Desde Barcelona

UNO Son tiempos más bien (más que mal) imperfectos. La ola de calor y el tsunami de incendios. Las guerras interminables. Trump y quienes hacen posible a Trump (y a sus homólogos aquí y allá). Los supuestos buenos de la película que parecen no saber otra cosa que el acusar a los malos de la novela. Más altemperatura y fuego alto. Las corruptelas cada vez más sorprendentes (por su nivel de vulgaridad) de la poca clase política española con sus audios cloacales y sus diplomas y masters y currículums falsos y engordados; porque se sabe que jamás se dio la talla para ese puesto de sueldo más que generoso cortesía de naufragantes arcas públicas y siempre boyante recaudación de impuestos (con la Izquierda y la Derecha españolas ya no ejecutando ese minué alternativo sino condenándose a un pogo sin coreografía clara). La música con auto-tune. Las promesas a incumplir. Las series y films de las plataformas cada vez más indistinguibles unas de otras. Lo Made in Huawei y los aranceles Made in USA y los submarinos atómicos y el aniversario de Hiroshima y la Europa (Im)Potencia y esa campaña genética de jeans aguileños y americanos. Y el ardor fogoso. Y --en lo que hace a Rodríguez-- el edificio donde vive está ahora recubierto por una compleja estructura de andamios digna de Piranesi en tándem con Escher. Y por sus hierros y tablones trepa un pequeño ejército de obreros que parece necesitar como estímulo para poder hacer lo suyo la constante emisión/recepción de reggaetón a un volumen más que voluminoso. Ah, lo único útil de estar inmerso en un océano de imperfecciones es --se (des)consuela Rodríguez-- que esto le acerca a los charcos de sus incontables y tan exitosas fallas personales. Así, convencerse de que todo es un incorregible y digno de ignorar espanto para concentrarse en la posible enmienda y reparación de pequeños y hasta exquisitos desastres en su autorretrato. De ahí que Rodríguez se haya automedicado una de ser posible completa ausencia de periódicos y noticieros y tertulias televisivas (a no ser que suceda algo del tipo caída de Muro o Torres o alza de Virus y niveles de Radiación) para ocuparse de su propias e inmensas cositas. Dedicarse al retoque y restauración de esas pequeñas grietas en el óleo y olé. Lo que tampoco es tarea sencilla y requiere de mano experto y ojo avizor. Lo que no está exento --no confundir la desentendida desidia del imperfecto con la dedicación no admirable pero aun así ejemplar del imperfeccionista-- de resultar en renovado viejo fracaso.

DOS Todo lo anterior --el sucio y tóxico ruido blanco ahí afuera-- ha resultado en la íntima renovación de un ya curtido y derecho revés de Rodríguez. Todo eso tan borroneado y mal escrito a lo que Rodríguez (al menos hasta la llegada de eso cada vez más invisible que alguna vez se conoció como otoño y que ahora, por lo del cambio climático, es más breve parada al costado del camino que estación donde detenerse a reflexionar acerca del viaje) hará todo lo posible para editarlo/cortarlo con la ayuda de nobles textos sin edad a prueba de todo impresentable presente. Lo que, por supuesto, no estará exento de renovadas frustraciones de ya añejas imperfecciones. Así --siempre empezando a no ser terminado, de nuevo-- a Rodríguez se le está haciendo imposible leer mientras relee primeras páginas como por décima vez (la culpa no es del libro sino suya, se entiende, aunque no pueda entender a qué se debe; ha fracasado en tantas oportunidades en el intento y, también, en el intento de averiguar qué es lo que lo hace fracasar a lo largo de las ya décadas) de El Maestro y Margarita de Mikhail Bulgakov. De ahí que pocas veces haya sabido tanto de un libro al que apenas conoce pero le es tan cercano. Porque, de algún modo, en más de una ocasión, de nada nos sentimos más vecinos y más sabedores que de aquello que nos ignora y no nos permite acercarnos.

TRES De ahí, en la biblioteca de Rodríguez (en varias ediciones/traducciones; porque llegó a pensar que era un problema de portada o lenguaje, y lo cierto es que no soporta nada las versiones al inglés de los muy de moda y supuestamente magistrales Larissa Volokhonsky y Richard Pevear) la por siempre próxima pero inalcanzable, como si fuese un espejismo que promete oasis, novela de Bulgakov. De ahí, todo lo que Rodríguez conserva en el cada vez más reblandecido disco de su memoria acerca de la imperfecta trayectoria de Bulgakov y de su imperfecta (por motivos de causa mayor, por perseguida e inconclusa y no del todo ensamblada a partir de múltiples encarnaciones) obra maestra. Así, lo de Mikhail "Los Manuscritos No Arden" Bulgakov y lo de Josef "Supervisor de Ingenieros del Alma Humana" Stalin. Así lo del Gran Perseguidor y otro de los tantos Empequeñecidos Perseguidos. Así, lo de El Maestro y Margarita --contraseña clandestina en vida de su autor-- como post-mortem e inmortal inspiradora del "Sympathy for the Devil" de los Rolling Stones y de The Satanic Verses de Salman Rushdie. Y así esas primeras páginas de las que Rodríguez nunca consigue pasar: ese preludio picaresco y poético-poético (que a Rodríguez le recuerda tanto al anarco-lírico comienzo de El hombre que fue Jueves de G. K. Chesterton), y esa aparición demoníaca, y ese súbito salto hacia atrás con Jesús y Poncio Pilato. Y ahí Rodríguez se detiene sin entender muy bien por qué. ¿Tendrá que ver con --Rodríguez se ha enterado de ello-- la inminente aparición de ese enorme gato parlante que anticipa a los de Haruki Murakami? ¿O, quizás, eso de saberla crítica encriptada --como tantos otros libros de su tiempo-- del sistema soviético? (a Rodríguez siempre le dio un poquito de pereza tal vez porque --en español de España o de Iberoamérica-- ya ha tenido suficiente de simbolismo testimonial ante regímenes autoritarios). ¿O tal vez sea que Rodríguez se considere nabokoviano de pura cepa y exija a toda ficción el que no se rebaje a nada político-denunciante-real? (A propós, en la biblioteca de Rodríguez, a la hora de lo ruso, hay todo Tolstoi, que es Dios, y poco Dostoievski, al que leyó pero del que hoy sólo rescata a Memorias del subsuelo, por preanunciar muchas de las tácticas y poses de la literatura en inglés del siglo XX. Jura por Turguénev pero jamás acabará de entender la genialidad de Chejov o Babel. Y viva Oblomov y Petersburgo. Y para Rodríguez Doctor Zhivago siempre será más de David Lean que de Pasternak. Y ya se prepara, tal vez, para una nueva frustración: Platonov --otro satírico-trágico-- y su Chevengur, al que Rodríguez ha llegado porque su muy admirada Penelope Fitzgerald supo afirmar que uno de sus relatos, "El regreso", era "una de las tres más grandes ficciones del milenio en su lengua").

 

Mientras tanto y hasta entonces, nueva aproximación a ese Moscú delirante de El Maestro y Margarita: Rodríguez encontró nueva edición con prólogo del cada vez más grande Will Self donde afirma que todos aquellos que ven en Bulgakov a un precursor del realismo mágico latinoamericano son tan idiotas como los que atribuyen al Quijote o al Tristram Shandy las raíces de las frondosidades del posmodernismo. Bien por él. Y, ojalá, este verano, mejor para Rodríguez, quien --cada vez que abandona esta novela-- se siente más impiadoso que culpable. Y esa falta de piedad no es para con Bulgakov sino para ese otro yo/él quien es el de su vida como lector. Quién sabe, se dice --mientras ahí afuera, una voz de robot le canta a tetas y a culos con acento caribeño mami-papi-- tal vez, lo mismo uno sea, absolutamente, el absolutismo de uno mismo.