Hace un par de meses hice una encuesta casera entre estudiantes de primer año de la facultad. Les pregunté si creían que el planeta se acababa y sobrevendría el exterminio de la raza humana, y en cuanto tiempo estimaban que ello podría ocurrir. También si consideraban que había sobrepoblación mundial y si era conveniente reducirla. Se imaginan las respuestas mayoritarias.
Es fácil constatar que a muy pocos movilizan ya las historias de ciencia-ficción que posibilitaban desarrollos futuros gracias al progreso humano. Por el contrario, predominan las series y películas de “desastre-ficción” que incluyen distopías y pavorosos holocaustos de los más variados. De alguna manera, se verifica la famosa frase de Frederic Jameson acerca de que “es más fácil imaginar el fin del mundo que el del capitalismo”. A su vez, las propuestas malthusianas están a la orden del día. Ciertas lógicas del exterminio suelen colarse en los discursos cuando algunos manifiestan su inconfesable deseo a boca de jarro, abonando los terrenos de la necropolítica. Y yendo a lo más conservador -o a lo revolucionario-, entre los veinteañeros cunde la idea de no tener hijos, en la línea de la deserción que propone el filósofo italiano Bifo Berardi.
El no futuro se ha hecho carne, porque el mundo se acaba o porque no se podrá vivir razonablemente bien, y entonces “carpe diem a full”, no proyectemos nada porque no quedará nadie con vida en breve. Ese parece ser el imaginario que predomina.
En política es bastante clara la tendencia que se desprende de lo anterior. Del desmantelamiento del Estado de Bienestar de hace unas décadas pasando luego por el agotamiento del Estado-Nación, llegamos hoy en día a las iniciativas directas de destrucción del Estado como entidad de regulación social. Se cae el “imperio de la ley”, como señala el sociólogo Enrique Andriotti Romanin, también decano de la Facultad de Humanidades de la UNMDP. En otras palabras, vamos en un claro y explícito rumbo de disgregación o de anomia, agravado porque la mayor parte de nuestras sociedades no creen en la potencia de lo colectivo, como suele expresarse electoralmente en los últimos años, mucho más desde la pandemia para acá.
Desde este punto de vista, se produce el declive de las fuerzas progresistas, de izquierda o con propuestas igualitaristas, sus ideas no prenden como antes. Y el crecimiento de las derechas variopintas, más que producirse por los errores del progresismo, se presenta como una opción que cristaliza la tendencia. En nuestra Patria, no deja de ser un tanto injusto culpar de todo a Alberto Fernández, ya que aunque haya evidenciado debilidad y claudicación, el devenir político podría no haber conducido automáticamente a una variante de ultraderecha desquiciada y delirante si no hubiera un clima propicio en el mundo occidental. Demasiado castigo para tan poca culpa.
Pareciera que las mayorías no quieren aportar a una regulación ordenada que tienda a un futuro vivible en el marco de un formato colectivo. Hay otro imaginario que opera sobre las decisiones electorales, que incluye cuestiones inconscientes, que vienen de más adentro que una simple lectura acerca de Vicentín y otras iniciativas fallidas. De una vez por todas deberemos entender lo que implica la “batalla cultural”, que debiera ser precisada en torno a la producción de nuevas subjetividades y a la dinámica de disputa de imaginarios sociales contrapuestos.
Habría que agregar que complementariamente, los actuales dispositivos de poder -ya no atados al Estado-, logran proveer grajeas de goce. Y nadie parece estar dispuesto a perder lo poquito de placer que obtiene por un reparto mayor en un futuro que creen que no llegará. Por ello, no tiene sentido hacer sacrificios personales o en aras de lo colectivo, que siempre implican cierta restricción al goce propio. Además, circula un deseo mortífero, que se instala en forma temprana, que es claramente funcional a los nuevos dueños del poder capitalista.
A esta altura, hay que decir se trata de un engaño, el planeta no se acabará, se trata de otra utopía más, aunque probablemente de signo contrario a las que hemos estado acostumbrados durante el siglo XX. No deja de ser llamativo que ante las plausibles amenazas de devastación nuclear durante los años '70, se hayan desarrollado proyectos de emancipación. Hoy en día, con menos amenazas -aunque haya más bombas- cunde la idea de la “no política”. A las actuales mayorías, parece resultarles tranquilizador o cómodo proyectar un futuro más semejante a The Walking Dead o The Last of Us -aunque nadie haya visto jamás a un zombie o algo parecido- que imaginar una esperanza que bien podríamos poner en marcha.
Lo cierto es que los imaginarios hoy tienen mayor pregnancia que lo material y lo “objetivo”. Quizás siempre haya sido así -qué otra cosa han significado sino las religiones-. Constatamos relativamente sorprendidos que lo simbólico -creencias y fantasías- priman sobre lo económico y lo material; y que los valores que degradan el lazo social tienen más fuerza que aquellos que permitirían que “reine en el pueblo el amor y la igualdad”. Chocolate por la noticia, las mayorías actuales parecen desear la desigualación. La cultura retrocede, cada día cuesta más tolerar la esperable cuota de malestar que ella nos trae, y aunque en algún momento nos salga muy caro, preferimos entregarnos al puro placer inmediato aunque sea provisorio.
A veces por un acto reflejo que viene de otras épocas como un fantasma del pasado, algunos sectores de la sociedad accionan -generalmente mediante el voto- y toman algunas iniciativas igualitaristas, pero al poco tiempo todo vuelve a su cauce, porque eso trae demasiados problemas e implica bastante esfuerzo. La salvación, -en la que se cree muy poco y por un lapso demasiado breve-, solo es pensada en forma individual, aunque El eternauta propugne lo contrario.
Los viejos jubilados parecen ser los únicos que sostienen la llama de la esperanza. Quizás, porque no solo vivieron otras épocas, sino porque saben que todo pasará, aunque ellos no lleguen a disfrutar lo que sobrevenga. Tienen mejor incorporada la variable tiempo, y con ella la noción de legado. No deja de ser paradójico que quienes menos futuro tienen, aún crean en él.
¿Se configurará el crimen perfecto, como señala Jorge Alemán? ¿Alguien denunciará el deceso o tratarán de ocultar el cadáver? ¿O pretenderán que los muertos se declaren culpables de su propio asesinato -no un simple suicidio-, dejando impunes a sus autores intelectuales y materiales?
La humanidad ya ha sorteado otras crisis profundas y sabemos que podría distribuir mejor los recursos para evitar las hambrunas y proveer de agua potable a todo el planeta. Pero las mayorías no lo consideran conveniente, de algún lado salen los votos a Trump, Milei o Meloni. Es que hay un formidable aparato de dominación como quizás nunca se haya vivenciado, la Matrix funciona de maravillas. Quizás algún día haya miles y miles de Neos que elijan la pastilla roja eligiendo salir de la simulación virtual y despierten a la horrorosa realidad, condición necesaria para transformarla, pero que no será suficiente.
A esta altura los lectores se preguntarán cómo se hace para salir de este berenjenal. Se me ocurre que será entre otros y con otros, indefectiblemente. Pero en principio, a casi todos nos cuesta sostener lo presencial con nuestros propios cuerpos afectados, tal como lo hacíamos antes de la pandemia. Hay algo no restablecido al punto inicial antes del encierro, una elaboración no finalizada, o peor aún un aprendizaje social instalado de que no es bueno juntarse con otros. El desvínculo gana por goleada, son unos cuantos quienes rehúyen el mate cebado compartido. Por lo tanto, lo más honesto seria decir que no conozco la salida.
Por ahora, sólo apelaré a mi madre y a Silvio Rodríguez. Ella postulaba que: “siempre que llovió, paró”. Y el juglar cubano alguna vez cantó: “yo me muero como viví”.