Parado frente a la tumba de su abuela, decidió matarse. No sabía cómo. La sed no lo dejaba pensar. Estaba decidido y cansado. Sus rodillas, endebles, no pudieron soportar el peso del cuerpo, cayendo, sin reflejos, sobre la tierra removida de la tumba, aún fresca. La sintió fría. Sintió en ella la humedad que le faltaba a sus labios y pensó en morderla. Pensó en la muerte y luego en la vida. Quería descansar un rato, o para siempre.
Las hojas de un fino palo santo apaciguaban la crueldad del sol. Despegó sus labios secos y agrietados intentando encontrar humedad en el aire. Con la lengua recorrió los labios y luego el paladar. Quiso tragar saliva. Pensó que era un buen momento para morir. Le hubiese gustado dejarle flores a su abuela. Esas amarillas con puntos rojos que tanto le gustaban. Ella solía contárselo por las mañanas cuando preparaba el desayuno: “Flores tan hermosas que daba pena dejar de verlas”. La imaginó recogiéndolas a orillas del Bermejito. Guardó ese instante de felicidad como si fuera suyo. A punto de dormirse, Naldo pensó en las flores, en un jarrón con agua, y en los olores que trae la lluvia.
Oyó perros ladrar. Perezosamente atinó a enderezarse sosteniéndose con los codos. Miró a los tábanos recorrer sus piernas cimarronas. Oía los ladridos retumbar por todo el cementerio cuando logró sentarse y apoyar la espalda contra el palo santo. Vio a lo lejos, hacía el norte, que nacía una tormenta. Pensó en la palabra: desnuda. En esa cruz desnuda sin nombre y en su abuela desnuda bajo la tierra a sus pies. Tan sin nombre, como sin vida. En las arrugas del cuerpo y del rostro, como surcos que se cruzan y encastran con los surcos de la tierra y de la vida allí abajo. Raíces, bichos y agua. Sin flores. Una cruz desnuda, sin vida, sin nombre, sin flores.
Salió por la puerta trasera del cementerio que da a la entrada del pueblo. Debía atravesar Pompeya a pie para llegar al Bermejito. Entrecerraba los ojos cada vez que una gota de sudor se desprendía de la frente. Intentó despegar la remera de su pecho y espalda. Solo un poco de tierra cedió. Pensó entrar al pueblo a tomar agua y cargar una botella para el viaje. Miró hacia el sol. Carraspeó la garganta. Calculó el tiempo que le llevaría atravesar la escuela El Atento, luego el paraje Palma Sola, y, kilómetros después, llegar al río Bermejito. Sintió el sol arder en su cuello. Cerró los dedos, como se cierra un bicho bolita, formando un puño. Respiró corto, marchó hacia El Atento.
Rodeó la escuela abriéndose paso entre el alambrado y la maleza virgen. Observó al otro lado del viejo río, ahora lleno de espinillos, el lago Suri, y en él, el reflejo turbio del sol. Se imaginó sumergiéndose, nadando, hasta por fin, rendido y cansado, ahogarse. Pensó que era un final romántico para su vida. No se entretuvo en el dolor y el sufrimiento de la asfixia, pensó que su cuerpo sería succionado por la máquina potabilizadora y, lo que quedara, viviría en las personas del pueblo que lo bebieran. Estaría en todos. Lleno de vida.
Confiaba en que, a orillas del Bermejito, pasando Palma Sola, encontraría las flores que su abuela le había contado: “Al amanecer bordeaba el río. Elegía cada una de las flores que llevaría a casa. Volvía rápido, colocaba el jarrón con flores en el centro de la mesa, y antes de que papá y mamá se levantaran, preparaba el desayuno para los tres”. Decidido a encontrarlas, caminó torpe y perseverante. Sin notar sus lágrimas, apoyó el pie derecho. Sin sentirse liviano, apoyó el izquierdo.
Se detuvo a la sombra de un palám palám. Faltaba poco. Naldo no lo sabía. Trataba de ubicar el sol en la tarde espesa. Grises nubes que avanzaban inquebrantables enturbiaban la vista. Estaba desorientado. Creyó que dormir sería bueno. Tal vez la tormenta lo alcanzaría y refrescaría su andar. Vio más allá de unos cactus, un bidón blanco. No llevaba etiquetas, solo una tapa verde. La desenroscó. Vio los restos de un líquido, también verdoso. El olor no le era familiar. Volcó lo que pudo, era consistente. Pensó que podía usarlo de florero y sintió una especie de alegría recorriéndole el cuerpo. Un cosquilleo agradable. Extrañamente agradable. Se sacudió la tierra de los pantalones y enfiló rumbo a Palma Sola.
Llegó a un pozo de agua, arrojó una piedra y la escuchó golpear contra el fondo. Juntó otra. Caminó hasta dar con otro pozo del paraje. Al lanzarla arrimó el oído a la boca. Escuchó el choque de la piedra con el agua y el salpicar de las gotas. Improvisó una escalera. Entró. Llenó el bidón y bebió de a sorbos largos. La mezcla del agua clara con los residuos verdes se le escurría por las comisuras. Se mojó la cara y el pelo. Usó una mano como cuenco y se humedeció el cuello. Volvió a cargar el bidón y salió.
Recorrió por horas las orillas del Bermejito. Estaba cerca. Lo intuía. Miró el grisáceo cielo de la tarde sin encontrar una referencia del sol, o del tiempo de sol que le quedaba. Calculó que sería poco. Necesitaba encontrar las flores y volver antes del anochecer, y así fue. Estaban a los pies de un cosumel. Arraigadas y escondidas entre raíces y hongos. Las arrancó con delicadeza. Eran pocas. Suficientes para el bidón. Quitó la última y admiró los colores. Metió la punta de los dedos en el agua del bidón y la salpicó. Acarició los pétalos y sintió su aroma.
Pensó en volver al cementerio a dejar las flores. Podría dejar algunas en el bidón y otras trasplantarlas a la tierra de la tumba. La llenaría de flores y de colores. De fragancias y recuerdos. Encontraría más y decoraría las tumbas vecinas y, por qué no, el resto del cementerio. Imaginó olores y recuerdos flotando sobre nichos, bóvedas y tumbas. Imaginó la reacción en la gente del pueblo y cuánto lo querrían. Lo admirarían por renovar el cementerio. Sonrió por primera vez. Tenía un sueño. Una meta. Crearía algo hermoso.
Entrada la noche se arrodilló sobre la tumba de la abuela. Apoyó el bidón con flores. Apartó cuatro y enterró dos a cada lado de la cruz. Sonrío al ver las flores junto al palo santo. Un fuerte dolor en la panza lo llevó a sentarse sobre los talones. Recorrió con la mirada todo el cementerio. Lo imaginó repleto de flores y vida. Le pondría el nombre de su abuela a las flores cuando los vecinos le preguntaran qué flor era. Quiso levantarse. Un breve mareo se lo impidió. Viviría de vender flores y embellecer el cementerio. Apoyó la espalda en el árbol frente a la tumba de la abuela. Sintió el cuerpo pesado y un frío vaho trepar por los pies. Escuchó la noche rugir sobre él. Vio dos fugaces relámpagos iluminar las flores. Cerró los párpados y oyó las primeras gotas chocar con la tierra. Al amanecer saldría a buscar más flores como lo hacía su abuela. Sonreía al imaginarlo. La recordó arropándolo en la noche. Sintió un beso en la frente y el olor del perfume de su abuela mezclándose con el perfume de las flores. No sintió las gotas golpear contra su cuerpo ni el barro de la tumba escurriéndose entre sus dedos.