Todo era oscuridad frente al aserradero. En la esquina más cercana una escuálida lamparita luchaba por brillar. Sobre nosotros -a tres cuadras de La Paloma- cruzaba en diagonal un cable con el foco roto. La noche nos había atrapado casi por sorpresa, y fue ahí, que librada al peso muerto de su cuerpo, se dejó caer desprolija en una calle rota y poseada por lluvia y pobreza. Ahí, Jime gritó. Gritó puteando al cielo. Su garganta parecía desgarrarse. Puteaba con fuerza. Con ganas. Se escuchaba el zumbido de los mosquitos sobre ella. Puteaba con inocencia, con rencor, quizás remordimiento. Ocultaba dentro de la remera el crucifijo de chaguar que llevaba colgado del cuello. Yo, único testigo de la duda y la rabia, esperaba. Poco a poco se fue calmando. Más por cansancio que por convicción.
El viaje había sido largo. Incomodo. Diecisiete personas en una tráfic compacta y de asientos duros que no se reclinaban. Cinco eran de San Pedro y usaban la misma remera. Una remera blanca que en la parte delantera, sobre el corazón, en letras negras, rígidas y chicas, decía: Iglesia Pastoral Arturo Gomendio. En la parte de atrás: rodeando la estampa de una mano, a palma abierta, extendiéndose hacia abajo, la frase en letras rojas: Confía en mí. Si te caes, te levanto.
Jime llevaba puesta, con soberbia, una de las remeras, y a pesar de que el resto de nosotros no creíamos en Dios o en la religión, supimos complementarnos con el grupo pastoral.
Pompeya nos recibió cálidamente. Calurosamente. Transpiraba de estar parado a la sombra del algarrobo. La sed era constante, el agua no. A pesar de una breve lluvia y algunos charcos, sentíamos el calor en las suelas de las zapatillas.
El sol arremetía con fuerza en La Paloma sin importar el desnutrido lago que había a unos cincuenta metros. Tenían cuatro flácidas paredes y un techo de chapa por escuela. Un rectángulo más chico que un mono ambiente de ciudad. Dónde entraban, como podían, cincuenta chicos y chicas de distintas edades. Algunos con zapatillas. Otras con mochilas. Otros con hambre. Algunas con la piel seca, curtida, rajada, como el suelo de La Paloma.
Llegábamos en caravana. Los payasos íbamos primeros. Segundo el grupito de las remeras blancas, y por último la tráfic cargando la merienda, juegos y algunos libros para dejar en la escuela. Las profes agarraron todo. Separaron por compromiso una biblia y tiraron al tacho de basura Billiken y Anteojitos de colección que traían a Sarmiento, Colón y Roca.
Junto a los chicos y chicas terminábamos la merienda a la sombra de un quebracho colorado. Aldana rompía el sorbete del jugo dejándolo como una flor. Julieta escondía los papelitos de caramelos tirados en el suelo adentro de un paquete vacío de magdalenas. Camila se sentó a upa de Jime, que tenía los pies en canastita.
Con la espalda apoyada en una raíz que formaba un arcoíris algo chueco, sentados cómodos entre la tierra, estábamos Sebastián y yo. Nos reíamos. Nos pellizcábamos. Nos hacíamos cosquillas. Ellas nos contaban cómo les iba en la escuela. Seba nos decía del perro de un amigo que mordió a una gallina y un chivito salió a defenderla.
Jime narraba el largo viaje que habíamos hecho y de dónde veníamos. Yo hablaba de la hermosa tarde que habíamos pasado. Ellas nos contaban que a Valentina le gustaba Gabriel, pero que Gabriel gustaba de Clara, y en medio de chimentos y sorbos de jugo pasó volando entre nosotros una vaquita de san antonio.
Les pregunto si sabían que a las vaquitas se les puede pedir un deseo, y de a uno, salvo Camila y Aldana que respondieron a la vez, porque todo lo hacían juntas, dijeron que no. Jime les preguntó qué desearían pedirle a la vaquita. Cami fue la primera que se animó a contestar: "yo desearía conocer a Papá Noel. Acá nunca llega". Enmudecimos.
"Yo desearía conocer a mí papá", siguió Aldana. Buscaba encontrar con mi mirada los ojos cómplices de Jime para confirmar lo que estábamos escuchando. Ella solo miraba el suelo. Siguió Julieta: "yo desearía tener comida todos los días. Para mí, para mi familia, para todos en la escuela y para las profes también".
Y acercándose a nosotros, reclinado hacia adelante, en voz baja, como sintiendo vergüenza de su deseo, en un tono de culpa y dolor, Seba dice: "yo desearía que me abracen cada mañana". Por puro reflejo lo abracé. Entre palabras de consuelo y algunos “te quiero” las chicas lo abrazaron. Y última, por inercia, mordiéndose el labio inferior, Jime lo abrazó.
Acompañamos a cada uno hasta la casa. Cami fue la última. El padre me mostraba animales tallados en Palo Santo que él mismo había hecho, y Cami le regalaba a Jime un crucifijo de chaguar, con semillas de árboles y de barro, diciéndole que siempre iba a ser su mejor amiga.
Guardaba en mi mochila una horqueta de Palo Santo que me regaló el padre de Cami mientras ella le pedía a Jime que no se fuera. Que por favor no se fuera. Que se quedara a vivir con ella. Que la mamá iba a querer y que sino la iba a extrañar. Que no se fuera. O que por favor volviera, cuanto antes, porque cuando estaban solas la mamá le pegaba, y le pegaba mucho, le dolía, y que Jime era buena y la iba a cuidar.
El sol empezaba a ocultarse poco a poco detrás de los árboles. Jime caminaba adelante. En silencio. Rígida. Volvíamos en nuestros pasos para no olvidarnos el camino al albergue. Al pasar La Paloma la escuché murmurar. Siguió adelante como si atrás no quedara nada. Como intentando escapar de la noche. Sus piernas se desplomaron frente al aserradero. No pudieron más.
Con esfuerzo llegaron hasta ahí, y ahí, quebró en llanto. Puteaba y golpeaba la tierra. Lloraba y buscaba culpables. Me buscó con la mirada. Encontró el cielo. La noche. Sin estrellas. Escondió dentro de la remera el crucifijo de chaguar que llevaba colgado del cuello. Respiró hondo. "Si existe, ¿dónde está?", preguntó casi sin separar los labios. La pregunta no era para mí. O sí. No lo sabía. Sabía que ella no esperaba una respuesta en ese momento. Que masticaba bronca, vencida, porque yo estaba ahí. Porque había presenciado todo. Todo. Se había desnudado frente a mí. Titubeó.
Había escuchado más de lo que ella esperaba, y ahora estaba desnuda. Me miraba. Ahora sí me miraba. Buscaba en mí palabras que la reconfortaran. Lo sabía porque miraba mis labios. Esperaba que le dijera que todo iba a salir bien. Que se ponga de pie, que sea fuerte, que sí existía y que iba a ayudar a Camila, a Seba, y a todos en la escuela. Que sí existía. Pero no. No le dije nada.
La acompañé en silencio hasta que el llanto se detuvo. Por cansancio.