Pallay. En lengua quechua significa juntar, seleccionar, recoger, contar.
Se pallan los hilos que se traman en dibujos cuando se teje en telar.
Se palla la hoja de coca, los granos de café…
La pallana es un juego donde se van levantando piedritas de a una, mientras otra rebota.
En la vida y en el camino encontramos cosas, seres, objetos, vida. Que vamos criando y nos crían también. Nosotros seleccionamos de la tierra, y ella nos selecciona.
La retórica occidental dice que cada quien elige su propio camino.
En los territorios andinos atravesados por una colonialidad persistente, el saqueo de los elementos necesarios para vivir avanza sin seleccionar. Y los caminos que pueden elegir quienes viven en los territorios son escogidos por quienes no viven en él.
La tarea ancestral de la selección a escala humana, de manos que van buscando, de ojos que miran, narices que huelen, pieles que sienten antes de elegir… se reemplaza hace tiempo con máquinas que disponen, amontonan y sacan. Extraen.
En el cerro rico de Potosí, el extractivismo avanza desde los primeros tiempos de la colonia, y persiste hasta hoy.
Los mineros del socavón ingresan a la mina, rompen las paredes, dinamitan la roca y sacan lo más valioso que encuentran: los minerales.
Afuera del socavón están las que tienen prohibido ingresar a la mina. Las que no pueden sembrar ni cosechar porque su tierra está contaminada. Las que seleccionan desde afuera, bajo el sol, las piedras que los mineros descartan, para encontrar en ellas rastros de mineral para vender. Y están condenadas a vivir de las sobras: las palliris.
Son mujeres de pollera. Su origen casi siempre se remonta a comunidades indígenas, del área rural, que han sido desplazadas a la ciudad.
Su lengua madre es quechua o aymara.
Las palliris hablan pero sus palabras se pierden entre los sonidos del martillo.
Sus voces parecieran tener una maldición: cuando ellas hablan, los oídos del sistema no escuchan.
Quiero presentarles a Rut Alonso. Una mujer quechua aymara que nació en Bolivia, y eligió romper la maldición del silencio.
Un arroyo que brota de un sauce fue su alimento. Su comunidad en Achocalla, en el municipio de La Paz, fue su maestra.
Su charango le ayudó a decir lo que el sistema mandaba callar.
La joven hace música desde un barrio que antes fue humedal, en San Salvador de Jujuy.
Las cuerdas de su charango se tensan entre sus vivencias actuales y los recuerdos de su infancia. Notas kalampeaditas, el sonido de los pájaros y las aguas, la llevan de vuelta a recorrer esos caminos de fronteras invisibles. En cada vibración vuelven a fluir las vertientes, renacen sus abuelas y danzan junto a ella. Las alegrías valen el doble cuando salen de un espíritu acostumbrado a dejarse acariciar por la crudeza de los dolores, ajenos y propios. Ambos saben mezclarse en el cuerpo de quienes nacemos en comunidad.
Rutsawa quería tocar un ritmo musical de “mineritos”, un género del folclore boliviano destinado a los hombres mineros.
Pero ella lo dedicó a la Ancestras Domitila Barrios, y a las palliris.
Las mujeres que construyen su vida con las sobras de las grandes riquezas. Las que esperan pacientes, las que buscan incansablemente, las que son invisibles aún para el folklore del sufrimiento.
Mientras escribo estas palabras me encuentro recordando su dulce voz, su tierna historia. Vuelvo a escuchar su canción, Palliris, donde Rut dice:
“Nunca, nunca, nos callarán. Siembras conciencia de libertad”.
Pienso en todas las palliris que habitamos el Gran Sur.
Las madres de los jóvenes en situación de consumo problemático de sustancias tóxicas. Escarbando entre las sobras del sistema de salud un lugar de tratamiento, o al menos de internación, para sus hijos.
Las médicas y enfermeras del Garrahan, las jubiladas, las personas con discapacidad… hurgando entre las sobras del equilibrio fiscal.
O mejor aún, apelando a los restos de moral que puedan haber en los corazones de la clase dirigente.
Así como buscan las Abuelas de Plaza de Mayo, las madres buscadoras en México, la loca de la escoba en Chile. Así como buscan agua las mujeres de los barrios populares.
La papa que ya no brota en la quebrada jujeña, el maíz del Valle de Tafí, por falta de agua.
La ropa de segunda en las ferias.
Cueva del Inca busca en Jujuy, la comunidad Indio Colalao busca en Tucumán, el pueblo mapuche en el sur. ¿Quedará algún resto de sentencia justa en los tribunales del desalojo?
“El estado se olvida de las luchas que lograste… nos violentan hasta en casa intentándonos callar”.
Porque el despojo no es nuevo, lleva 500 años.
Porque los lugares donde caminábamos, dónde tomábamos agua y alimento nos han sido extrañados.
Porque a todo lo que existe le han salido dueños. Y ellos deciden que gran parte de la riqueza vaya para sus bolsillos, dejando migajas para sus socios, condenando al resto a buscar entre escombros de promesas las sobras de un Estado de Derecho para sobrevivir.
Agradezco los pasitos migrantes de Rutsawa.
Sus caminares sin fronteras, sus melodías que desafían al tiempo, son un espejo que se enciende en el alma.
¿Acaso no somos quienes leemos este texto, palliris del sistema de opresión?
Que nuestros cantos, danzas y haceres contribuyan a romper la maldición que nos mantiene en la puerta del socavón. Que se derrumbe la condena de vivir esperando que la riqueza nos caiga cerquita de los pies, mientras caminamos entre los escombros y la contaminación.
“Nunca nunca nos callarán. Siembras conciencia de libertad”.
“Sangre valiente en tus venas…
Fuerza palliris de los Andes!”
*Nina Lou es una trabajadora social integrante del pueblo Diaguita. Forma parte de grupos de revitalización de música ancestral y es activista por los derechos de la Madre Tierra y de los pueblos originarios.