original fue escrito ahí nomás, en septiembre de 2001, se resiste a reconocer que hay un cambio significativo en marcha a pesar de que tiene palabras de elogio para Mundo grúa de Pablo Trapero, Nueve reinas de Fabián Bielinsky, Dársena Sur de Pablo Reyero y El asadito de Gustavo Postiglione. Dice que “cuatro o cinco películas no conforman una ruptura”, se queja del universo predominantemente masculino de esos títulos, pero ignora olímpicamente a La ciénaga, de Lucrecia Martel, que en febrero de ese mismo 2001 había vuelto de la Berlinale con un importante premio bajo el brazo y que en abril ya se había estrenado en el país con una considerable atención de la crítica e incluso del público, al que Posadas siempre está muy (a veces demasiado) atento. No importa. Como Joe E. Brown le decía a Jack Lemmon en el famoso final de Una Eva y dos Adanes: “Nadie es perfecto”.