La camioneta tenía que recorrer dos cuadras entre la sucursal del Banco de la Provincia de Buenos Aires y la comuna de San Fernando, donde llevaba la plata de los sueldos. Dos hombres irrumpieron en la calle, abrieron fuego con ametralladoras antes de que los ocupantes del vehículo reaccionaran y se alzaron con un maletín que contenía más de siete millones de pesos. El caso escaló en la prensa por su epílogo en Montevideo y se volvió célebre por su relato en Plata quemada: la novela de Ricardo Piglia instaló un hito en la historia criminal y una interpelación sobre la función del dinero y la violencia en el capitalismo.

Sucedió unos minutos después de las tres de la tarde del martes 28 de septiembre de 1965 y duró lo que tarda en cambiar la luz de un semáforo. El policía Francisco Otero llevaba el maletín con el dinero y fue rematado a quemarropa. El tesorero de la comuna, Alberto Martínez Tovar, resultó herido y murió en el hospital de Vicente López; otro empleado, Juan Balacco, también salió con heridas que provocaron su fallecimiento. Los asaltantes hicieron otra ráfaga de disparos al escapar y una bala perdida mató a un vecino, Diego García, que salió a la calle para ver qué pasaba.

La banda estaba integrada por Enrique Mario Malito, de 24 años; Carlos Alberto Mereles, de 22; Marcelo Brignone, de 31, y Roberto Dorda, de 35; tenían antecedentes por robos, pero escasa notoriedad en el ambiente. En la fuga se tirotearon con policías de Martínez, chocaron el Chevrolet en que andaban y robaron un Rambler para seguir camino; a continuación, ante un paso del Ferrocarril Mitre que encontraron cerrado, obligaron a un operario a levantar las barreras cuando estaba por pasar un tren de pasajeros y se perdieron de vista por la ruta Panamericana.

La policía bonaerense fue afectada a la persecución de la banda junto con la sección Robos y Hurtos de la Policía Federal, pero el protagonismo lo tuvieron los comisarios Enrique Silva y Ernesto Verdún, jefes de la Brigada de Investigaciones de la Zona Norte. Ambos ubicaron a un testigo que reconoció a Mereles en un álbum de fotos. En el Chevrolet abandonado la policía encontró una ametralladora que condujo a un proveedor de armas del hampa, suboficial retirado del Ejército, y también restos de cocaína, lo que explicó el estado de “completa excitación” y los rostros alucinados que los testigos observaron en los asaltantes.

Mereles había sido registrado como compañero de andanzas de Carlos Alberto Argañaraz, muerto por la Policía Federal el 11 de febrero de 1965. El cantante de tangos Fontán Reyes (seudónimo de Atir Omar Nocito), también vinculado con Argañaraz y con un proceso por encubrimiento de robo, había presenciado el asalto en San Fernando y fue detenido con su primo Carlos Alberto Nocito.

Sometidos a “un hábil interrogatorio”, como llamaba la prensa a las sesiones de torturas de la policía, los primos Nocito confesaron que habían provisto la ametralladora y los datos para el asalto a Mereles y Malito. El padre de Carlos Alberto Nocito presidía el Concejo Deliberante de San Fernando, dato que agregó volumen a la repercusión periodística, lo mismo que la carrera artística de Fontán Reyes, frustrada por afonía y mala praxis médica después de un cuarto de hora como cantante de la orquesta de Héctor Varela.

UN CAMBIO DE ÉPOCA

El 5 de octubre, la policía bonaerense dio por esclarecido el suceso y presentó como detenidos a familiares de Mereles y Argañaraz. Dos días después identificaron a Brignone y Dorda y descartaron la vinculación del caso con el asalto al Policlínico Bancario, realizado el 29 de agosto de 1963 por una escisión del Movimiento Nacionalista Tacuara al mando de José Luis Nell. Esta hipótesis había sido arrojada a la prensa para disimular el desconcierto inicial.

La conexión entre delincuentes y activistas, sin embargo, revela el contexto histórico. El robo en San Fernando y “la batalla de Montevideo”, como se llamó al asedio final, inscriben el cierre de un ciclo en la historia criminal argentina. El pasaje que hace la policía desde la represión de la delincuencia común a la persecución de la insurgencia política caracteriza el proceso y puede observarse en actores notorios del caso: Rodolfo Walsh identificó al comisario Verdún como torturador y jefe de “la secta de la picana” en notas publicadas durante 1968; el coronel Ventura Rodríguez, jefe de policía de Montevideo, fue listado en el Diario de la CIA (1975) de Philip Agee como informante de esa agencia en Uruguay; Coordinación Federal, la sección política de la Policía Federal, también fue asignada a la persecución de los asaltantes.

En Plata quemada, donde conserva los apellidos de los protagonistas y modifica nombres y apodos, Piglia profundiza en esa relación. Enrique Malito es el jefe de la banda, “el cerebro mágico”, y a la vez está en contacto con Nando Heguilein, ex militante de la Alianza Libertadora Nacionalista. Piglia observa la clandestinidad compartida como un espacio de influencias mutuas (por ejemplo en la organización a través de células) e incluye a Malito en la tradición de Severino Di Giovanni y Paulino Scarfó, el delito y la violencia asociados con ideales de justicia y cambio social.

El cierre del ciclo en la historia criminal está representado además por el retiro del comisario Evaristo Meneses (1964) y las bajas de pesos pesados: las muertes de Horacio “Lacho” Pardo (10 de junio de 1961) y Miguel Alberto “el Loco” Prieto (21 de enero de 1965) y las capturas de José María Hidalgo (1963) y Jorge Raúl Villarino, “el rey del boleto” (30 de mayo de 1961). La nueva etapa se distinguió por la instrumentación constante de la ratonera, emboscadas donde la policía esperaba a bandas y perpetraba masacres. Algo que se llevó a la práctica en Montevideo, aunque no resultó como se esperaba.

El desenlace del caso en la prensa de la época

LA RATONERA

Los avances policiales inflamaron los titulares periodísticos. Las crónicas azuzaron y cubrieron de elogios la persecución de los asaltantes y anticiparon una ejecución como las que estaban habituadas a legitimar: “La policía sabe que los delincuentes no se entregarán sin resistirse”; “los investigadores se han propuesto liquidar el caso en las próximas 24 horas”; “llegado el momento de encontrarlos, la policía deberá enfrentar una resistencia a todo trapo”. Pero ignoraban que esos anticipos se cumplirían al pie de la letra.

Los asaltantes volvieron a hacerse visibles en Montevideo. Hacia fines de octubre mataron al policía Luis Cancela Britos quien pretendió identificarlos, y abandonaron herido a un cómplice local, Yamandú Raimondi Acevedo. Ya no infringían solo las leyes comunes sino también los códigos de la delincuencia. La policía estrechó el cerco pero armó una ratonera al revés: en vez de esperar a la banda dejó que se instalara en un departamento del edificio Liberaij, en Julio Herrera y Obes 1182, a pocas cuadras de la céntrica Avenida 18 de Julio.

El error operativo, el armamento de que estaban provistos y la cocaína permitieron que los delincuentes sostuvieran durante quince horas el asedio, desde la noche del 5 de noviembre de 1965 hasta la mañana siguiente. Entre 350 y 400 policías se apostaron en la calle y en terrazas vecinas; parapetados en barricadas y con planchas de acero, dispararon tres mil, cuatro mil o cinco mil proyectiles según las versiones y arrojaron gases lacrimógenos; sufrieron dos muertes, las del comisario Washington Santana Cabriz y el agente Héctor Aranguren. La policía ingresó después de lanzar una granada que arrasó con el departamento; Dorda y Brignone estaban muertos y Mereles, agonizante, tuvo un intento de defensa antes de expirar, golpeado por policías y vecinos.

Malito se había separado antes de sus compañeros y regresó a Buenos Aires. La búsqueda consecuente de la policía agrandó la figura de este asaltante nacido en Rosario, la Chicago argentina. Su muerte no tuvo la misma trascendencia que la de sus compañeros pero resultó equivalente en la carga trágica. En la noche del 29 de noviembre de 1965, después del llamado de un vecino, un operativo rodeó a Malito y a Roberto Presta, de 27 años, en la terraza de un edificio de Manuela Pedraza al 5800. Cuando la policía avanzaba, los prófugos se pegaron un tiro en la cabeza.

Portada original de la novela de Piglia

EL DISCURSO ENEMIGO

Plata quemada rescató el robo de San Fernando y la historia de la banda del olvido y los devolvió al presente bajo el epígrafe de Bertold Brecht que para Piglia define al género negro: ¿Qué es robar un banco comparado con fundarlo? Los hechos históricos y los agregados y distorsiones de la ficción se volvieron indiscernibles, y el tema de la verdad resultó central entre las controversias que provocó la novela.

Leída desde el periodismo, Plata quemada es una falsa versión de la historia. “El epílogo es muy complicado de digerir para un periodista. En él es difícil que el lector sepa qué es verdad y qué es mentira”, escribió Leonardo Haberkorn, autor de Liberaij: La verdadera historia del caso Plata quemada (2014). Sin embargo, el obstáculo no apunta a confundir sino a subvertir las bases de un discurso enemigo.

Piglia incorpora extractos de crónicas a la narración, sin citar su origen, y por otra parte construye un simulacro de novela verdadera donde la trama se configura por encastre de testimonios, publicaciones periodísticas, informes psiquiátricos y versiones policiales. La ficción se señala como tal desde que aparece su alter ego Emilio Renzi, periodista del diario El Mundo, y corroe esas fuentes.

Las atribuciones que realiza Plata quemada remiten al presunto expediente judicial y a fuentes documentales y funcionan como efectos de verdad. Las referencias se combinan con informaciones precisas (el monto exacto del dinero robado, la hora justa de los hechos) que producen el mismo efecto en el registro que caracteriza al periodismo de datos. Al mismo tiempo la novela desautoriza los discursos judiciales, policiales y periodísticos y asume el punto de vista de Malito sobre “la forma repulsiva y abyecta” con que cuentan las historias. Las marcaciones son constantes: “los testigos se contradicen como siempre sucede”, “la gente en situaciones como esa (...) se obnubila porque ha presenciado un hecho a la vez claro y confuso”, “todas las descripciones coinciden pero no sirven para nada”.

Renzi estudia Letras y piensa que la crónica debería titularse Hybris, “la arrogancia de quien desafía a los dioses y busca su propia ruina”. La cita culta ya funciona en “La loca y el relato del crimen”, donde aplica la fonología de Trubezkoy y resuelve el asesinato de una copera después de interpretar el delirio psiquiátrico de la única testigo. Como en ese cuento canónico, Plata quemada resalta que la prensa está alineada con la policía y en consecuencia no puede ser el lugar de la verdad. La historia de Mereles, Malito, Brignone y Dorda no fue contada hasta que se publicó la novela.