Cada vez que Tony Osanah cuenta alguna historia, el relato puede durar varios minutos. No importa si es un episodio de su infancia en San Telmo, su juventud con los integrantes de La Cueva, la carrera que llevó en Brasil, o los distintos países de Europa donde trabajó y vivió gracias a la música. Osanah habla como si abriera infinitas puertas, una por cada vida que tuvo.
“Tengo una memoria...”, dice al teléfono desde Alemania, donde vive desde los años ’90, establecido como un guitarrista capaz de mezclar blues, tango y otros géneros latinoamericanos. Su verdadero nombre es Sergio Jorge Dizner, es porteño y a fines del mes próximo cumple 78 años. Se crió en un departamento de un primer piso de la calle Defensa. De padre tucumano y madre polaca, el primer instrumento musical que dominó fue una armónica con la que interpretaba tangos que sacaba de oído. A los trece ya era profesor de piano y solfeo. Luego se volvió fan de Elvis. El camino de la música lo llevó, cuando todavía era adolescente, a la calle Pueyrredón, donde conoció La Cueva, uno de los puntos de origen del rock argentino.
“La Cueva era un lugar que olía a cigarrillos viejísimos”, dice. Osanah se sumó como guitarrista a las zapadas que encabezaba Carlitos Carnaza en aquel sótano que tenía un escenario minúsculo donde ocurrían momentos de arte magnético e improvisado. “Un día apareció Tanguito con una media de mujer en la cabeza y una campera de cuero negra. No había cómo identificarlo. Entró arrastrándose, casi, deslizándose como un iracundo, haciendo el papel de reventado. Entonces Carlitos le alcanzaba el micrófono y comenzaba a cantar ‘Hound Dog’. Muy loco”, recuerda, y se ríe. “No sé si eso en la época era avant garde o de un coraje enorme, de unas ganas de ser rockero”, agrega.
“Sandro también aparecía, no cantaba mucho, pero iba con su sacón de cuero hasta los tobillos a chuparse un whisky, con su jopo y su buen corazón”, enumera Osanah. En junio de 1966 decidió mudarse a Brasil. Se radicó en San Pablo, donde se sumó a otros argentinos como Willy Verdaguer, Cacho Valdez y Marcelo Frías. El viaje surgió luego de que lo convocaran para el servicio militar, algo que rechazaba de plano. Decía que no quería tener nada que ver con asesinos. En ese contexto, Sandro tuvo un papel importante. Un gesto que nunca olvidó y que parece estar guardado en un lugar especial de su memoria amplia. “Le digo ‘Me estoy yendo y no sé cómo hacer. Cacho ya se fue con Frías’. Y Sandro entendió perfectamente lo que yo precisaba”, cuenta. “Me dijo: ‘Vení en tres días y hablamos’. Entonces volví a La Cueva, creo que era un viernes o un jueves, tomamos un whiskicito, sacó la billetera, y me entregó dos fragatas: dos mil pesos. Era un quilombo de guita, eh. Me dice: ‘Macho, sé feliz’. Yo le digo: ‘Sandro, me estás dando dos mil mangos’. ‘Sí, tomátelas. Vos precisás ser feliz. Esto se va todo al carajo’. Y le digo: ‘¿Y vos?’, ‘Y yo voy a continuar tocando el rock and roll hasta donde pueda. Y voy a hacer otras cosas’. Y realmente: comenzó a cantar música romántica, largó el rock and roll. Un día me entero que fue al Madison Square Garden. O sea, no le fue mal”, remata entre risas.
Casi sesenta años después de aquella charla con Sandro, Osanah pronuncia las palabras con un acento que por momentos lo hace hablar mejor el portugués que el español. “Conozco Brasil como la palma de mi mano. Cada piedra, cada calle. A Argentina no la conozco tanto”. Osanah se volvió un brasileño más. No le hacía falta la ciudadanía. Al llegar a San Pablo formó el grupo Beat Boys junto a Verdaguer, Valdez y Frías. Tocaban canciones de Los Beatles y covers como “House of the Rising Sun”. “La mayoría de los grupos de rock and roll hacían versiones. Sólo los Mutantes tenían un repertorio propio. Estábamos con mucho nombre, aparecíamos en la televisión”. Los Beat Boys se unieron a la creciente escena de la música popular brasileña y colaboraron con artistas como Caetano Veloso y Gilberto Gil. “Ellos recién estaban viniendo de Bahía. Estaban llevando un tipo de música nueva en el medio de una dictadura y fueron considerados como subversivos culturales. Fueron perseguidos. Yo decidí ser parte de la Tropicália, pero nunca fui perseguido”, cuenta.
A principios de los ’70, decidió ser compositor y también recibió su apellido artístico de manos de Elis Regina. Hasta entonces sólo le decían Tony. En los ’80 integró el grupo Raíces de América, con el que se destacó con un repertorio de música latinoamericana. Luego apuntó a Europa. Decidió no regresar a la Argentina: “Volver con la frente marchita, ni cagando”. Viajó a Madrid, París e Italia. Finalmente a Alemania. En la actualidad vive en Nüsttal, a unos 400 kilómetros de Berlín, donde encontró tranquilidad y estabilidad. Encabeza talleres musicales organizados por Caritas. “Quiero cumplir con Dios, me dio mucho”, dice.
En pocos días, Osanah estará en Buenos Aires para repasar su repertorio ecléctico. Será la primera vez que toque en el país desde 1997, cuando vino para despedir a su madre y acompañar a la cantante blusera Jeanne Carroll. También contará algunas de sus historias. Como la vez que B.B. King lo tentó para que se sumara a su grupo. “Si venís a trabajar conmigo, vamos a tocar de mañana, mediodía y noche”, le dijo un día de mediados de los 90. Osanah rechazó la propuesta para estar con su familia. Pero no se preocupó demasiado. A esa altura ya sabía que la música siempre le abría nuevos caminos, “porque el mundo es un pañuelo y Dios baila tango, chacarera y samba”.
Tony Osanah se presenta el jueves 9 de octubre en Palacio El Victorial, Piedras 722. A las 20.30. Gratis.