No voy a llorar y decir / que no merezco esto,
porque es probable que lo merezco,
pero no lo quiero, por eso me voy,
Me voy.
Canción de Julieta Venegas.

Querido lector: sabrá usted de mi pasión cinéfila, que tantas veces irrumpe en esta misma columna con alguna escena o alguna película entera que logra transmitir con mayor claridad lo que a mi pobrecita neurona le resulta complicado (a veces, esa función la cumple un chiste, pero bueno, ahí sería más afín al oficio que me permite acceder al pan y a la serie de Nefli de cada día).

Quiere la leyenda que cuando mi madre estaba cursando el embarazo del que vine al mundo, en tiempos en los que las pelis solo se veían en el cine, ella iba a ver una peli tras otra, "porque después, cuando nazca el niño, no voy a tener tiempo para salir". El resultado de tal imperativo categórico fue que, cuando nací, ya me había visto unas 50-60 películas. Supongo que cuando el obstetra dijo "corten", mi mamá no pensó que se trataba del cordón umbilical, sino de una escena felizmente filmada.

Bueno: leyenda, ficción o falacia, "se non è vero è ben trovato", el cine muchas veces se me aparece incluso como posible manera de entender, de interpretar, de elaborar o de sufrir la realidad que me circunda y me circuncida. Pa decirlo en castellano básico: más de una vez una película me saca por un rato de la locura cotidiana y me permite acceder a la cordura fantasiosa. ¿O me van a decir que la realidad que vivimos es más razonable que la película más absurda de ciencia ficción? ¿O me van a decir que algunos de los líderes que nos dirigen son más creíbles que Lex Luthor, El Guasón, Pinky y Cerebro, Pierre Nodoyuna, o el Sr. Mxyztplk (ese que se le aparecía a Súperman y le complicaba la vida hasta que el hombre de acero inoxidable lograba que dijera su nombre al revés)? ¡Sí, milenials, nos divertían esos personajes, porque después dejábamos la revista sobre la mesa y nos íbamos a tomar la leche tranquilos, no como ahora, que tenemos que refugiarnos en las revistas de los archivillanos de la realidad!

Pero bueno, el tema es que esta semana, pensando en los acontecimientos políticos que son de público desconocimiento, se me cruzó por la mente una peli de Luis Buñuel que debo haber visto allá por los 70, pero es de 1962: "El ángel exterminador". Es un clásico, y corresponde al período mexicano Buñuel. Un breve resumen, gentileza de gugl (¡alerta spoilers!): "Después de una cena en la mansión de los Nóbile, los invitados descubren que, por razones inexplicables, no pueden salir del lugar. Al prolongarse la situación durante varios días, la cortesía en el trato deja paso al más primitivo y brutal instinto de supervivencia. Una parábola sobre la descomposición de una clase social encerrada en sí misma".

O sea, quieren salir, pero no pueden ni saben por qué no pueden. Se mueren de hambre, pero no se van; la pasan mal, pero igual se quedan. No hay nada ni nadie que los obligue, ninguna fuerza visible que los retenga, ninguna amenaza, ninguna pandemia, ningún régimen autoritario ni el frío ni el calor ni el "qué dirán" ni el amor ni el odio. Simplemente, llegan a la puerta y se vuelven, impulsados por…, por…, ¡qué sé yo por qué!

Gugl nos dice que se trata de una clase social en descomposición, pero no nos dice cuál: los anfitriones parecen aristocráticos, pero el resto bien podrían ser de clase media alta, media media, media aspiracional o "media muerta de hambre", nueva categoría de la clase media que, creo, aún no ha sido catalogada así por los sociólogos de turno.

Pregunta obligada: ¿por qué no nos vamos de los lugares, personas, vínculos, sistemas donde nos tratan mal, no nos cuidan ni respetan, nos ningunean? Respuesta incómoda: a veces no se puede (la economía, la opresión, la fuerza, el no dejar solas a personas que queremos pueden frenarnos), pero otras veces, muchas, elegimos quedarnos por comodidad. Porque "no seré feliz pero tengo marido"; porque "¿qué querés, que me quede solo/a?"; porque "va a cambiar"; porque "conmigo es diferente"; porque "me prometió que esta vez se va a ocupar de ayudarme"; porque "hace veinte años, un día, estuvo bien conmigo"; porque "los/las demás son peores"; o –perdónenme, pero esta es la reina de las falacias–: por el "qué dirán", "por no perder la aceptación social, el "like", la foto, el "reconocimiento presente; o peor: futuro", que suele ser la zanahoria que te ponen delante para que sigas "disfrutando" el maltrato.

"¿Mamá, cuándo nos vamos?", se preguntaba Balá. "Mamma mia, let me go", cantaba Freddy Mercury.

En estos tiempos me sobrevuela una frase propia, que cada vez que la digo provoca risas, algunas veces incómodas: "Me asombra la gran cantidad de gente que hace cosas inexplicables para no quedar afuera de lugares que no existen".

Se podría resumir como "casi nadie quiere renunciar a lo que en verdad no tiene"; o "pertenecer tiene sus privilegios" (aunque sean imaginarios y costosísimos).

Me acuerdo ahora de un chiste que hicimos hace dos años con Daniel Paz , poco antes del balotaje 2023. Un muchacho le decía a otro: "No tengo aguinaldo ni vacaciones ni obra social, pero como estoy a favor de la igualdad de derechos, lo voy a votar a Milei". Y el otro: "¡Pero Milei no te va a dar esos derechos!". Y el primero, muy tranqui: "No, pero te los va a quitar a vos".

Así estamos. Así, ¿estamos?

Ya que hablamos de películas de antes, sugiero al lector acompañar esta columna con un video “ de antes”. Se llama “amor y mercado”, y es un pequeño monólogo que hice allá por 2016, en plenos tiempois del Sumo Macríifice.