Una batalla tras otra

(One Battle After Another)

EE.UU., 2025

Dirección: Paul Thomas Anderson.

Guion: Paul Thomas Anderson, a partir de la novela Vineland, de Thomas Pynchon.

Música: Jonny Greenwood.

Fotografía: Michael Bauman.

Montaje: Andy Jurgensen.

Intérpretes: Leonardo DiCaprio, Sean Penn, Benicio Del Toro, Chase Infiniti, Teyana Taylor, Regina Hall.

Distribuidora: Warner Bros.

Duración: 161 minutos.

10 (diez) puntos

Una batalla tras otra es contundente. Desde el comienzo, con el comando revolucionario que libera a inmigrantes del campo de detención. ¿Cuál es la época? Parece más o menos lejana, también próxima. Las imágenes provocan un diálogo temporal que acentúa la relación con la estricta coyuntura de estos tiempos. Director y autor, Paul Thomas Anderson hace de su film una convergencia de referencias cinéfilas, de tópicos cultivados por los géneros -el cine político, el blaxploitation-, con los cuales da rienda suelta al relato y sus ramificaciones simbólicas. Por supuesto que el film habla de Donald Trump, pero no le hace falta decirlo; antes bien, relaciona imágenes y situaciones, y por eso, se vale del montaje; basta con relacionar lo visto dentro de la sala con lo que sucede puertas afuera: la imagen resultante y final le corresponderá al espectador o al ciudadano (que serían lo mismo).

Bien podría tratarse, también, de un film casi distópico, en donde un grupo revolucionario de épocas doradas, caído en la retaguardia pero a la espera de otra vanguardia, se come los días entre marihuana y alcohol. A la espera de que la acción los devuelva al ruedo. Algo así es Una batalla tras otra. Y está dividida en dos grandes bloques. El primero corresponde a la letanía de aquella otra época, cuando el grupo radical “French 75” desglosaba una misión tras otra, exitosas, con la adrenalina en ebullición. La figura que allí brilla es la de Perfidia Beverly Hills (Teyana Taylor), en un guiño al cine blaxploitation, sea por el nombre pero también por sus modos seductores y violentos; toda una femme fatale del cine de acción, Perfidia es capaz no solo de hacer estallar los explosivos necesarios, sino también de humillar al Coronel Lackjaw (Sean Penn), quien quedará prendado de su fuego, extasiado hasta la perversión por la pasión que ella, la negra, le despierta. Pero en el medio está Ferguson (Leonardo DiCaprio), la pareja de Perfidia, a quien éste sigue como un niño fascinado, mientras ella avasalla lo que se le cruce.

Paul Thomas Anderson vuelve sobre una novela de Thomas Pynchon en esta película. 
 
 

 

La acción es expansiva, el film es enorme, sea por la cantidad de situaciones y personajes, pero también por el ancho de imagen que permite el VistaVision. Hay un diálogo estético con el cine de otra época -recurrir al VistaVision no es un efecto retórico- y, sin embargo, la película no queda adherida a algún pasado remoto. En todo caso, la tecnología utilizada por los personajes, los vehículos, el vestuario y los colores, la música, provocan un corrimiento estético confuso, de mixturas epocales; algo que hace que, en verdad, poco importe la elipsis con la que el film da paso a su segundo bloque narrativo. ¿Se trata realmente de una época diferente a la anterior? Tanto una como la otra, no dejan de estar signadas por lo mismo: un gobierno vigilante y opresor, cuya verdadera cara descansa en las operaciones policíacas, las prácticas espías, y las tareas paramilitares. En este contexto, Ferguson cría a Willa (Chase Infiniti), su hija ya adolescente, de madre (Perfidia) desaparecida, e instruida en las artes marciales gracias al sensei Sergio (Benicio del Toro).

El tono del film, entre las referencias cinéfilas y las alusiones históricas y políticas, asume aires grotescos, a la manera de un gran fresco, desbordante. Pero en su segunda parte, la película se irá desojando, para quedarse solo con los personajes y las situaciones estrictamente necesarios, en un procedimiento formal que Paul Thomas Anderson sabe practicar: Boogie Nights, The Master, Petróleo Sangriento; en estas películas, la cadencia rítmica vuelve progresivamente abstracto al relato. Esta “desfiguración” o minimalismo tuvo su punto álgido en Inherent Vice (2014), basada en la novela de Thomas Pynchon, cuya Vineland oficia ahora como el sostén de Una batalla tras otra. Que Anderson lea y relea a Pynchon, señala un vínculo poético como el que solo sucede entre artistas de afinidades compartidas.

Gracias a esa afinidad, en Una batalla tras otra hay un sentido del humor sostenido, que acentúa la mirada corrosiva de la propuesta, además de hacerla tolerable. De esta manera, la contraparte del glorioso “French 75” será el Christmas Adventurers Club, el club de supremacistas raciales devotos de San Nicolás. Bien podría decirse que tanto un grupo como otro comparten ciertos rasgos fanáticos; sin embargo, no habrá mella de simpatía que humanice a los integrantes de este “Club de Aventureros”: el retrato que de ellos se practica es impiadoso, fascistas y asesinos y tarados como son. Ferguson, en tanto, es alguien que pasa sus días fumando marihuana, alcoholizado, mirando La batalla de Argelia de Pontecorvo. Entre ambos bandos, puede decirse que se libra una pelea de toda la vida; que Anderson sitúa en suelo concreto, y éste no es otro que el de la sociedad norteamericana.

Una batalla tras otra no deja de ser una síntesis de esa misma nación, fascinante, progresista y fascista; rasgos nada alejados de la sociedad que por aquí se habita. Cuando Ferguson sea alcanzado por una pistola Taser, por uno de los muchos agentes de la violencia organizada -una violencia que sabe cómo generar disturbios e indicar falsos responsables (y esto es algo que el film deja bien en claro)-, los ecos de esta extraordinaria película norteamericana dialogan con las noticias santafesinas de estos días, en las cuales se habla con orgullo (o complicidad “neutral”) sobre el empleo de esas mismas Taser por la policía de la provincia. O se está del lado de la poesía, en este caso la del cine; o no. ¿Qué otra opción hay?