Victoria, derrota, ganar, perder. ¿Es igual vencer que ver la derrota del enemigo? ¿El muro de Berlín fue derrumbado o se cayó por su propio peso? ¿El peronismo ganó las elecciones en la provincia de Buenos Aires o Milei perdió las elecciones en la provincia de Buenos Aires? ¿Da igual? ¿Seamos libres y lo demás no importa nada?
Supongo que no hay victoria sin un poco de derrota autoinflingida. Sin la generosa colaboración de Fulgencio Batista y su política de prostíbulos, casinos, mafia y represión; la revolución cubana no hubiera triunfado. ¿Qué hubiera pasado en 1976 si las organizaciones populares hubieran logrado un pacto de unidad? ¿Qué hubiera pasado si las conducciones de los sindicatos traidores no hubieran colaborado con las empresas? ¿Se hubieran confeccionado esas prolijas listas de obreros opositores para que los secuestraran los grupos de tareas? ¿Hubieran podido embarcar a millones en esos fatídicos trenes, sin la colaboración de los consejos judíos? ¿Sería posible el genocidio en Gaza, si las organizaciones defensoras de los Derechos Humanos del mundo hubieran construido un poder genuino? ¿Qué pasaría si, en vez de hacer museos y homenajear a víctimas, hubieran dedicado a plantarse contra toda violación a los Derechos Humanos?
¿Qué pasaría si no nos derrotara nuestra propia inoperancia, nuestro propio egoísmo, nuestra falta de solidaridad? ¿Podrían vencernos ellos, los malos, los crueles, con tanta eficacia y prolijidad?
En el año 2009 ganó el premio Nobel de Literatura Herta Müller, una rumana que hacía muchos años vivía en Alemania. Había nacido en un pueblo que se autodefinía como alemán. Estaba compuesto por inmigrantes alemanes, que en su momento habían ido a repoblar una provincia del imperio Austrohúngaro, y que luego quedó anexionada a Rumania. Recién aprendió a hablar rumano a los quince años, cuando se fue a estudiar a la ciudad. En la Segunda Guerra Mundial, esa colonia alemana decidió jugar para los nazis, y esa decisión le costó muy cara luego de la guerra. Su padre, que había pertenecido a las SS y su madre, que también había hecho su aporte, fueron deportados a un “campo de reeducación” en la Unión Soviética. A la vuelta de esa experiencia, el silencio se hizo espeso en la casa de Herta. Nadie quería hablar de esos años, pero también callaban por temor a ser escuchados por la Securite del gobierno de Ceaușescu. “Con las palabras en la boca aplastamos tantas cosas como con los pies en la hierba. Pero también con el silencio”. Así dice Müller en el comienzo de La bestia del corazón, un libro en el que cuenta su lucha por conservar la individualidad. Porque para ella, el régimen comunista era horrible porque obligaba a la gente a sumirse a la comunidad.
En otro de sus libros, La piel del zorro, muestra el miedo de un modo tan mágico, tan magistral, que no queda más remedio que darle crédito: “Las silenciosas calles del poder, en las que el viento, cuando vuela, siente miedo, se tropieza. Y cuando vuela, no hace remolinos. Y cuando arma estrépito, prefiere quebrarse las costillas que romper una rama, el follaje seco raspa los caminos, cubre las huellas detrás de los pasos. Cuando pasa alguien que no vive ahí ni forma parte del entorno, para esas calles, no ha pasado nadie”. Y también: “Como en el parque flota el hálito del miedo, las cabezas funcionan lentamente y uno ve su propia vida en todo lo que otros dicen y hacen, y nunca sabe si lo que está pensando será una frase dicha en voz alta o un nudo en el cuello. O solamente el subir y bajar de las ventanas de la nariz. El hálito del miedo aguza el oído”.
Herta Müller dedicó casi toda su obra a denunciar al régimen comunista y, por supuesto, todas las entrevistas. En su discurso de aceptación del Premio Nobel, con una prosa que dan ganas de aplaudir de pie en cada párrafo, no habla más que de la pesadilla de vivir en una Rumania comunista. Ay, qué hubiera pasado si esa obra, de una puntillosa y esquiva delicadeza, no hubiera sentido la necesidad de denunciar al régimen comunista. Si sus párrafos geniales no se hubieran convertido en bandera a favor del respeto a lo individual, a la libertad de no pensar en los demás, a la felicidad de no estar al tanto de las necesidades comunitarias. Porque la aldea que pinta una y otra vez Herta, pinta el mundo terrible de una sociedad comandada por sirvientas y obreros que no pueden más que corromperse ante el ejercicio del poder. En La piel del zorro, cuenta la vida de una maestra de escuela que es perseguida por los servicios secretos. El novio de su amiga es el encargado de meterse todos los días en su departamento para dejarle saber que la están vigilando. Pero la vida sigue, y los gestos cotidianos se hacen igual, con miedo, pero con la fuerza de la necesidad de seguir viviendo. “Han extendido la manta en el tejado del bloque de viviendas, un tejado rodeado de álamos. Son más altos que todos los tejados de la ciudad y están guarnecidos de verde, no tiene hojas aisladas, solo follaje. No bisbisean, susurran con fuerza. El follaje se yergue verticalmente junto a los álamos como las ramas; no se ve la madera. Y allí donde ya nada llega, los álamos cortan el aire caliente. Los álamos son cuchillos verdes”. Así es el mundo para esta escritora, una de las pocas mujeres ganadoras del Premio Nobel. Un lugar donde no hay sitio para las hojas. Todo es puro follaje, que encierra a unas chicas que toman sol tendidas sobre unas mantas y que parece cobijarlas, pero las encierran en su murmullo permanente que corta el aire que respiran.
Cuando leo los libros de Herta, siento un dolor muy grande. El dolor que me produce siempre la literatura --esa que tiene al lenguaje como material--, pero también el dolor de la derrota. Porque el comunismo se convirtió en un “régimen totalitario” para Wikipedia porque la batalla cultural la ganó el gran capital, pero también porque existieron los “campos de reeducación”, y la policía política y el dogmatismo, y el sectarismo que les hizo incluso quitarle el apoyo a la República en España, dejándola en manos del fascismo de Franco y sus acólitos. Ellos ganaron porque nosotros perdimos. Si no hubiéramos perdido antes, quién sabe si ellos hubieran ganado.
Por eso, cuando la alegría frente a la paliza electoral recibida por las fuerzas del mal me acomete, también temo: sé, con dolor y con la certeza que da la derrota, que de este lado no se ganó. Ellos perdieron casi sin ayuda. Porque hay unas fuerzas políticas que juegan un partido en las gradas, mientras la gente se la juega en las calles y en la vida cotidiana. No pudimos, no supimos, construir en el presente la utopía que perseguimos. No hay una organización que exprese en su modo de construir, el mundo al que aspira, o dice aspirar.
No es mi intención pinchar ningún globo. La alegría, en tiempos de crueldad sistemática, siempre es bienvenida. Sólo quisiera instarnos a vencer. A derrotar al enemigo. A armar nuestras comunidades en las que cada cosa sea como la soñamos, donde nadie le aplaste la cabeza a nadie, donde el proyecto sea más importante que los egos, y donde el mundo que soñamos sea uno donde no haya dueños y ni esclavos. No uno en el que los dueños no sean crueles. Insisto: uno donde no haya dueños y no seamos esclavos.
Un mundo donde las Hertas puedan poner su belleza al servicio de una vida comunitaria sin persecución ni servicios secretos. Una belleza que toque los objetos de ese modo tan sobrecogedor que nos deje sin aliento. Un mundo donde el aliento se pierda detrás de la belleza, y no protegiendo los ojos de las balas, o haciendo trámites infinitos y terribles, para cobrar una miseria de subsidio por discapacidad. Un mundo donde un atardecer sea como lo cuenta Herta: “Cuando oscurece en la ciudad, el reloj de la torre no puede medir el tiempo durante un rato. La esfera blanca se pone tan blanca que su resplandor se desprende de ella y cae al parque. Las hojas dentadas de las acacias parecen entonces peines. Las manecillas del reloj saltan, la noche no les cree”.