Cada vez que veo esta película lloro. Lloro con ruido. Con ganas. Me conmueve la historia. El vínculo entre ese padre y ese hijo. La capacidad que tenemos los seres humanos de poder imaginar… Y también pienso sobre la finitud de la vida o en un sentido más concreto, en la muerte.
Vi El gran pez por primera vez en mi casa de Banfield, la alquilé en VHS, en Video Club Sur. Amaba elegir las películas que iba a ver y me quedaba un largo rato mirando la sinopsis detrás de las cajitas.
Todos nos vamos a morir. Esa es la única certeza. Siempre desde chica, me preguntaba si era mejor morirse de golpe o saber que te vas a morir. Si existiera una bruja como en la de El gran pez, creo que prefería no ver el final de mi existencia. Me gustaría morir de vieja. Juego con la idea de que mi partida de defunción tenga una última licencia poética en la que no se cuente lo físico sino la última pulsión de vida. Se murió divagando. Lúcida. Enojada. Feliz. Llorando por no querer morirse.
En ese mientras tanto vivimos… Podemos elegir vivir con fuerza, imaginando como lo hace Edward Bloom o no creer en nada y simplemente vivir. Los que escribimos trabajamos con la imaginación. Creamos historias, inventamos vidas. Eso es lo más maravilloso que tiene escribir: dar vida. El padre cree con fuerzas en las historias que vivió con el gigante, con los habitantes que andan descalzos en el pueblo de Spectre, con el dueño de un circo que era hombre lobo, con el poeta que quiso robar un banco en bancarrota o con las siamesas coreanas que conoció estando en la guerra. El hijo no cree en nada. Está convencido de que desconoce gran parte de la vida de su padre que son dos desconocidos que se conocen muy bien.
¿Cómo nos despedimos de nuestros muertos? La muerte es inusual y a veces no avisa. A veces no hay despedidas y todo se vuelve más injusto.
La primera vez que vi El gran pez lo que más me conmovió fue la imagen del final, cuando en el velorio, su hijo descubre que todas las historias que le relataba su papá eran verdaderas. Y ahí estaban todos, tal vez no exactamente tal cual cómo los describió, pero si existían de verdad, ¿acaso los recuerdos no se vuelven un poco deformes con el paso del tiempo? Luego, me detenía más en la escena del hospital, en la pregunta: “¿Cómo me voy?”. ¿Cómo nos vamos de este mundo?
Cuando murió mi papá, la película se resignificó. Siento que mi padre también tuvo una muerte bella; en su casa, con su mujer y sus hijas. Una larga noche en donde junto con nosotras pudo jugar e imaginar entre lo real y ese limbo tan sutil del querer permanecer cuando nos estamos yendo y somos conscientes de eso. Él imaginó estar en el mar, sentir los pies mojados. Reírse. Ir a pescar y quedarse ahí por horas. Ver a su hermano en el agua y gritarle desde la orilla “cuidado con las olas…”. Por un momento, en esa noche las cuatro estuvimos en el mar.
Hace unos meses la volví a ver con mi compañero y los dos lloramos. Hicimos un silencio largo después de que terminó la película. Con el paso del tiempo y con las pérdidas que uno va acumulando, uno encuentra incluso más sentido a las historias que conoce. Creo que la orfandad siempre duele. Podemos tener hambre de vida desde niños y llegar al final con la panza llena de vida como Edward Bloom.
Tengo resaltada en verde una de las notas de Chéjov en su libro Cuaderno de anotaciones: “La muerte nos causa espanto. Pero sería aún más espantoso saber que viviremos eternamente, sin morir una sola vez”. Y creo que tiene un poco de razón, es justamente el hecho de saber que nos vamos a morir lo que nos hace amar tanto a la vida y aferrarnos a ella hasta el final… Sería lindo que existiera un cielo. Que esa frase que te dicen de chico sea cierta. Y ahí sí… morir para ir al cielo. La muerte debería tener un lugar concreto. Un lugar donde podamos permanecer. En donde podamos quedarnos para siempre… pero bueno, ese es el gran misterio de la vida.
Paula Marrón nació en Buenos Aires en 1982. Es directora y actriz, y se diplomó en dramaturgia en el Centro Cultural Paco Urondo, de la facultad de Filosofía y Letras. Se formó, entre otros maestros, con Mauricio Kartun, Ariel Barchilón, Santiago Loza, Andrés Gallina y Elvira Onetto. En 2019, estrenó su primera obra como autora, De ilusiones se vive. Actualmente es asistente de dirección de Ricardo Bartís en La gesta heroica. En 2024, ganó la primera edición del Concurso de Dramaturgia Ricardo Monti con su obra El último gol de Sáenz Peña, que se puede ver los domingos a las 18 en el Teatro del Pueblo.