LA LUZ QUE IMAGINAMOS 8 puntos

(All We Imagine as Light; India/Francia/Países Bajos/Luxemburgo/EE.UU./Bélgica, 2024)

Dirección y guion: Payal Kapadia.

Duración: 118 minutos.

Intérpretes: Kani Kusruti, Divya Prabha, Chhaya Kadam, Hridhu Haroon.

Estreno en salas de cine.

Más vale tarde que nunca: La luz que imaginamos, primer largometraje de ficción de la realizadora india Payal Kapadia, que resultó ganador del Gran Premio del Jurado en la competencia oficial del Festival de Cannes, es una de esas películas que no suelen llegar a la cartelera comercial local y no conviene dejar pasar. Si en su anterior A Night of Knowing Nothing Kapadia construía un inteligente y sensible retrato documental con mucho de fresco generacional, en su película más reciente los personajes son tres mujeres de diferentes edades, aunque una misma extracción social, con el trasfondo de un cuarto personaje tan importante como ellas: Mumbai. Urbe multitudinaria y vibrante, culturalmente diversa y siempre despierta, la gran ciudad india puede ser un lugar de destierro y desencuentro, de esperanzas y desilusiones, de modernidades que conviven con tradiciones milenarias. También de soluciones prácticas a problemas de difícil solución, como esos vagones de tren segregados en los cuales las mujeres pueden viajar más cómodas, lejos de posibles acosos, al menos durante las horas pico.

En uno de esos coches abarrotados regresa a casa Prabha (la actriz Kani Kusruti, célebre por su participación activa en la industria de cine de Kerala), una enfermera de unos cuarenta años que trabaja en una clínica privada y alterna la asistencia en el consultorio ginecológico con el adiestramiento de las compañeras recién iniciadas. Que su esposo, aquel hombre con el cual su familia selló el matrimonio sin mediar romance previo, no le conteste el teléfono desde Alemania, donde se mudó años atrás por razones estrictamente laborales, forma parte del bagaje de experiencias desafortunadas de su vida. En el mismo hospital, pero en la zona de la cocina, trabaja Parvaty (Chhaya Kadam), una mujer mayor y viuda que se enfrenta a un más que probable desalojo, origen de una disyuntiva esencial de cara al futuro. Finalmente, la compañera de piso de Prabha, la veinteañera Anu (Divya Prabha) no puede evitar encontrarse todas las noches con un joven musulmán, a pesar de atentar contra las normas del decoro e ir a contramano de los deseos de los padres de los amantes.

El vínculo entre esos tres personajes empuja la trama, pero también son importantes los intercambios de Anu con el muchacho y los de Prabha con un doctor que la corteja. La película de Kapadia, sin embargo, está a años luz de los romances color de rosa, con o sin espinas, o los coloridos bailes y canciones del cine popular indio. Si algo une a esas mujeres, además del lugar de trabajo y la ciudad que lo contiene, es su origen en zonas rurales del interior del gran país asiático. No es casual que los diálogos de La luz que imaginamos alternen el maratí local con el hindi, con su consiguiente inyección de palabras en inglés, pero también el malayalam de origen, entre otras lenguas y dialectos. Tampoco lo es que el guion divida en dos mitades el relato: luego de la primera hora de proyección, el film abandona la abigarrada metrópolis para mudarse a un pueblo costero, el lugar de nacimiento de Parvaty. Una mudanza quizás definitiva para ella, un viaje de un par de días para sus compañeras.

Paréntesis y espacio ideal para la catarsis, las protagonistas se enfrentan al comienzo del resto de sus vidas frente al mar. Para Parvaty un regreso al origen, en tanto que Anu se ve empujada a tomar una resolución vital con vistas al futuro y Prabha se topa con una situación inesperada que, de manera simbólica, la enfrenta con decisiones pasadas. Visualmente arrebatadora, La luz que imaginamos logra conectar narrativa y sensorialmente con el espectador sea este del lugar que fuere: más allá de la estimable cualidad culturalmente local del film, sus sedimentos emocionales son de una enorme universalidad. No es un logro menor, más bien todo lo contrario. Melancólica y bella, aunque no de forma obvia, la película es la creación de una cineasta en pleno control de aquello que quiere contar y cómo hacerlo, al mismo tiempo delicada y potente, como esas composiciones de la mítica monje y pianista etíope Emahoy Tsegué-Maryam Guèbrou que forman parte de la banda sonora.