El suelo estaba blando. Miró alrededor y era un lleno total: pibitos por todos lados. Se rascó la cabeza como diciendo “¿dónde mierda metí mi gente?”. Entendía que iba a ganar y, por eso, observaba constantemente posibles arterias de escape que los llevaran a un lugar seguro del barrio.

Eran las cuatro de la tarde de un sábado. Si todo salía bien, el barrio sería una caldera. El nuestro… y el que estábamos visitando.

Por entonces no teníamos rivalidad con Santa Teresita, no era nuestro clásico, pero sí eran los más polentas. Allí vivían tres o cuatro elementos que le complicaban la vida a cualquiera: repitentes por excelencia, bravos por historia. No podía ser de otra manera.

Sabíamos bien que ir allí era, en el fondo, perder el tiempo. Pero aceptar la visita acercaba posiciones y daba cierta tranquilidad al cruzarnos con esos tipos en otras actividades del pueblo.

Pasados los años siempre recordamos aquella visita para enaltecer nuestro coraje: fuimos, enfrentamos la situación. Lo que nunca contamos es el cagazo que teníamos. La memoria, por suerte o por defensa, bloquea eso. Así que la historia se queda en su versión heroica: el solo hecho de estar allí era desafiar la propia historia.

Pero Chaca, antes de que se moviera el esférico, fijó condiciones que sabíamos que no se cumplirían. Era parte del partido psicológico que queríamos jugar. Le dejamos todo en sus manos: era el más grande, nuestro referente, el que respondía por nosotros dentro y fuera de la cancha.

Nosotros estábamos semi alineados en el arco que elegimos estratégicamente por si había que evacuar de emergencia. Chaca, en cambio, fue derecho hacia el equipo contrario con su manual de diplomacia. Vimos cómo lo rodearon, discutieron y hasta escuchamos alguna amenaza aislada de personajes que ni siquiera movían la estrategia de Santa Teresita.

En un momento, lo vimos venir hacia nosotros con la sonrisa llena de dientes. Todavía lo recuerdo: incipiente flequillo que de un manotazo corrió al costado, remera azul, pantalón rojo, zapatillas negras con puntera de goma blanca gastada y medias blancas arrolladas en los tobillos, bailándole en las canillas.

—Ya está, muchachos. Jugamos por un jugo concentrado que rinde cinco litros. Hay que ganar sí o sí —nos dijo.

La última frase no sonó del todo convencida. Y añadió:

—Nunca ganemos por más de dos goles, porque nos van a cagar a palos. Si sacamos ventaja de dos, hay que mantenerla hasta el segundo tiempo y dejar que se vengan con un golcito. Así se entusiasman hasta lo último y, cuando gritemos “terminó”, rajamos todos juntos por la calle de don Fontana… y que se metan en el culo el jugo. Nadie gana en esta cancha.

Era cierto: nadie ganaba allí, y casi nunca se jugaba el tiempo reglamentario. Santa Teresita tenía bien ganada su fama de bravo: no se dejaba atropellar. Nuestro barrio se llamaba Figurita, futbolísticamente éramos superiores, una especie de Boca de Bianchi, que sacaba chapa en los momentos difíciles. Barrio Provincia, en cambio, era como River: jugaban muy bien, pero los teníamos de hijos. Santa Teresita… era Chacarita con la barrabrava en la cancha: o te ganaban jugando, o te ganaban a las piñas.

Las dos áreas chicas estaban llenas de barro. Eso obligaba a los arqueros a atajar adelantados.

Los primeros minutos ellos entraron fuerte y discutíamos cada falta con carácter. Nosotros andábamos en la cancha a los saltos, como gacelas.

El primer gol se lo hicieron solos: pase atrás, resbalón del arquero en el barro… y adentro. Nadie festejó. Apenas unas sonrisas mirando al suelo. Ellos empezaron a pelearse por el error y Chaca, desde atrás, nos hacía señas para que mantuviéramos la calma.

Nos fuimos al descanso con un gol arriba. Cruzamos a la capilla a tomar agua, todo medido, sin sobrarles nada.

En el segundo tiempo, ellos se acomodaron. Arreglaron sus diferencias y se nos vinieron con todo. Nos metieron dentro del área.

En un despeje nuestro, la pelota salió a mitad de cancha. El puntero izquierdo la fue a buscar con el último hombre de ellos. Ya lo venían midiendo a la altura de la rodilla. Como la cancha estaba blanda, nuestro delantero amagó a frenar y lo descolocó. El rival ni pensó en la pelota: perdió noción de tiempo y espacio, y esta quedó mansa para llevarla al mano a mano.

El arquero estaba atornillado bajo los tres palos. Sus compañeros le gritaban “¡salile!”. Cuando por fin se decidió, ya estaba regalado. El puntero lo agarró en movimiento, con espacio, y la tocó sutil. La pelota, frenada por el barro, dio tiempo a que los defensores intentaran llegar, pero fue en vano. Dos a cero.

El silencio se apoderó de la cancha. Nosotros, en lugar de festejar, pusimos cara de asustados.

El resto fue como lo planeamos: metidos en nuestro arco, resistiendo. Al final, nos clavaron un gol de otro planeta. Quedaba poco y ahí sí, a defender en serio.

Tres veces gritaron de afuera que el partido había terminado. El que controlaba el tiempo no hacía caso. A la cuarta vez que lo gritó, la pelota era saque de arco nuestro. La retuvimos… y empezaron los insultos.

Chaca fue otra vez con la diplomacia, haciéndonos señas de que nos fuéramos. Cuando se acercó al más bravo de ellos, le dieron un empujón. Se levantó al instante y gritó:

—¡Rajemos!

Nosotros ya le llevábamos ventaja: él había quedado treinta metros atrás. Toda la monada corría por la calle de don Fontana, Chaca en el medio, y todo Santa Teresita detrás.

Entramos a nuestro barrio. A Chaca le acortaban distancia, los cascotazos le picaban cerca. De repente, cayó desplomado. Lo alcanzaron y lo miraban tirado en el suelo como a un perro muerto. Se agarraban la cabeza y discutían.

Chaca se hizo el desmayado.

Cuando se alejaron unos cien metros, Chaca se levantó y les gritó:

—¡Cagaron, mierda!

Fuimos a su encuentro y festejamos esa hazaña durante años, invocando nuestra esencia. Y ahí empezamos a devolverles los cascotazos.

Lo peor estaba por venir.