La mano izquierda hay que mantenerla bien firme para que no se mueva la mira al apretar el gatillo. Seguro te va a dar un latigazo en el hombro derecho cuando dispares porque sos chiquito. No te preocupes, tomate un tiempo prudencial para calibrar la puntería y cuando lo tenés en el blanco, ¡bang!
Habíamos salido a la hora de la siesta. Chajarí quedaba a casi 500 kilómetros, así que calculaba que estaríamos llegando para el anochecer. “Igual, Don Nicasio seguro que nos espera con la cena preparada, siempre hace lo mismo por más que le diga que no se moleste”, les comentaba mi viejo a sus dos amigos.
Me acomodé en el asiento de atrás del Renault 12 familiar. Me pasé la mayor parte del viaje mirando por la ventanilla. Era la primera vez que los acompañaba. Para mí era un sueño, aunque no me gustaba la idea de matar animales. Como eran las vacaciones de invierno y ya estaba en séptimo grado, los amigos le insistieron a mi viejo para que me llevase, por más que él no estuviera convencido. Le decían que me iba a servir para dar los primeros pasos.
Más de una vez, en el fondo de casa, mi viejo me dejaba usar el rifle de aire comprimido. Poníamos unas latas a unos cuantos metros y yo les disparaba tratando de afinar la puntería. Pocas veces lograba escuchar el sonido metálico de la perforación. Pero el rifle que usaban para cazar era más pesado, no sé qué calibre sería, pero lo cargaban con unos cartuchos Orbea colorados llenos de perdigones de plomo que se dispersaban una vez disparado.
Después que atravesamos el puente Zarate–Brazo Largo comencé a sentir el cansancio del viaje. Los postes de luz se me iban desfigurando a través de los vidrios de la ventanilla, parecían ovejas derretidas que saltaban una cerca hasta que por fin desaparecieron, y solo me quedó en la mente el sonido forzado del motor del 12.
Me despertó un frío invasivo cuando abrieron el baúl del auto. El viento me envolvió de repente y al mirar la tranquera me llamó mucho la atención la piel de Don Nicasio. Tenía el rostro ajado como si fuera un campo de tierra seca. Nos abrió y nos saludó levantando la boina con su mano derecha. Al parecer era de pocas palabras el hombre.
Cuando entramos, la mesa ya estaba servida. El olor que se desprendía de la olla de aluminio hipnotizaba. Don Nicasio nos estaba esperando con un guiso carrero bien cargado. Entre el viaje y el abundante plato, enseguida me volvió a dar sueño. Los grandes ya iban por la segunda vuelta de guiso cuando me fui a dormir. Me acosté así vestido como estaba por el frío. Mientras me dormía, notaba como las risas que venían del comedor aumentaban a medida que la damajuana de vino se iba muriendo deshidratada.
Al despertar, me sorprendió ver por la ventana como todo el verde del campo se había transformado en una escarcha gigante, como si fuera una pista de patinaje sobre hielo. El único que estaba despierto era Don Nicasio con su perro, un bretón español que era especialista para marcar a las perdices.
Me sirvió un mate cocido en una taza de acero inoxidable machucada a fuerza de caídas, y me dejó dos panes que habían sobrado de la cena. Don Nicasio me dijo: “El pan está un poco duro, pero mójelo en el mate cocido y va a ver como se ablanda”. Mientras bañaba el pan en la taza, me volvió a mirar y me dijo: “La vida es dura como ese pan, gurí. De uno depende aceptarla así o buscar la forma de hacerla más llevadera”. Esas fueron las únicas palabras que cruzamos durante toda nuestra estadía.
Cuando se despertaron los grandes, desayunaron y salimos a la caza. El frío de julio en el campo te cala en los huesos como puntadas de agujas, pero mi entusiasmo era más persistente que cualquier invierno helado.
Don Nicasio iba al frente junto al perro y nosotros lo seguíamos obedientes. En un momento, el perro salió desbocado a toda velocidad hacia adelante, hasta que comenzó a desacelerar de golpe y quedó quieto marcando con el hocico en una dirección determinada. Después de unos segundos de estudio, se arrebató contra la presa que salió volando desesperada. Todos apuntaron en sincronización a ese blanco en movimiento y el sonido de los disparos me ensordeció de golpe. La perdiz siguió volando hasta sentir el disparo de Don Nicasio que fue el único certero. El ave comenzó una caída en picada como una avioneta bombardeada hasta perderse en la estepa. El perro volvió a correr a toda velocidad y se detuvo hasta quedar inmóvil con su esqueleto arqueado en forma de flecha indicando el lugar donde había caído. Don Nicasio se acercó parsimonioso a su encuentro y después de acariciar al perro, metió la perdiz en una bolsa arpillera que sostenía en su mano.
Antes de volver hasta nosotros, el perro comenzó a mirar hacia el otro costado y cuando tuvo la certeza de su sospecha, salió disparado a perseguir su pista. Otra vez se detuvo sigiloso mirando hacia una dirección. Mi viejo me dijo que seguro que la perdiz que mató don Nicasio andaba en yunta con otra y que eso era lo que había encontrado el perro. Sin preguntarme nada, me calzó el rifle a la fuerza y me dio las indicaciones.
La verdad es que no estaba preparado, me tomó por sorpresa, pero me dio mucha vergüenza rechazarlo delante de sus amigos. Cuando el perro arremetió, la perdiz levantó vuelo y yo traté de mantener la mano izquierda firme para que no se moviera la mira, pero el rifle era más pesado que el de aire comprimido. Tampoco pude mantener la calma necesaria como me había aconsejado mi viejo y en un arrebato, sin querer apreté el gatillo. El perro corrió desesperado unos cuantos metros hasta quedarse inmóvil como una estatua, con el cuerpo erguido y la mirada fija indicando el lugar donde se encontraba el cuerpo caído. Mientras la intensidad del color rojo de la sangre que bañaba la bolsa arpillera se iba decolorando a medida que se mezclaba con el frío de la escarcha.
IG @pablo_zapa