En 2023, en la Ciudad de México, fue noticia la forma en la que un niño recibió su primer teléfono: acompañado de un contrato que le hizo firmar su familia. Un escrito, casero, con reglas de uso, advertencias y condiciones, que incluían la posibilidad de sacárselo cuando los adultos lo consideraran necesario, límites temporales y un listado de situaciones en las que uso no estaba permitido --hora de la tarea, hora de la cena--, control de contenidos. Había incluso una cláusula en la que se responsabilizaba al adolescente ante posibles daños a terceros que éste pudiera causar con su teléfono. La historia real recorrió el mundo como blooper pero también como emergente de una preocupación que crece: la exposición desmedida de niños y adolescentes a las pantallas, y sus posibles daños.
Mientras algunos organismos de salud advierten sobre daños neurológicos y psicológicos, en distintos países crecen los movimientos que buscan criar "desacelerando", promoviendo entornos sin pantallas o con un uso que las reduzca a su mínima expresión. En el mundo angloparlante se habla incluso de una corriente que se llama "Slow TV movement", que alienta el regreso a contenidos televisivos de otras décadas, más lentos, menos estimulantes. También hay familias están yendo más allá: deciden apagar las pantallas casi por completo. Algunos hablan de "construir otros modos de estar con sus hijos", todos se preocupan por su salud física y mental. Otros llevan el asunto a la altura de una cruzada, por poco, moral, y parecen no registrar hasta qué punto las condiciones que permiten una crianza unplugged en este contexto son de privilegio.
Adictos en pañales
En Argentina, este debate se vuelve cada vez más cotidiano en charlas entre padres, grupos de crianza y consultorios médicos. Uno de esos pediatras es Mauricio Pedersoli, neurólogo infantil del Hospital de Niños de La Plata y autor de Adictos en pañales: "Las pantallas están modificando el desarrollo cerebral de niños y adolescentes".
“Vemos trastornos del lenguaje, del sueño, de la motricidad. Trastornos de conducta, baja tolerancia a la frustración, miopía, ansiedad, depresión, tics, convulsiones… Y lo más grave: un aumento preocupante en los trastornos del neurodesarrollo, como el espectro autista o el TDAH”.
Según las recomendaciones de la Asociación Española de Pediatría del año 2024: de 0 a 6 años el ideal es pantalla cero, con excepción de videollamadas familiares, de ser necesarias. De 7 a 12 años menos de una hora diaria (incluyendo uso escolar). De 13 a 16 años: menos de dos horas por día. El primer celular debería llegar a la vida de un adolescente recién a los 14, pero sin redes. Y los celulares con redes, a los 16.
“Además de los efectos directos en el cerebro --como la estimulación excesiva del sistema de recompensa-- hay un daño indirecto: las pantallas le quitan tiempo a todo lo que sí hace falta para un desarrollo sano, como jugar, moverse, hablar con otros, aburrirse”, explica Pedersoli.
Según explica Pedersoli, el daño directo se debe a la generación de adicción: "Una adicción generada por la modificación de circuitos cerebrales y que hacen que uno se mantenga atrapado. Principalmente a partir de la modificación de un sistema que se llama sistema de recompensa cerebral, que libera grandes cantidades de dopamina que van a estimular al núcleo de placer. Entonces nos va a dar muchísimo más placer que otras actividades de la vida cotidiana y vamos a ir en busca de eso. Las pantallas modifican la respuesta de estrés, que de forma crónica, por la liberación de cortiso, también va a modificar al cerebro y nos va a generar grandes consecuencias’.
Ante estos datos, algunas familias comienzan a trazar sus propias estrategias para poner límites o directamente suprimir las pantallas en sus casas. Lo hacen con mayor o menor rigidez, pero todas coinciden en algo: requiere tiempo, presencia y convicción.
Inés López, productora cultural y mamá de Ana (8) y Miranda (3), explica que en su casa las pantallas existen, pero aparecen en momentos pactados: “Tenemos horarios como para todo: merendar, bañarse… y también para la tele. Las pantallas no están demonizadas, pero sí enmarcadas. Yo misma tuve que revisar mi propio uso: me vi estando con ellas, con mis hijas, pero sin estar presente. Criar con menos pantallas implica estar ahí, con atención y límites”.
Para Inés, esto es parte del problema mayor: “Se malinterpretó la crianza respetuosa como una crianza sin límites. Y no poder marcar un rumbo claro como adultos es peligroso. Los chicos necesitan marcos, regulaciones y cambios de tono. La vida los tiene, y nosotros tenemos que ayudar a transitar eso”.
La llamada crianza respetuosa construyó, para Inés, figuras muy acolchonadas y edulcoradas y ‘‘nos quitó el carácter’’: ‘’Me refiero a la crianza respetuosa como esa idea de que siempre a los niños hay que explicarles todo suave y ‘montesorianamente’. Cuando en verdad criar respetuosamente es algo que podría hacer más del lado del sentido común. Se puede conversar con los pibes, dejar que pregunten, escucharlos pero también levantar la voz cuando es necesario. Quienes nos proponemos tratar de criar con menos pantalla, hay que decirlo, somos personas que tenemos determinados problemas medianamente resueltos. Para criar sin pantallas hay que poder estar presentes y disponibles como cuidadores, y eso no siempre es posible para personas que trabajan muchísimas horas y que no pueden pagar quien los reemplace. Muchas veces la pantalla viene a hacer ‘de niñera’. Y ese es un problema social, y algo en donde se evidencian desigualdades’’.
Karen Lijterman, mamá de Amaro (6), cuenta que ella y su pareja, podre de su hijo, decidieron eliminar plataformas como YouTube y Netflix porque notaron que el nene se volvía ansioso y se frustraba fácilmente: “Se armaban berrinches terribles. Un contenido lo llevaba a otro y se hacía interminable. Cuando lo encontré viendo un video de esos que se llaman unboxing, que lo único que hacen es mostrar gente abriendo paquetes de juguertes, dije ‘hasta acá’. Ahora ve dibujitos en canales de cable, con horarios fijos, sin elegir. Y nosotros estamos ahí, acompañando, cambiando de canal si algo no es adecuado. La diferencia es enorme”.
Y si bien el chico ya conoce cómo funcionan celulares y buscadores --porque en la escuela también hay pantallas-- en su casa no tiene acceso libre: “Por ahora, cuando pregunta por qué no tiene celular, le decimos que es para trabajar, que cuando aprenda a leer y escribir lo va a entender. Pero sabemos que el desafío real viene después”.
Cecilia Cabanne, economista y madre de un niño de 2 años, va incluso un poco más allá: “El celular solo para videollamadas familiares. La tele, como mucho, dos veces por semana y con contenido educativo. Lo más importante para mí es la atención plena: cuando vuelvo del trabajo, dejo el celular lejos para poder estar presente”.
El aburrimiento bendito
La chilena Javiera, música y mamá de Maite (9), cría sola en Buenos Aires y decidió no tener televisor. Solo un proyector que encienden de vez en cuando, como un ritual especial: “Notaba que cuando Maite usaba pantallas se ponía de mal humor. Era como perderla por un rato. Después estaba irritable, como cuando no come o no duerme. Y entendí que le hacía mal”.
Javiera reivindica el silencio, el juego libre, la lectura, y también el aburrimiento: “Los adultos nos creímos que nuestro rol es sacar a los chicos del aburrimiento. Y no. Aburrirse es bueno, es cuando aparece la creatividad, cuando procesan lo que aprenden. Así que cuando Maite me dice ‘mamá, estoy aburrida’, yo le digo: ‘¡qué bueno!’”.
A tal punto este tema es una preocupación, que varias editoriales argentinas, desde las mainstream hasta las independientes, empezaron a incluir en su catálogos infantiles libros que problematizan el uso excesivo de pantallas. Algunos de los más ingeniosos son Como un avioncito de papel, con textos de Mariana Spalj e ilustraciones de Natalia Bruno, de Pupek Editorial; y La pantalla de Lucía en la sala de espera, con textos de Teresita Regueiro e ilustraciones de Mariana Ardanaz, de editorial Chirimbote.
Ignacio Pereyra, padre de dos hijos, periodista, creador de Recalculando -ignaciopereyra.substack.com, en conversación con este diario, cuenta que nunca tuvieron televisión, ni tablet. Su hijo más chico (de casi tres años) nunca vio una película aún. El más grande tiene seis y medio y cada tanto mira algo (dos o tres veces al mes). "Tenemos un proyector y ponemos pelis ahí. Excepcionalmente mira videos en el teléfono si lo necesitamos (una cena afuera, una tarde en el hospital, etc). Cuando está en la casa de un amigo puede ser que vea y está todo bien".
"También creo que es un tema complejo. No hay aún mucha evidencia científica. Y también es muy riesgoso caer en ideas que terminan juzgando a quienes tienen menos posibilidades o recursos. También hay que preguntarse quién tiene acceso a esta información", dice Pereyra.
"El desafío es desarrollar intereses lo suficientemente sólidos como para que compitan sin demasiado esfuerzo frente a la tentación de quedarse frente a una pantalla. Y luego pensar maneras para incorporar las pantallas de una manera que sean algo a favor (me refiero a que es una cuestión de para qué las vamos a usar, porque al final las vamos a usar)", concluye.