“Diecinueve años están bien, casi veinte, el infierno que yo viví”.
Estas son algunas de las palabras que dijo Julieta Prandi después de oír el veredicto pronunciado por el Tribunal nº2 de Campana contra su ex pareja Claudio Contardi. Diecinueve años de prisión con ejecución inmediata a razón de los abusos sexuales sufridos en el marco de una relación signada por la violencia. Una violencia multiplicada en diversas formas.
“Yo siento que hoy empiezo a vivir”, dijo también en aquel momento, y apuntó contra la maquinaria judicial: no puede ser un infierno tener que hacer una denuncia, tener que demostrar todo lo que uno vivió y tener que someterse a un montón de pruebas o de pericias. Pero también, con veredicto en mano, destacó lo ejemplar de la condena.
¿Contradicciones? ¿El aparato judicial es terrible y al mismo tiempo genial? Depende del punto de vista. Nada es del todo blanco o del todo negro. Cuando hay personas, cuando lo que se dirime son vínculos y quienes lo hacen también transitan sus propios vínculos, lo que abundan son los matices. Como en toda relación sexo-afectiva, hay fisuras, fragmentos, momentos malos y buenos.
Julieta Prandi es una figura pública, su vida tiene registros y esos registros reverdecen cuando la intimidad de su historia queda desnuda. Pero lo que le ocurre y ocurrió es lo que sucede a un sinnúmero de personas ignotas, por eso sirve para pensar en esas otras vidas, en esas biografías desconocidas.
Ahora que se conocen los fundamentos de la sentencia -siempre el veredicto antecede a los argumentos, es raro, pero es así-, parece posible detenerse en algunas otras cosas.
La víctima impoluta
Prandi relata la agonía de una relación tortuosa, lo hace desde un presente al que no se llega de un momento a otro. Como contrapunto, aparecen videos del pasado, mensajes amorosos del agresor, discursos románticos; ambos con los ojos iluminados por ese brillo que enciende el amor. Luego, otra vez la narrativa de la tortura. Al rato, otro recuerdo de los abrazos.
Bascular entre uno y otro extremo sin complejizar lo que ocurre en ese vaivén, cimenta solo dos versiones posibles de la víctima. O miente, o era sumamente frágil. Si miente no es víctima, si lo que se impone es la fragilidad esa condición debe acompañarla en el recuerdo, en cada instancia de su narrativa, en cada pasaje de su vida. La línea que separa es delgada, un pequeño movimiento en falso será suficiente para no creerle, poner en duda su versión. La víctima lo sabe y entonces, aprende a comportarse.
Lo dice Belén López Peiró en Donde no hago pie (Lumen, 2021), novela no ficcional en la que relata la experiencia atravesada durante el juicio contra su tío político Claudio Sarlo, ex comisario de la provincia de Buenos Aires, por el que fue sexualmente abusada durante casi toda su adolescencia. Belén está por entrar a la sala en donde se realiza el juicio, el abogado le aconseja cómo presentarse ante el Tribunal. “Cuando entre a la sala tengo que llevar ropa clara, si es posible una remera rosa o celeste bebé, que no sea escotada (…) hablar tranquila, pausada, con el volumen disminuido (…) tengo que llorar si es necesario, tengo que ser respetuosa con el juez, correcta en mis respuestas, precisa en las fechas, firme en mis negaciones, indulgente con mi abusador, simpática con el jurado; no tengo que enojarme cuando el abogado me diga por qué no hablé antes, cuando diga que fabulo”.
Gestos, vestimenta, semblante, colores, lágrimas, subordinación. La víctima creíble debe ser una mujer rota y disminuida, una que no dispute sentido al poder, sino que se le someta, para pedirle, a ese mismo poder, que la certifique como tal.
En El enigma sexual de la violación (Biblos, 1997) Inés Hercovich alude al relato en bloque, una manera de narrar que el aparato judicial exige a las víctimas de agresiones sexuales a cambio de credibilidad. La autora coloca la incógnita en lo sexual a partir de la narrativa de un sinnúmero de mujeres violadas. No todas pueden decir que siempre la pasaron mal, no todas pueden afirmar que jamás hubo un buen momento, sin embargo, eso no las vuelve menos víctimas. Un “sí” puede ser un “no”, las palabras son a las circunstancias lo que las personas son a su tiempo. Que una víctima de violencia sexual no pueda contar su experiencia ante las agencias del Estado con los verdaderos matices de cada historia, refunda la violencia inicial. El atacante reaparece rápido en quienes representan, de uno u otro modo, a ese Estado.
Prandi habla del infierno que supone el sometimiento al proceso penal. Aquella batería de pruebas a las que debió sujetarse para ser escuchada y entendida. No es la única, claro, quizá por eso cuando lo dice su primera persona se vuelve plural. Pero tal vez el problema no pase por ahí. El conflicto judicial reconstruye un escenario pasado, regresa sobre las huellas de lo transitado, necesita rearmar un tramo desconocido. Para hacerlo acude a las partes, multiplica por el número de partes la cantidad de testigos, hurga en la psique, rediseña el espacio antes compartido, explora detalles, desnuda intimidades. Se necesitan pruebas para condenar, incluso más sólidas que para absolver. Mientras la duda alcanza para una absolución una condena exige certezas.
Llegar a la certeza puede ser duro y difícil, más para quien observa su biografía expuesta sobre la mesa de operaciones. Pero condenar no es un asunto liviano.
Si esto es ineludible, y en eso estaremos más o menos de acuerdo todas, entonces el problema no está en las formas sino en los modos.
Injusticia epistémica
Fue Miranda Fricker, una filósofa feminista inglesa, quien fundó el concepto de injusticia epistémica para referirse a personas o grupos de personas que resultan excluidas de la producción del conocimiento en función de su raza, orientación sexual, identidad de género, edad, status social, y cualquier otra condición de vulnerabilidad.
Para Fricker el borramiento de estas personas de la producción y validación del conocimiento es un acto injusto que por su mismo ímpetu discriminatorio nos acerca siempre a una versión acotada del mundo. No saber escuchar es cerrarse a la posibilidad de conocer mejor.
La injusticia epistémica es testimonial cuando ante la falta de reconocimiento de la autoridad epistémica de ciertas personas, esas personas; sujetas hablantes, se ven negativamente afectadas en su credibilidad. El ejemplo que Fricker y otras tantas feministas utilizan para reflejarlo es el del testimonio que brindan ante las agencias del aparato judicial las mujeres víctimas de abuso sexual. Sus versiones son cuestionadas cuando no se ajustan a determinados estereotipos de género.
Fricker acude a una noción filosófica para ponerle nombre a lo que sucede en el cotidiano, pero la potencia y utilidad de la noción tiene mayor alcance. Lo que esa manera de nombrar las cosas está diciendo es que más allá del pronunciamiento judicial, incluso cuando a la víctima le resulte satisfactorio, la injusticia puede configurarse igual.
El despliegue silenciosamente impuesto a quien no es considerada una narradora válida, esa exigencia velada para ser escuchada, refuerza la injusticia epistémica, convierte al testimonio en una herramienta dúctil que valdrá mucho, poco, o nada, no en función de lo narrado sino a partir de cómo lo hace quien narra.
El quehacer judicial administra frente a esto la premisa de “persona estándar”. Hay una mujer estándar, hay una mujer víctima estándar, hay una mujer víctima de abuso sexual estándar. Son varias las capas de estandarización que hay que superar para ser validada.
Por eso la pregunta por los modos tiene sentido.
Reconocerlo no implica torcer el proceso o generar, como suele decirse por ahí, una suerte de amplitud probatoria privilegiada. Como no pocas veces se escucha: a la víctima se le permite todo, al imputado nada.
¿En verdad a la víctima se le permite todo? ¿Creemos, honestamente, que así son las cosas?
Nada más pensemos un poco.
En casos como el de Prandi y otras tantas personas en situaciones similares, o incluso peores, difícilmente logre rearmarse un escenario que supere los relatos de las partes. El imputado dará su versión, la víctima brindará la suya, todo ha ocurrido en el ámbito de una privacidad que aunque no siempre es celada si, muchas veces, maquillada. Si eludimos que esa privacidad puede ser el arma más preciada de quien ataca, dejamos a la víctima frente a una verdadera disparidad de armas.
Esa es la amplitud probatoria que critican quienes, no pocas veces, invocan con fervor una especie de “violencia de género invertida”. Equivocan así no solo la manera de nombrar su enojo sino la forma de analizar el conflicto.
No es que a la víctima se le cree porque sí. Sino que, frente a un probado contexto de violencia de género, su testimonio no se descarta por ser la única prueba con la que se cuenta.
Pero incluso frente ese ajuste probatorio, aun con eso, a la víctima continúa exigiéndosele una estética que la coloca en terreno fangoso.
Tendrá que sumar muchos méritos para ser admitida como tal, aún a costa de su integridad. Luego, cuando por fin obtenga la escucha, deberá sostenerse impoluta en el rol aprobado y con el tiempo vigilar, cuidadosa, que las cosas como le han sido impuestas se mantengan en su lugar.
¿A esto llamamos privilegio?
La lógica del castigo
Prandi habló tras conocerse el veredicto de una condena ejemplar. Colocó el acento en la duración de la pena privativa de la libertad impuesta a su ex pareja. Diecinueve años de prisión parecen mucho. El castigo es un ejemplo cuando se expande en el tiempo.
Claro que podría haber sido peor. Si nos detenemos en los argumentos condenatorios de la sentencia, un concurso real sucesivo (es decir, delitos independientes reiterados por más de tres años), puede llegar a una pena máxima de hasta cincuenta años (la condena que requirió el abogado de Prandi). El Tribunal no estuvo de acuerdo, y es lógico. Aunque arrimarse al testimonio de la víctima –solo eso, arrimarse-, eriza la piel, causa repulsión, nuestro sistema de garantías reconoce límites ante la maquinaria punitiva que administra el Estado, esa es la base de un sistema de derecho social y democrático, quebrar esos límites puede parecer a simple vista acertado, pero más allá, solo un poco más allá, funda la base de todo modelo totalitario ¿Eso queremos?
Contardi es primario (esta es su primera condena) y una pena de cincuenta años, hay que decirlo, además de alcanzar el límite de la escala penal, implicaría, como bien hizo notar el Tribunal, convertir a una herramienta pensada para la resocialización –porque ese es el objetivo de la pena-, en un instrumento de aniquilación social. Entonces la pena no sería un ejemplo, sería mejor, una moderna operación quirúrgica para extirpar el tumor. Somos humanos, hacemos daño, lastimamos, pero no somos un tumor.
Lo que sí no hace la sentencia es detenerse en la reparación patrimonial de la víctima. Tampoco la víctima lo hace de manera directa, aunque relate con detalle el calvario. Ahí hay algo para observar.
En la gran mayoría de condenas en las que se acredita un contexto de violencia de género sostenido y se evidencian las privaciones que esa violencia ocasiona en la historia vital de la víctima, la reparación económica es un capítulo ausente.
Algo se teje entre la incomodidad de la víctima por reclamar resarcimiento económico y la ceguera de quienes aplican la ley. Como si ponerle un monto a todo lo que se ha perdido a razón del sometimiento y las privaciones del agresor, convirtiese a la dañada en arribista, y entonces, poco fiable, sospechosa, no tan víctima. Otra vez la injusticia epistémica del lado de la justicia.
Prandi hilvana su relato a partir de una premisa, pone el peso en la reiteración del trauma que se instala en la necesidad de brindar su testimonio ante la agencia judicial. “Pasarla una y otra vez es repulsivo, tener que vivir todo esto cinco años después no se lo deseo a nadie”; desde allí, cuenta innumerables recortes a su circulación, mermas en su condición laboral, pérdida de bienes y de chances, gastos innecesarios, su patrimonio económico y simbólico se desmorona por aquello que el Tribunal considera probado, pero la reparación se resuelve, únicamente, en la condena de prisión.
Ahí es donde lo ejemplar se vuelve difuso y frágil.
Un derecho con perspectiva de género no es aquél que se limita a enviar a la gente a la cárcel.
Es necesario que la agenda feminista asuma seriamente esta discusión. Es preciso que las mujeres dejen de sentir vergüenza por reclamar dinero. Es urgente que la víctima pueda narrar su versión sin fisurar su singularidad, sin ataduras. Se es víctima, no heroína.