No alcanzan los dedos de las manos para contar todos los libros que escribió Carlos Ríos. Con una trabajo que abarca poesía, narrativa y ensayo, el autor acaba de publicar “Estonia” por la editorial Club Hem. Sin embargo, Ríos dice que en vez de escritor se piensa como un “mayordomo de palabras”: alguien que busca abastecer a las historias de lenguaje. Cuando dice “lenguaje”, el autor oriundo de Santa Teresita lo hace según la acepción del poeta y lingüista peruano Mario Montalbetti, que sostenía una diferencia entre “la lengua” como objeto histórico, los idiomas, los diccionarios y las normativas de la comunicación; y el “lenguaje”, entendido como la capacidad humana de organizar palabras con un fin más allá del comunicacional: la posibilidad artística y expresiva del uso de la lengua. El lenguaje, entonces, como la capacidad humana de hacer poesía.
A Ríos, está claro, le interesa la segunda opción. No es un escritor realista ni mimético, y el puñado de palabras que repite varias veces al ser entrevistado señala cómo piensa la escritura: tránsito, brújula, territorio, imaginación, recorrido, traducción. Si estos sustantivos tienen algo en común, es la idea de movimiento, de ir y venir entre el terreno de la imaginación y el de su posterior traducción a la escritura. Ya lo dijo Piglia: el viaje es uno de los orígenes de la narración. Observar, volver y contarle a los otros aquello visto, especialmente cuando lo visto es un sueño febril que la imaginación rumia una y otra vez.
No es la primera vez que Ríos enlaza movimiento y literatura. A comienzos de este año publicó “Diario de los chapuzones” (Bosque Energético), donde explora el vínculo entre darse un chapuzón y la escritura. Para su última novela, “Estonia”, recorrió el país del norte de Europa desde el aislamiento en su casa de La Plata, a través de Google Maps y radios locales, y dejó que la ficción hiciera lo suyo. “Escribir es traducir”, puede decirse en su caso. Carlos hila más fino: “se traduce al trasladar paisajes, experiencias y fijarlos en la escritura”.
—Durante la pandemia llevaste un diario íntimo colectivo en donde vos te reportabas como si estuvieras en Estonia. ¿Estas entradas formaron parte del libro?
—Sí, pero después fui agregando cosas. En la novela, el mundo se degrada hasta un punto de no retorno y surge un estado totalitario, jurídico-sanitario, que crea una burbuja llamada Estonia. El sistema coloca allí a personas de manera aleatoria: alguien puede ser relocalizado como castigo, pero antes debe ser reseteado y puesto a prueba. La burbuja no es hermética, tiene poros que permiten entrar, salir y traficar, y a su alrededor se forman suburbios en movimiento. La historia recupera ese paisaje distópico, en ruinas, de una sociedad postapocalíptica. En la segunda parte aparecen las entradas del diario, un paraíso sin conflicto, donde el protagonista camina con un gatito, mira y observa. Ese mundo que mira Durkal, el protagonista, ya no existe más: si hoy vas al Street View, lo que describo en esas entradas cambió. Entonces, lo que yo vi en tiempos de pandemia cuando hacía mis recorridos ya no está. Y eso me parece muy interesante, porque lo que quedó en la novela funciona como un registro fijo. Esa es también una función de la literatura: captar atmósferas, atrapar en el aire algo que está y traducirlo en clave narrativa.
Por más que hable de Estonia, siempre estoy hablando un poco de mi vida formativa, que fue junto al mar. Yo nací en Santa Teresita, me considero un costero. En la playa y en el mar voy encontrando mis claves narrativas. Si bien parece que escribo sobre Estonia o sobre un futuro posible, en realidad estoy pensando en mi propio territorio, aunque aparezca de manera subalterna. Hay comparaciones entre la geografía de Estonia y la pampa bonaerense porque ahí encuentro mi esencia narrativa. Así aparece el fenómeno del lenguaje, que sufre procesos de distorsión y transformación para poder decir algo sobre lo real. En esas alteraciones y distorsiones de los mundos que voy creando, se puede detectar algo posible. Una traducción de lo real, pero también una lectura del mundo en el que nos movemos.
—Qué interesante que traigas la palabra “paraíso” para hablar de la segunda parte. Como lectora, la sensación que tuve al principio fue de estar algo desorientada, por el procedimiento mismo con el lenguaje. Por eso me sorprendió que en la segunda parte el tratamiento fuera más cotidiano, casi como el momento del libro en que el lector puede descansar, hacer la plancha. ¿Cómo pensaste el contraste entre esos dos registros de escritura?
—Los tres movimientos de la novela responden a impactos distintos de esa realidad distópica que se cuenta. Pero siempre pienso en el tránsito conjunto. Cuando preguntan si pienso en un lector al escribir, yo diría que más que pensar en un lector o una lectora, pienso en formas de transitar. Si vamos a caminar juntos por este territorio, que sea encontrando modulaciones en el lenguaje que nos permitan hacer ese recorrido. No me gustan las novelas donde los escritores o escritoras le sueltan la mano al lector, lo hacen pasar por zonas de dolor o lo dejan solo. Yo trato de que los registros que se abren en la novela acompañen a lectores y lectoras, y a su vez yo ser también acompañado por esas personas que no conozco, pero que van animando el deseo de continuar por esos territorios, compartiendo incertidumbres.
Si en el siglo XXI todavía existe el deseo de escribir novelas, para mí tiene que ser un deseo colectivo. La novela debe entrar en la vida comunitaria. Ya no sirve esa idea de la novela como propiedad, como algo cerrado. Prefiero pensar en que lectores y lectoras también recrean lo que leen, lo amplifican, lo modulan. A veces siento que las novelas quedan como a medias: yo ofrezco un recorrido, pero la brújula para transitar por ella se encuentra colectivamente. Esa es también una política de la novela.
—¿Cómo sería eso de la política de la novela?
—Tiene que ver con pensar que en las novelas surgen voces, caracterizaciones, gestos que intervienen desde distintos orígenes: algunos claros y otros más ignotos. Esas gestualidades son sociales. A veces se piensa que de lo individual se va hacia lo colectivo; a mí me gusta pensarlo al revés: podemos construir individualidades porque somos sujetos sociales, comunitarios, colectivos. La novela, entonces, debe adecuarse a ese recorrido: de lo social a lo individual, a lo particular, pero con la base de que ahí hay un pueblo sonando. Porque una novela es un altavoz; para mí, el altavoz del pueblo. En un altavoz, a veces escuchás claramente una consigna o una frase, y otras veces se convierte en ruido. Se escucha más el sonido que las palabras. La novela tiene esa dualidad: claridad y ruido. Quienes escribimos tenemos que trabajar en esa tensión: lo que se entiende, lo que no, lo que queda como ruido. La novela todavía tiene la función de cartografiar esas escuchas: voces que se cruzan, que se solapan, que tienen que ver con discursos del poder, con legitimaciones, con lo que queda adentro y lo que queda afuera. ¿Qué puede hacer la novela con todo eso? Darle juego. Que nos permita recorrer, detectar por dónde ir, aunque no organice ni ordene. Y lo bueno es que, cuando me preguntan por la novela, puedo ensayar apreciaciones que no son explicaciones cerradas del libro, sino modos de seguir pensándolo.
— En algún momento dijiste que sos un escritor distinto en cada libro. ¿Qué escritor sos en “Estonia”?
—Siempre estoy pensando hacia dónde me va a llevar el próximo libro. Más que sentirme un escritor que puede publicar mucho y tener un reconocimiento social, yo me siento como alguien que está en un lugar con la capacidad de abastecer. Como un mayordomo de palabras. Tengo que ir abasteciendo esas historias que se insinúan, que aparecen, que se van esbozando. Y hay un momento de gran claridad: estar escribiendo y mirando lo que pasa. Yo soy un testigo en esto de la mayordomía de las palabras, entonces, abastezco. Tengo algunos propósitos, intenciones propias, pero no siempre se resuelven. Lo que hago es ver una situación y abastecerla de palabras. Narro porque veo. Es como mirar una pared y ver ahí proyectadas imágenes de lo que cuento, de esas personas moviéndose. Y lo siento así: como que esos seres están en algún lugar del mundo todavía, haciendo sus cosas. Siento que eso sigue activo en algún lado, y que yo tuve el privilegio de observarlo, de vivirlo y de poder contar lo que vi. Soy un traductor, alguien que traslada paisajes, experiencias. Esa es mi misión: ir, volver y contar lo que sucedió.
—¿Cómo empezaste a ver esa imagen en movimiento por la que circulan estos personajes?
—Me ocurrió siempre, desde chico. Desde mi infancia en Santa Teresita, cuando empezaba a escribir sin haber leído todavía mucha literatura. En la escuela primaria mis maestras nos leían mucho, muchos libros de aventuras. Me acuerdo en particular de un libro que tenía algunos relatos de María Elena Walsh. Había un episodio hermoso que para mí fue constitutivo: se contaba que alumnos y alumnas volvían de vacaciones y le traían a su maestra regalos de los distintos lugares a donde habían ido. Una manzana de Río Negro, algo de tal provincia… Y en un momento, el relato decía: “Caracoles de Santa Teresita”. Para mí fue un asombro enorme. Yo no pensaba que Santa Teresita pudiera estar adentro de un libro. Y, sin embargo, estaba. Yo podía verlo escrito y podía ver el dibujo del caracol. Fue un momento fundacional. Después vino un largo recorrido: viví en México, leí mucha literatura brasileña y eso permeó mi escritura, que a veces suena más mexicana o brasileña que argentina. También trabajé catorce años en contexto de encierro, y esas aulas fueron modulando intensidades en lo que he escrito: poemas, pequeños ensayos, pero sobre todo en las novelas. En esos ensambles aparece la zona desde donde puedo seguir escribiendo: la voz de mi maestra en la infancia, el portugués, las aulas del encierro, las modulaciones sociales de la lengua. Y ahí siguen emergiendo mundos que parecen distantes, pero son más cercanos de lo que pensamos. Es ese movimiento de ir a buscar algo, traerlo y narrarlo, encontrarlo. Porque la literatura también permite configurar nuestras identidades. Cuando leés algo que en apariencia no tiene nada que ver con tu vida, tu espesura biográfica empieza a drenar en ese texto, a ocuparlo, a abastecerlo de sentidos. Entonces, lo que parecía lejano, loco, ajeno a tu experiencia, empieza a ser trabajado por ella para posibilitar aproximaciones, puentes. Eso es lo más hermoso de la literatura: ahí es donde se conjuga la experiencia.
—“Estonia” es un libro que plantea un desafío para el lector o la lectora. ¿Qué pensás de esto?
—Me interesa cuando la literatura propicia eso, porque si no, estamos en un mundo decorativo, en un mundo que no impone desafíos. Las redes, por ejemplo. Si la literatura no te impone el desafío de leer, de ir a buscar un libro… ¿qué puede hacer? Una novela es una conversación dilatada, que propone una línea de tiempo diferente a la de las redes, a la de la vida cotidiana, a la vida del trabajo. Instala una temporalidad distinta. El arte en general lo hace, pero en particular las artes del lenguaje pueden propiciar eso: trabajar una temporalidad que te permite, de repente, darte vuelta y ver las cosas con un sistema de percepción que ya tenemos, pero que a veces necesitamos que el arte lo active, lo ponga en luz verde. Y cuando lo pone en luz verde, empezás a ver el mundo con claridad. Cerrás el libro, y esa claridad permanece un poquito. Después se disgrega. Y hay que ir hacia otros libros también, para que no se pierda.
—Vos no solo escribís libros, sino que los materializás. ¿Cómo es esa relación entre escritor y editor? Por ejemplo, en tu proyecto con la Oficina Perambulante.
—Lo que siento es que, al asumir los procedimientos de la edición no industrial no solo de mis producciones, sino también de autores y autoras contemporáneos, lo que hago es continuar la escritura. Es ensamblar el proceso de escribir y asimilarlo al resto de los procedimientos de la edición. La edición artesanal produce justamente eso: un ensamble más. Son pequeños libros que se convierten en excusas para conversar. Yo atiendo mi puesto en las ferias, y siempre hay una conversación de por medio con quienes desean adquirirlos, conservarlos, leerlos. Me interesa eso: que la escritura no ocupe un lugar central, sino que esté asimilada al objeto. Primero conversamos sobre lo artesanal, y después la lectura también se convierte en conversación, pero en otro momento. Me gusta porque se desarma la idea del prestigio literario, del prestigio del autor. El procedimiento artesanal pone todo en un mismo plano: un niño o una niña de siete años puede hacer un libro igual que yo, de la misma manera. En los talleres pasa mucho: lo que yo sé hacer lo transmito, y en esa transmisión aparece la escritura también.