Para Tere Andruetto

Los fuertes golpes en la puerta sorprenden a Iris, que está leyendo, sentada en el pequeño comedor. No comprende quién con este diluvio se aventura a salir. Llueve y como siempre que sucede, éste lado del pueblo, el lado Sur, queda convertido en un gran charco de barro. Solo queda quedarse en casa y en su caso, disfrutar de la biblioteca de sus padres.

Arroyo de los Olivos, como casi todos los pueblos de la zona, creció a la vera del ferrocarril. Un pueblo que trae como pecado original el nacer dividido por la vía. Del lado de la estación, al norte, circundan la plaza del pueblo, la sede comunal, la capilla -donde una vez al mes viene un cura a dar los sacramentos y una breve misa-, la comisaría y el banco, que también hace las veces de estafeta de correo. Ahí las calles son de ripio y canto rodado, se concentran las casas más grandes, los pocos negocios, y por último la cooperativa agrícola; ésta es la que mueve al pueblo comercialmente, y es donde trabaja Giorgio, su padre, un piamontés bravo que luego de jugarse la vida en la guerra vino a América a buscar el pan y la paz que su tierra no pudo darle. Y con ese trabajo y el esfuerzo de Adela, su compañera criolla,construyeron ese hogar al Sur de la vía, en un barrio sin veredas donde ahora, mientras anochece y llueve, alguien golpea la puerta.

–¡Quién será con esta lluvia! –La madre sale de la cocina, hablando más con ella misma que con su hija. Iris la ve pasar hacia la puerta por el ambiente más grande de la casa, donde se desarrolla la vida diaria. una mesa de pino, cuatro sillas de paja y el tesoro familiar: La Biblioteca. El orgullo de su padre y su madre, y el yacimiento de aventuras para Iris. Y en ella los libros más variados: diccionarios, alguna enciclopedia juvenil y muchos libros de la colección Robin Hood, que fueron la escuela para que su padre, con su esposa como maestra aprendiera su nuevo idioma, y con los que Iris entretiene las horas fuera de la escuela. Porque ellos, los libros, son sus amigos. En ellos se sumerge a vivir las mayores aventuras y los momentos más dramáticos sin sentirse distinta. Porque Iris es pequeña, pero a los once años entiende muchas cosas, y ese inocente pero no menos cruel “juego de las diferencias” infantil no le es ajeno. Ella lo ve en la escuela, que irónicamente, es el único edificio importante al sur de las vías, el lado del barro y el humo. Y ahí es donde todas las mañanas, en la fila recibiendo la bandera, es donde empieza el juego. La fila de uniformes blancos que no son ni tan blancos ni tan uniformes, y que los días de lluvia –no éste día, donde diluvia y alguien está llamando a la puerta– el barro se apodera de los habitantes del barrio. Y allí, impecable llega Mirta, la hija de don Francisco, el constructor. Es más alta que sus compañeros, tiene el pelo rojo y una mirada azul penetrante. Al bajar de la estanciera de su papá con sus pies secos, su guardapolvo impecable que se renueva cada año y sus útiles bonitos, se ven los indicios de esa diferencia muda que existe entre unos y otros. Eso piensa Iris cuando Mirta pasa frente a sus compañeros, sin mirar a nadie, y se ubica en su lugar de la fila. Es muy callada y se da poco con ellos. A Iris ese silencio la intimida. ¡Su mirada azul es tan diferente! Nada alienta el acercamiento.

Francisco, el padre de Mirta, ha construido y construye casi todas las casas del pueblo. Es un hombre robusto, pelirrojo y de ojos azules como Mirta, altivo y con cierto aire de superioridad. En cambio Nora, su mamá, es una mujer pequeña, reservada y de rostro amable. Suele cruzarse y charlar con Adela cuando hacen las compras, y si las niñas están con ellas, estas han aprendido muy bien cómo evitarse disimuladamente, escondiéndose entre los enseres y bultos del almacén.

Si bien no son una familia adinerada, Mirta y sus padres viven en una casa bonita en el lado Norte y tienen un pasar más cómodo dado que a diferencia de casi todo el resto del pueblo, don Francisco cobra en efectivo o con materiales de construcción que le permiten avanzar con su negocio. Los que viven del otro lado de la vía, son jornaleros o como su papá, trabajan en la cooperativa, lo cual los somete a los vaivenes de la misma. Más de una vez Giorgio recibió su salario en productos lácteos, teniendo que salir a venderlos a los pueblos vecinos en su bicicleta para subsistir.

–”¡Se aprovechan de que no entiendo y me dan quesos por pesos!” –decía el padre riendo, ante la mirada preocupada de su mujer.

Todo eso genera en Iris una brecha insalvable con su compañera. No se siente a gusto con ella, y si bien no la evita, la distancia existe.

Y tal vez por eso ahora es ella la mayor sorprendida cuando ve que en ese anochecer de lluvia torrencial, al abrir su madre la puerta, del otro lado, totalmente empapada y con los pies llenos de barro, está Nora, la madre de Mirta.

Adela hace pasar a la mujer, y manda a Iris a buscar una toalla para que Nora se seque.

–Estoy bien así, sólo ayudeme con esto –dijo Nora y le extiende un sobre, quizás lo único seco que le queda a la madre de su compañera. Adela lo toma, y mira seriamente a su hija.

–Andá a la cocina, y revolvé la sopa hasta que yo vaya–

Iris obedece a su madre totalmente intrigada: ¿Qué está pasando?¿Qué hace esa mujer en su casa, a esta hora y con esta lluvia?. Mientras revuelve la sopa, estira su cuello y alcanza a vislumbrar la escena: Adela con el sobre ya abierto, leyendo y explicando algo a Nora. Ve la cara de alivio de Nora, y ve también cómo rompe en llanto y se abraza a su madre, que le acaricia la espalda a esa mujer, como hace con ella cuando alguna noche despierta llorando de una pesadilla y su desesperación es infinita. Nora por fin se recupera, Adela la invita a quedarse, ella se niega. Iris, sin darse cuenta, ya está de pie junto a su madre. Nora repara en ella, y la mira con una ternura que Iris no espera.

–Hola Iris –dice Nora aún con el hipo del llanto– ¿como estas? –Su voz es suave, amable.

–Be...bien –responde Iris, un poco sorprendida.

–Mirta siempre me cuenta que sos buena alumna y que te gusta leer mucho. Ella te admira, pero es un poquito tímida, como yo. Nos gustaría que vengas a tomar la leche a casa algún dia. Ahora tengo que irme. –Se vuelve hacia Adela y, conmovida, la abraza.

–Gracias, gracias!

Nora se aleja, con la noche cerrándose sobre ella. Entran a la casa. Adela está seria y pensativa.

–Mamá ¿qué pasó? -Iris trata de entender lo que acaba de suceder. No exige, pero necesita una explicación.

–La madre de Nora está muy enferma en Río Cuarto. Hoy recibió carta de su hermana y Francisco está en Villa María comprando materiales.

–¿Y para qué vino a casa?

Adela miró a su hija con dulzura.

–Vino a pedirme que le lea la carta. Nora no sabe leer.

De pronto Iris siente que algo se apodera de su garganta, una leve presión, algo que pasa rápidamente hacia sus ojos convertido en dos pequeñas lágrimas. Recuerda una de sus pesadillas, cuando siente que está en un lugar oscuro, desconocido, y nadie le habla. Y piensa en Nora y la oscuridad de no saber. Su mente de niña es un torbellino ¡Tiene tantas preguntas! ¿Por qué un grande no sabe leer? ¿Es mucha la gente que no sabe? Algo se mueve en ella, algo cambia, algo comprende, y por eso no se pregunta por qué no le dio la carta a su hija, en vez de caminar hasta su casa, en esta noche donde el cielo se viene abajo. Finalmente, elige sólo una de todas esas preguntas.

–¿La abuela de Mirta está bien?

Adela se agacha, mira a su hija, la abraza.

Afuera ya no llueve.