El nombramiento lo exacerbó. Ya tenía ínfulas siendo soldado raso. De modo que, cuando se publicó en el boletín oficial lo que se había tejido entre tardes de café y noches de whisky, sintió que ahora sí, por fin, demostraría de qué madera estaba hecho: la madera de los que siempre ganan.

Caja chica sin más burocracia que una planilla genérica. Secretaria y chofer. Un séquito de obsecuentes a disposición. Billetera electrónica abultada a fin de mes. Puertas que se abren cuando ayer se cerraban. sonrisas generosas con todos los dientes que antes no se dejaban ver. Dudas trocadas por elogios. Arribistas. Minitas. Y los amigos del campeón.

El nuevo Contralor General de la Nación pasó a habitar el poder y sus atribuciones con la cotidianeidad de quien se consideraba un predestinado. No por el mérito de sus calificaciones académicas, aunque sí por el buen ojo para elegir las relaciones. Un buen club de rugby en zona norte, al que accedió mordiendo el polvo de más de una humillación, fue la alfombra de la antesala de su notoriedad. Su labia y su pinta hicieron el resto.

Su trayectoria en la Administración transitaba la llanura de la mediocridad. Su único título de grado lo habían ubicado en un escalafón de medianía que le granjeaba alguna tranquilidad a fin de mes, pero ninguna aventura. Al contrario, se llevaba mal con casi todos sus compañeros porque lo tenían como engreído y tenían razón. Ni se calentaba por disimular su desprecio. Venía necesitando litros de adrenalina para no perecer en la insignificancia. La merca ya no le alcanzaba. Allí, en ese bache, alumbró la idea que había permanecido en estado de latencia. El club.

Estudió el deporte del balón ovoide con más fruición que todas las materias de su discreta carrera universitaria. Había un motivo de peso. El único compañero de oficina con el que se relacionaba, era socio del club. Su objetivo. Luego, al momento de avanzar en su cortejo conocía reglas, formaciones, resultados, estrategias, alianzas, rivalidades, rumores, escudos, nombres, sobrenombres, colores y leyendas de la historia del rugby nacional y mundial. Fue soltando la información de a poco, dejándose adivinar primero, mostrando una primera carta después. Pura seducción como la que se le daba con naturalidad en otros rubros.

Y entró. Al cabo de algunos meses, su señuelo (y un amigo de este) lo presentó y la comisión directiva aprobó el ingreso por unanimidad. La galantería para dejar ver sus conocimientos le allanaron el camino. Se hizo popular en el club, aún sin practicar el deporte.

En el club siempre convivieron cortesanos y advenedizos distinguidos. Ambos bandos siempre caían bien parados, con todos los gobiernos. Para jugar en las grandes ligas, y no solo emitir lisonjas, era cuestión de separar la paja del trigo y esperar. Estar listo y aguardar el momento. Porque él sabía, estaba persuadido, que le iba a llegar.

Cuando le notificaron la designación, se hizo llevar por la administrativa de siempre hasta su flamante oficina como si desconociera su ubicación. Le ordenó que recogieran sus petates de su escritorio y se los llevaran inmediatamente. No le importaba, en esa primera etapa, mostrar empatía, sino autoridad. Había alguien que estaba arriba (él) y muchos que estaban abajo (todos los que nunca soportó).

Impartió órdenes. Viajó por todo el país. Madrugó y (sobre todo) anocheció en la oficina. Porque en estos menesteres, el bacalao sigue cortándose después de las 19 horas cuando todos los agentes normales (sus compañeros antes, sus subordinados ahora) ya tomaron el mate con sus queridos y se disponen a cenar en la tranquilidad de sus hogares y, fuera de los edificios del centro, solo se escucha al viento.

Su desempeño se caracterizó por los recortes. Claro, no en su círculo directo de beneficios asociados a la función. Los atributos son de nosotros, los ajustes son ajenos. Se dedicó a achicar áreas, reducir gastos y cesantear personal. Cortó el diálogo con el sindicato. Ni siquiera atendía a los delegados de base que habían sido sus compañeros. Ejerció el poder bajo el paraguas del clima de época. Fue el contexto el que marcó el rumbo. Él solo tuvo que navegar en el cenit de la marea.

Creyó que ya no era necesaria la seducción. Ahora aplicaba la prepotencia. Su influencia fue creciendo en el gobierno, más allá de sus funciones específicas. A fuerza de hacer lo que había que hacer y difundirlo acordemente. Su olfato que hasta ahora venía invicto lo fue llevando a optar acertadamente cuando las pujas de poder lo obligaban por un bando. Todo parecía indicar que su carrera ascendente no tenía techo. Se empezó a dar el lujo de no atender al secretario. Ahora reportaba directamente con el ministro y con el presidente.

La prensa amiga empezó a rondarlo. Prefirió el off, al principio. Con discreción. Más tarde, con desenfreno. Hasta que tuvo que empezar a dar la cara porque su figura empezaba a hacerse mítica y sentía que debía refrendar su potencia. Si los medios elogiaban su sombra más se maravillarían con sus aptitudes para el encuentro, facha probada y oratoria destacada.

Y la cagó. Porque las dos o tres personas de poder que se hallaban por encima suyo comenzaron a sentirse amenazados. Y le llovieron los carpetazos. Corruptelas menores primero. Violencia de género después. Fue hallando explicación para todo y portavoces con ganas (o sobres) dispuestos a canalizar las justificaciones.

Aprendió la lección y bajó el perfil. Por un tiempo. Pero venía cebado y no se aguantó. Volvió al ruedo y su estrella acabó quedándose sin fuego y con una fila de enemigos dispuestos a cobrarse todas las cuentas. Empezando por sus colaboradores directos, víctimas de su pedantería, sino de su maltrato directo.

Cuando salió de un acto de gestión en Villa Gobernador Gálvez y leyó el whatsapp comprendió que se había terminado. La bronca fue lo primero que apareció. El desprecio vino después. Fatalmente, sintió que lo asaltaba cierto alivio. Después de tanto quilombo necesitaba bajar un poco. No se imaginaba todavía la crueldad del despoder. Venía en ese tren de reflexión cuando salió a la calle y vio que su auto no estaba.

Su chofer se había enterado por radio y no aguardó indicaciones. No tuvo dudas. Aceleró hacia el centro y se perdió.