La revolución de octubre rompió la lógica de los tiempos y quebró los esquemas interpretativos y propositivos de la II Internacional. Los bolcheviques no se resignaron a esa concepción del tiempo lineal, progresiva y teleológica que exigía pasar previamente por un largo estadio de desarrollo liberal burgués antes de llegar al socialismo. Tampoco se sometieron a las limitaciones de lo que, en el argot de la época, se llamaban las condiciones objetivas, ni permanecieron a la espera  de que el desarrollo mecánico de las fuerzas productivas les diera luz verde para la subversión. Los bolcheviques leyeron las condiciones materiales como condiciones de posibilidad, acelerando –con ciertas dosis de voluntarismo– el tiempo histórico y dilatando los límites de lo posible por medio de la acción subjetiva. La acción política de los bolcheviques se movió entre la urgencia y el sentido de la oportunidad, entre su negativa a concebir el socialismo como advenimiento fatal y el olfato que les llevó a lanzarse a la toma del poder justo en el momento en que el poder estuvo al alcance de sus manos.

Esta oportunidad se fundamentó en los análisis de Lenin acerca del “Imperialismo como etapa superior del capitalismo” y en la teoría consecuente del “eslabón más débil”. Lenin planteaba que las cadenas del capitalismo no se romperían allí donde el desarrollo económico había narcotizado a una parte de la clase obrera y cooptado a los dirigentes socialdemócratas, sino en los países de la periferia, donde al malestar por la explotación económica podía sumarse el rechazo a la dominación del capital extranjero. La conclusión de que en su fase de desarrollo imperialista el capitalismo canalizaba la competitividad intranacional hacia fuera, lanzando a los países a confrontar militarmente por la apropiación de recursos y la apertura de mercados, fue vista por Lenin como una oportunidad para, apelando al malestar popular, convertir esa guerra de intereses económicos entre Estados en una guerra nacional entre clases, que sería, a su vez, el detonante de la revolución mundial. 

Las condiciones económicas, sociales, políticas y culturales de Rusia no se acercaban ni de lejos a las condiciones siquiera suficientes fijadas por el socialismo de la II Internacional para acometer una revolución socialista. Sin embargo, algunas de las claves para entender el triunfo de la revolución socialista en Rusia y sus posteriores limitaciones radica –más que en el contraste en bruto entre la Rusia de entonces y el occidente europeo– en considerar cómo y en qué lugares del país sí se habían dado importantes y peculiares procesos de desarrollo económico, así como en atender a la larga trayectoria de unos ambientes políticos e intelectuales intensos y complejos. Es cierto que la Rusia de principios del siglo XX era un vasto imperio autocrático compuesto por multitud de naciones y grupos étnicos, donde el campesinado constituía aproximadamente el 80 por 100 de la población y donde los niveles de alfabetismo eran ínfimos. Pero también lo es que en sus principales ciudades, en San Petersburgo y Moscú especialmente, se había producido una vigorosa industrialización impulsada por la inversión del capital extranjero y el respaldo del Estado zarista. Al calor de ese proceso se había formado un proletariado joven cuya conciencia como sujeto político había crecido infinitamente más rápido que cualquiera de los cauces de integración en un mercado interno poco desarrollado y en un Estado autocrático. Por otra parte, el San Petersburgo de principios del siglo XX era un hervidero intelectual donde se daban cita la tradición anarquista de Bakunin y Kropotkin, el populismo radical agrario de los naródnik y, más intensamente, las principales corrientes marxistas de la Europa de la época, dentro de las cuales había destacado la figura del ruso Gueorgui Plejánov. La conexión intelectual del socialismo ruso con el europeo se intensificó y enriqueció gracias al exilio, que a veces tan contraproducente resulta para los Estados que tratan de expulsar la disidencia y aislar a sus países. La pasión y el encono con que se libraba la batalla de las ideas en la Rusia inmediatamente anterior a la revolución prefiguraron en cierto sentido la radicalidad con que se acometió una revolución encabezada por dirigentes políticos que, a su vez, eran intelectuales y que en ningún momento del proceso dejaron de ejercer de tales. Prueba de ello es la ingente producción escrita de Lenin en aquellas condiciones o la imagen espectacular de Trotsky escribiendo su “Anti- Kautsky” en un tren blindado que atravesaba toda Rusia mientras dirigía al Ejército Rojo en medio de la Guerra Civil. Para aquellos revolucionarios, las ideas pesaban tanto o más que las balas.

Fragmentos del artículo “Los tiempos de la Revolución rusa (1917- 2017)”.