LOS MONSTRUOS MARINOS

El tamaño de las olas es un tema de continua disputa entre surfistas. No hay un método aceptado por todo el mundo para medir la altura –un método aceptado por todos los surfistas, se entiende–, lo que hace que las disputas sean inevitablemente cómicas –-en general, ópera bufa con un excesivo protagonismo del ego masculino sobre cuál de las olas es la más grande–, y por eso mismo siempre he procurado no meterme en esas discusiones. Para describir la altura intento confiar en mi vista y uso un medidor que me permita calcular el aumento del tamaño: a la altura de la cintura, a la altura de la cabeza, por encima de la cabeza. Una ola doble tiene una pared dos veces más alta que el surfista. Y así todo. Pero con las olas en las que no hay surfista, o las olas que engañan a la vista –y eso implica la mayoría de las olas–, lo más sensato es calcular la altura en metros. Uno debe medir la altura de la pared con un simple vistazo, ya que calcular la distancia vertical desde arriba hasta abajo –y fingiendo, mientras se hace eso, que una ola que rompe en mitad del océano es un objeto bidimensional– proporciona un resultado lo suficientemente certero. Lo que pasa es que ese cálculo les parece a casi todos los surfistas una exageración, y a mí también. ¿Por qué? Porque parece mucho más macho calcular por lo bajo en vez de por lo alto.

   En realidad, el tema del tamaño de la ola no surge más que en algunos contextos. Yo, por ejemplo, no recuerdo haber discutido nunca el tamaño de una ola con Bryan, y no digamos ya haberme acalorado por ello. Una ola era pequeña o grande, débil o potente, mediocre o sublime, terrorífica o lo que fuese, en la medida en que estas definiciones pudieran ser exactas. Hacer cálculos numéricos no aclaraba nada. Si teníamos que informar del tamaño de las olas a alguien que no conocía el lugar, lo más útil era una clave más o menos aceptada (“de metro a metro y medio”), teniendo siempre en cuenta que se trataba de una altura relativa. Lo lógico era suponer que era una altura aproximada. Pero eso era lo que ocurría entre Bryan y yo. En Ocean Beach, por el contrario, el tamaño de las olas era un asunto muy serio. Los picos con olas grandes suelen afectar así a la gente. Todo el mundo suele tomarse mucho más en serio, y de este modo, a la larga, se crean muchas más inseguridades.

   En la costa norte de Oahu se hacen cálculos a la baja con la mayor naturalidad del mundo. Allí, para que los locales atribuyan dos metros y medio a una ola, esta debe tener la altura de una catedral. El cálculo arbitrario y poco científico se explica por el hecho evidente de que los surfistas, vivan donde vivan, no han visto nunca olas de dos metros setenta o bien de tres metros noventa. (Si alguien dijera que ha visto alguna vez una ola así tendría que enfrentarse con un montón de carcajadas en cualquier playa). Ricky Grigg, oceanógrafo y surfista de olas grandes, llamaba por teléfono desde Honolulu a un amigo que vivía en Waimea Bay para pedirle información sobre las olas. La esposa de su amigo, que podía ver las olas desde la cocina, nunca logró dominar el método absurdo de medición de los surfistas, pero en cambio era capaz de calcular con la máxima exactitud cuántas neveras, amontonadas una encima de otra, cabían en la altura de una ola, así que Grigg le preguntaba: “¿De cuántas neveras está?”.

   Al final, la altura de la ola acaba siendo un tema de mutuo acuerdo entre los locales. Una determinada ola sería considerada de casi dos metros en Hawái, pero en el sur de California esa misma ola tendría tres metros. En Florida tendría tres metros y medio o incluso cuatro y medio. En San Francisco, cuando yo vivía allí, una ola doble tenía una altura –sin ninguna razón específica– de dos metros y medio. Una triple era de tres metros. Cuando superaba cuatro veces la altura de la cabeza tenía unos tres metros y medio. Y cuando lo hacía cinco veces era más o menos de cuatro metros y medio. A partir de esa altura, el sistema –si es que se puede denominar sistema– dejaba de funcionar. Se dice que Buzzy Trent, una vieja gloria de las olas grandes, dijo una vez: “Las olas grandes no se miden en metros, sino en incrementos de terror”. Si es cierto que lo dijo, acertó por completo. La potencia de una ola que rompe no aumenta de forma fraccional, sino que debe calcularse según el cuadrado de su altura. Por lo tanto, una ola de tres metros no es un poco más potente que una ola de dos metros y medio, porque la diferencia no es de 0,5 sino de 2,25, de modo que es cuatro veces más potente. Se trata de un hecho evidente que todos los sufistas conocen muy bien de forma visceral, aunque nunca hayan oído hablar de esa fórmula. Por lo demás, dos olas de la misma altura pueden variar mucho en cuanto al volumen y a la virulencia. Y luego hay que contar con el factor humano. Cuando yo era niño, las olas grandes eran una cosa muy seria. Había un grupo famoso de surfistas –entre ellos Grigg y Trent– que surfeaban en Waimea, en Makaha y en Sunset Beach. Usaban unas tablas largas, pesadas y muy especializadas que se denominaban elephant guns y luego pasaron a llamarse simplemente guns. Las revistas y las películas de surf celebraban sus hazañas. Circulaban historias aterradoras que todos los surfistas conocían, como la de los dos pioneros de la costa norte, Woody Brown y Dickie Cross, que remontaron en Sunset un día de mar de fondo en 1943. Cuando las series empezaron a hacerse muy grandes, los dos tuvieron que ir remando mar adentro, pero se dieron cuenta de que sería imposible volver a la orilla –Sunset se había llenado de tubos–, así que decidieron remar cinco kilómetros hacia el oeste, en dirección a Waimea Bay, confiando en que allí el canal de aguas profundas todavía fuera practicable. No lo era, y encima se estaba poniendo el sol. Cross, desesperado, intentó llegar a la orilla. Tenía diecisiete años. Nunca encontraron su cuerpo. Woody Brown fue arrojado algún tiempo después a la orilla, desnudo y medio ahogado. Para los aficionados al surf –y para gremlims como yo–, en los años cincuenta y sesenta las gestas de Grigg, Trent y compañía eran sagas mitológicas. Aunque no eran los mejores surfistas del mundo, eran los más atrevidos. Cuando era niño me gustaban mucho los astronautas, pero la pequeña camarilla de los surfistas de olas grandes me parecía mucho más fascinante.

   Su declive llegó cuando se produjo la revolución de la tabla corta. La gente seguía cogiendo olas grandes, pero parecía haberse llegado a un límite en cuanto al rendimiento de los surfistas y la altura de las olas. Cualquier ola que superase lo que denominábamos siete metros y medio avanzaba demasiado rápido; la física hacía imposible cogerla, y además muy pocos surfistas estaban interesados en hacerlo. Matt Warshaw, el mejor estudioso del surf –es el autor de La enciclopedia del surf y de La historia del surf, dos volúmenes tan enormes como contundentes–, calcula el número de surfistas capaces de coger olas de más de siete metros y medio en uno por cada veinte mil. Otros consideran que la cifra es incluso menor. Nat Young, el gran campeón australiano –y el hombre al que Warshaw considera “tal vez el surfista más influyente del siglo XX”, que en su juventud era un osado surfista a quien apodaban “el Animal”–, no tenía ningún interés en coger olas de más de siete metros. En una película de 1967, Young dijo: “Solo lo he hecho una vez con una única ola, y no tengo ningunas ganas de volver a hacerlo. Si hay tíos que disfrutan mientras la tripa y el corazón se les caen por el pozo de una mina, los respeto y respeto su valor. Pero yo no podría expresarme si estuviera tan asustado que hubiera perdido el juicio”.

   Estoy de acuerdo con Young y con el 99,99 por ciento restante. En la costa norte pude surfear con especialistas en olas grandes, pero a mí me parecían mutantes, místicos o peregrinos que viajaban por otra senda distinta de la nuestra, o que incluso estaban hechos de otra materia prima. Parecían biónicos y sospechosamente inmunes a las reacciones más normales (el pánico, la dicotomía lucha-huida) cuando se enfrentaban a algo que ponía en peligro la vida. En realidad había un terreno intermedio de olas grandes que no eran ni apocalípticas ni gigantescas, pero que nos permitían decidir hasta qué oscuro límite del peligro estábamos dispuestos a llegar cuando nos enfrentábamos a una marejada de grandes proporciones. He cogido olas bastante grandes en Sunset, Uluwatu, el exterior de Grajagan e incluso Santa Cruz (Middle Peak, en Steamer Lane, era un lugar donde abundaban las bombas). He surfeado con total arrojo, desinhibido por la adrenalina y sin sentir ningún miedo, en Honolua y en Nias (con olas de tres metros). Incluso he llegado a surfear unas pocas veces en Pipeline, una ola verdaderamente peligrosa y aterradora, aunque solo en días de olas no demasiado grandes. Pero nunca me compré un gun y nunca quise tener uno.                               


LA ISLA A MEDIODIA

En el viejo Hawái, antes de la llegada de los europeos, el surf tenía una importancia religiosa. Tras las oraciones y las ofrendas, los maestros de ribera fabricaban tablas con madera sagrada de los árboles koa o wiliwili. Los sacerdotes bendecían las marejadas, azotaban el agua con enredaderas para provocar la aparición de mar de fondo y algunas rompientes tenían heiaus (templos) en la playa para que los devotos pudieran rezar a las olas. Esta conciencia espiritual no impedía las competiciones violentas o las apuestas a gran escala. Según los historiadores Peter Westwick y Peter Neushul, “una competición entre campeones de Maui y Oahu propició una apuesta de cuatro mil cerdos y dieciséis canoas de guerra”. Hombres y mujeres, jóvenes y viejos, el vulgo y la realeza: todo el mundo surfeaba. Si las olas eran buenas, “cesa cualquier propósito de trabajo y solo queda el deseo de disfrutar”, según escribió en el siglo XIX el erudito local Kepelino Keauoakalani. “Durante todo el día no hay nada más que surf. Y muchos salen a surfear a las cuatro de la mañana”. Los antiguos hawaianos sufrían una terrible fiebre por el surf. Y además disponían de lo que hoy en día llamaríamos tiempo libre. Las islas disfrutaban de un vasto excedente de productos alimenticios, y sus habitantes no solo eran muy buenos pescadores, agricultores especializados en los cultivos en bancales y cazadores, sino que también sabían construir y explotar un complejo sistema de piscifactorías. El festival de las cosechas de invierno duraba tres meses, durante los cuales explotaba la fiebre del surf y se declaraba oficialmente prohibido el trabajo.

   Pero esto no era lo que los misioneros calvinistas que empezaron a llegar a las islas en 1820 tenían en mente como estilo de vida. Hiram Bingham, que dirigió la primera expedición de misioneros y que se encontró rodeado de surfistas antes incluso de haber tenido tiempo de bajar a tierra, escribió que “las trazas de indigencia, degradación y barbarie que reinaban entre esos chillones salvajes semidesnudos, que llevaban a la intemperie la cabeza y los pies y casi toda su atezada y cobriza piel, eran espeluznantes. Algunos de nuestros expedicionarios, con lágrimas en los ojos, se dieron la vuelta para no contemplar aquel lamentable espectáculo”. Veintisiete años más tarde, Bingham escribió: “A medida que la civilización avanza, el declive y la caída en desuso de la práctica del surf dan muestras del aumento de la modestia, la industria y la religión”. El misionero no se equivocaba en cuanto al declive del surf. La cultura hawaiana había sido destruida y la población diezmada por las enfermedades traídas por los europeos: entre 1778 y 1893, la población de Hawái disminuyó desde un número aproximado de ochocientos mil habitantes hasta tan solo cuarenta mil, y a finales del siglo XIX el surf casi había desaparecido. Sin embargo, en su libro, Westwick y Neushul consideran que el surf hawaiano no fue víctima del éxito del rigor de los misioneros, sino que más bien sufrió las consecuencias de una violenta catástrofe demográfica, unida a la confiscación de tierras y a la imposición de una serie de industrias –la madera de sándalo, la pesca de ballenas, la caña de azúcar– que obligaron a los supervivientes hawaianos a integrarse en una economía monetarizada que les privó por completo de tiempo libre.

   El surf moderno es heredero de esta historia terrible, y si ha sobrevivido, fue gracias a unos pocos hawaianos, sobre todo Duke Kahanamoku, que mantuvieron viva la antigua práctica del he’e nalu. Kahanamoku ganó una medalla de oro de natación en los Juegos Olímpicos de 1912, se convirtió en una celebridad internacional y empezó a realizar exhibiciones de surf por todo el mundo. Y poco a poco, el surf volvió a practicarse en varias zonas costeras en las que había buenas olas y personas con los medios suficientes para cabalgarlas. Después de la guerra, el sur de California se convirtió en la capital de la emergente industria del surf, gracias sobre todo al auge de la industria aeroespacial de la zona, que permitió descubrir nuevos materiales ultraligeros para las tablas, y a la aparición de una nutrida generación de chicos como yo que tenían tiempo libre e interés por aprender a surfear. Y eso que las autoridades locales no estaban a favor de esta actividad, ya que para ellas los surfistas eran vagos y maleantes. Algunas ciudades costeras llegaron a prohibirlo, y el mito del vagabundo del surf –hermano del vagabundo del esquí, del vagabundo de la navegación y del vagabundo del montañismo– sigue plenamente vigente, y con razón. Jeff Spicoli, el surfista que se pasaba la vida fumando porros y que interpretaba Sean Penn en Fast Times at Ridgemont High, sigue dando tumbos –y encantado de haberse conocido– por lugares costeros de todo el mundo. Pero Hawái era diferente. O al menos a mí me parecía diferente. El surf no era una actividad contracultural o importada o que se opusiera a la forma de vida de los mayores, aunque su supervivencia se cifrase en la resistencia continuada a los valores calvinistas del beneficio que quiso imponer Hiram Bingham. El surf, en Hawái, estaba profundamente unido al alma del lugar.