“Escuché una terrible descarga cerrada y luego los gritos. La multitud, atrapada por los soldados, trataba de escapar. Los cascos de los caballos golpeaban los guijarros. La sangre enrojecía la nieve. Cayó la noche. La huelga de los obreros de la electricidad dejó la ciudad en penumbra. En las esquinas ardían fogatas. Los heridos eran retirados en camillas; había centenares de muertos.” Estos y otros relatos del pueblo fueron el impulso vital del cine de Sergei Eisenstein. La huelga (1924) es una sinfonía visual de impacto político. Así como el coro alterna entre diálogo y canto para modular la tragedia, Eisenstein usa el montaje de atracciones para alternar escenas de lucha, represión, lujo, miseria, y muerte, creando un pulso colectivo que guía la percepción y el espíritu del pueblo. En La huelga hay un cuerpo obrero que late, que resiste, que es preciso, fuerte, que no se doblega, que se fragmenta y se une en cada plano.

Mijaíl Koltsov, en las páginas de Pravda, lo definió con claridad: “En La huelga encontramos la primera creación revolucionaria de nuestro cine.”

El montaje no consolida: desestabiliza. Cada corte es un látigo visual que atraviesa al espectador y lo obliga a situarse en medio de la acción. Desde los primeros planos, nos sentimos reflejados: seas patrón o seas obrero, todos estamos ahí, atrapados en el mismo torbellino. La película golpea con la fuerza de la muerte, pero su poder verdadero reside en la organización de esa masa obrera viva, que se mueve, lucha y resiste como un cuerpo único. Mientras tanto, la parte maldita de la ciudad goza de su opulencia: fuma habanos, come con exceso, se ríe nerviosamente, cínica, del sacrificio de quienes trabajan y mueren por ellos. En esas horas, San Petersburgo está asediada por el levantamiento; la ciudad respira un aire de terror cotidiano, de inquisición permanente. La policía arresta al azar, los peatones son registrados sin piedad y los pasaportes revisados una y otra vez. Día y noche, los escuadrones de cosacos patrullan, custodian y reprimen con un rigor que no conoce clemencia ni razón. El contraste entre el lujo indiferente y la violencia sobre los cuerpos obreros hace que la película no solo se vea, sino que se sienta: un golpe directo, físico y político, en la que cada escena confirma que el verdadero monstruo es el sistema que alimenta la desigualdad y la opresión.

El 5 de enero de 1905, la bailarina Isadora Duncan interpretaba los Preludios de Chopin, mientras por las calles desfilaban ataúdes negros con los cuerpos de obreros masacrados por reclamar pan y agua. Desde los bajos fondos de cada aldea empobrecida, se gestaba la revolución de Octubre. Ya a finales de 1899, Lenin escribía un artículo titulado “Sobre las huelgas”, donde analizaba los movimientos obreros de su tiempo y respondía a la pregunta: “¿Cuál es el papel de las huelgas?” Según él, estas acciones tenían una influencia moral decisiva sobre los trabajadores, quienes “dejaban de ser esclavos”. Lenin se refería especialmente a las grandes huelgas de los obreros de Petersburgo en 1896.El movimiento comenzó el 23 de mayo en la importante empresa textil de Kalinkin y se expandió rápidamente a todas las fábricas textiles de la ciudad, alcanzando luego a las grandes empresas de construcción de maquinaria, de goma, papelera y azucarera. Por primera vez, el proletariado de Petersburgo se alzó de manera masiva contra sus explotadores: más de 30.000 obreros participaron en estas huelgas, organizadas por la Unión de Lucha por la Emancipación de la Clase Obrera.

El cine nos acerca a la tormenta del mundo. El “espíritu de masa”, buscado y trabajado, produce en el espectador una emotividad decisiva: permite comprender que el manifiesto del director no es un capricho sino una convicción política y estética. Pero Eisenstein no ignora el cinismo de la clase dominante; también lo absorbe, lo registra, lo enfrenta en esos tiempos de hambre y miseria. La huelga es el Octubre del cine. A pesar de la represión, las penurias y los sacrificios, la organización misma de la clase obrera es la primera victoria: la ganancia no está en el resultado inmediato sino en la autoestima, en la solidaridad, en la confianza construida entre compañeros. La lucha no es solo contra un patrón: es contra toda una clase que nunca dejará de explotar. La clase obrera debe atravesar la escuela de la defensa de sus condiciones de vida.

En La huelga se elogia el riesgo de visibilizar una potencia que nunca desaparece: el pueblo organizado que, invencible, enfrenta hasta la brutalidad que lo reprime y mata. La matanza policial se encadena, plano a plano, con la degollina de un buey en el matadero. No es metáfora: es el lenguaje brutal de un sistema que sacrifica cuerpos como si fueran carne sin nombre. Para Girard, esto ocurre porque el orden social se basa en el sacrificio: la matanza de seres vivos purga conflictos e instaura una aparente armonía. La imagen no busca sutileza: busca herir. Y lo logra. Los hechos han alcanzado tal nivel de crudeza que solo queda subir la apuesta, atravesar la realidad hasta llegar a una violencia poética. Una poesía cruel, fulgurante, que nos desorbita cuando vemos niños caer como bolsas de basura al suelo. La huelga nos invita a sentir intensamente: amor, rabia, indignación. La irreverencia es un poder que no se puede rifar ni claudicar. Los otros maestros del cine , Dovzhenko y Ermler, lo dijeron y lo demostraron: La huelga es una fuente. Pero no solo proyecta el cine que vendrá; también mira hacia atrás, hacia la memoria de las luchas y de las imágenes que la alimentaron. Eisenstein entendió que filmar la violencia no era simplemente documentar: era armar un arma.