La práctica de fingir demencia no es solo un gesto cotidiano de existencia, sino también una pasión por la ignorancia con efectos profundos sobre la subjetividad. Entre la defensa psíquica necesaria y la repetición mortífera que niega la responsabilidad, se juega hoy buena parte de nuestra salud mental y social, en un contexto donde la medicalización y la mercantilización refuerzan esta lógica del “no querer saber”.
Situar en un breve recorrido escrito la práctica de la pasión por la ignorancia, con su nombre común, fingir demencia, es un desafío complejo, dado que es una praxis cotidiana y universalmente humana, con consecuencias significativas para el psiquismo y la vida cotidiana.
Destacaremos la importancia de esta pasión en sus dos caras: la deseada y la inmunda. La última se encuentra emparentada con la repetición y la pulsión de muerte.
Es una elección consciente o inconsciente que no nos exime de responsabilidad. Sus consecuencias son claramente verificables en la clínica, tanto en lo singular como en lo colectivo.
La primera posición, la deseada, está ligada a defender nuestro psiquismo y protegernos de la creencia de que podemos saberlo todo y sostener, permanentemente, la verdad y el dolor de existir. Esto produce efectos de velamiento psíquico. Nos quemamos. Hay que dosificar la realidad actual, dosificar el malestar de la época que nos toca vivir. Pero dosificar no significa negarlo de manera permanente.
La segunda posición está ligada a una práctica compleja y también cotidiana, como la medicalización de la vida cotidiana. Comercialmente exitosa, pero éticamente reprochable por las consecuencias que genera sobre el sujeto. Y que quede claro: no estamos en contra del acto de medicar --tan necesario en momentos agudos o con pacientes con psicosis--, sino de que la medicación se convierta en la primera y última elección, dejando por fuera la escucha y la palabra.
Se construyen síntomas y manuales para ejercer esta práctica cuestionada, como los manuales DSM, impuestos por la Asociación de Psiquiatría Norteamericana, que excluyen la singularidad y la responsabilidad subjetiva. Barren con el sujeto y generan un “para todos”, un universal en el que la singularidad desaparece, favoreciendo la medicalización de la vida cotidiana al extremo, patologizando a los pacientes de manera abusiva y regresando al mismo esquema médico de fines del XIX, donde toda enfermedad era considerada orgánica. Allí podemos ubicar a las llamadas “neurociencias”, la psicología médica u orgánica y los tests sostenidos, al extremo, en estadísticas generalistas.
En este campo hago una reflexión: un llamado de atención sobre el abuso en el diagnóstico de autismo y de su espectro. Eso constituye un abuso y una mala praxis. Tengamos en cuenta las consecuencias de este diagnóstico abusivo para el paciente: estigmatización, segregación y efectos irreparables en su vida social y laboral. Hoy, según esta práctica, “somos todos autistas”.
Me pregunto cómo se puede sostener esta ideología clínica en el campo de la salud mental actual, si es imposible que un celular funcione sin su software, que, en sentido analógico, podemos comparar con la mentalidad. En el mundo actual, la preocupación de quienes producen IA y robots no es solo el aspecto orgánico, el hardware, sino también el psíquico, el software. Cómo desarrollar una mentalidad, cómo desarrollar un aparato psíquico contundente, creativo e independiente.
El parentesco con la repetición es simple y contundente: si negamos saber, no podremos modificar lo que nos sucede, lo que nos hace padecer. Uno de los primeros actos clínicos del paciente es responsabilizarse de su acontecer. La posición del que quiere saber es la de quien sostiene esa pequeña verdad que le permitirá rectificar sus síntomas y fantasmas, para poder salir de la encerrona repetitiva y neurótica que lo hace sufrir en más.
Situaremos dos ejemplos básicos: uno del orden de lo singular y otro del orden de lo colectivo, para sostener lo expuesto hasta ahora.
Tomemos el “ataque de pánico”, situado en los manuales DSM. Es literalmente un plagio a Sigmund Freud, que a fines del siglo XIX lo describe como “crisis de angustia”. Pero cuidado: no es lo mismo nombrarlo de una manera que de otra.
Si lo situamos como Freud, “crisis de angustia”, estamos en el orden de la responsabilidad subjetiva: tengo una crisis de angustia, lo cual implica que algo me pasa.
Si lo situamos como en los manuales de la psiquiatría norteamericana, “ataque de pánico”, entramos en el orden de la desresponsabilidad subjetiva y de lo orgánico: me ataco... un pánico” como si fuera algo externo al sujeto. Esto favorece la medicalización de la vida cotidiana y la mercantilización de la salud mental.
En lo colectivo, podemos tomar un ejemplo local: el decir “este país”, verificable tanto en la clínica del consultorio u hospital como en el discurso cotidiano y colectivo. Su contraparte sería “nuestro país”. En el primero se sitúa claramente la desresponsabilidad subjetiva: “en este país siempre es lo mismo, siempre el mismo endeudamiento, siempre la misma crisis económica”. Vemos que se trata de una práctica sostenida en la pasión por la ignorancia, donde el sujeto nada hizo ni tiene que ver, “fingiendo demencia”.
El problema es que esta práctica de no querer saber sobre lo que decidimos y hacemos verdaderamente nos demencia y nos vuelve más fáciles de colonizar subjetivamente, votando a quienes trabajan en contra de nuestros propios intereses. Los actos tienen consecuencias, hoy más que nunca verificables en la administración actual. Que fue votada por un número importante de la llamada clase baja y media, jubilados, trabajadores del INTI, INTA, del Conicet y de los hospitales públicos. Con consecuencias nefastas para ellos y para nosotros, donde el dolor de existir se vuelve insoportable, produciendo angustia, desazón, tristeza y melancolía.
Entonces, no se trata de que saber sea una obligación moral: es, simplemente, una elección ética. Implicarnos nos permite liberarnos de la repetición, del “siempre lo mismo” y de culpar al otro por todo lo que nos sucede o elegimos.
Apostemos a la implicación subjetiva, a la palabra, a la escucha. Simplemente porque no hay salud mental posible si sostenemos el fingir demencia como estética de vida.
Gustavo Fernando Bertran es psicoanalista y licenciado en Ciencias de la Psicología (UBA).