A la manera de Edgar Lee Masters o del capítulo 6 del Ulises de Joyce, el paseante de Nicolás Vila Ortíz, Francisco E. Dogliani, que por cierto tiene su apellido materno, ha estado muerto 22 minutos (la eternidad), y narra lo que otros muertos o semienterrados o muertos en progreso o fantasmas, le han contado de su temporada en el infierno, el purgatorio o el cielo. Para delicia de los lectores el paseante de este libro se parece más al de Robert Walser en Vida de poeta o al Gombrowicz de sus diarios o a uno de Pessoa (ser poeta no es mi ambición, es mi manera de estar solo), pero con el humor de Macedonio o de Hebe Uhart. Ese tono permanente de absurdo pone en crisis cualquier intento de pontificaciones o pompas mentales.

El libro es un working progress (figura que le fascinaba a Gary), como si fuera un diario a pulso, a mano alzada, de aparente espontaneidad. Solo aparente. Quiero decir que las notas de Nicolás tienen un plus que falta en Spoon River, y es que tienen mucho humor, paradojas, un absurdo sano, un fantástico surrealista lleno de poesía, filosofía y una ternura implícita que alivia cualquier drama ideológico o incluso, tragedias personales. En sus grageas (el formato es atómico y dialógico), el libro se compone de fragmentos que hablan entre sí para formar una especie de collage: no faltan los derrotados por el capitalismo feroz, por la dictadura fascista, por la guerra de Malvinas, ni por los prejuicios de clase o religión o la tontería humana, pero el tono del autor nunca es de queja resentida ni rezongona sino que a través de una notable sutileza subjetiva o descriptiva, consigue revelar un crimen o un olvido, sin necesidad de juicios grandilocuentes sino más bien con revelaciones inapelables. En casi todos los relatos aparece una imagen al mismo tiempo feroz y amorosa.

El procedimiento se completa con ironías sutiles, una tradición de esplín poético y una ternura franca que termina disculpando a casi todos, pero no a todos.

Otro hallazgo literario formal del libro es su coralidad en la voz narrativa. Eso le da apariencia de debilidad al narrador. Otro modo de desbaratar discursos sabihondos y autoritarios. No hay verdad más sólida que la que se comparte o la que surge de escuchar a todos. El paseante y protagonista, Francisco, con ese candor que tiene el libro, le cede la palabra a todos, al delicioso lustrabotas Alvaro, a su hija Mariela, a su yerno Ernesto, el poeta subyugado por Lee Masters y por la bebida, al soldado Javier, al ambiguo cura Emilio, a Juan el ladrón, a Víctor el insomne, al limpiavidrios de la esquina, al vecino torturador y a los fantasmas de la Quinta de Funes, y a la vecina abandonada por el marido y a la mujer siniestra que llama a la mujer abandonada.

 

En un escenario de pérdidas, el lector agradecerá mucho en este libro el alivio de la poesía, del pudor, de la piedad y también de la risa, ese modo tan Felisberto Hernández de llorar y reír por las mismas cosas.