Siete paseos con Mark Brown, de Vincent Barré y Pierre Creton, es la película que abrió hace unas semanas el festival de documentales Doc Buenos Aires, que celebró en la mítica Sala Lugones del Teatro General San Martín su vigesimoquinto aniversario. El festejo/proyección sucedió en una noche de tormenta torrencial, en la que era imposible no llegar empapado a ese décimo piso glorioso. El Doc Buenos Aires ha perdido el apoyo del INCAA, como sucede con otros festivales nacionales, y es parte de ese plan sistemático de desfinanciación de la Cultura que viene implementando este gobierno. Esa noche, en la sala, en el refugio de la sala, con la ropa húmeda pegada a la butaca, escuchamos a Roger Koza y Carmen Guarini pronunciar unos breves y contundentes discursos sobre la necesidad de conservar estos espacios como forma de resistencia.
También habló Antoine Sebire, de la Embajada de Francia, en un discurso ganado por la urgencia y alejado de cualquier protocolo. Lo que sucedía esa noche de lluvia no tenía nada de evento formal, y se parecía más a un rito de supervivencia. Y después sucedió la película, estos siete paseos. Un botánico recorre una región boscosa de Normandía con un equipo de rodaje mínimo que lo acompaña. En la primera parte del film vemos el proceso de registro: la recolección de imágenes, la descripción, el asombro frente al descubrimiento de una flor, un musgo, un accidente vegetal, particularidades y destellos de lo natural. De manera tangencial vamos conociendo también a este botánico y al grupo que, con delicadeza, aguarda, lo escucha, esperan, se acompañan. Es una especie de aventura pausada sobre la contemplación. La necesidad de mirar detenidamente.
Para quienes sabemos poco y nada sobre el nombre y la condición de las plantas, la guía de Mark Brown nos genera una especie de asombro introductorio, una curiosidad primitiva. En algún momento de descanso, el equipo y el botánico se sientan en una playa de piedras oscuras, en ese paisaje ventoso. Mark, ese hombre vivido que parece estar disfrutando como loco esta aventura del registro, dice que ese lugar, y ellos dispuestos así, se parecen a una imagen de una película de Derek Jarman. Imposible no recordar entonces ese plan final de aquel director inglés que, en sus últimos años, enfermo de sida, compra un terreno yermo cerca de una planta nuclear para cultivar un jardín y escribe ese libro hermoso que es Naturaleza moderna, un diario de su insistencia botánica, que acá publicó Caja Negra, con traducción de Hugo Salas.
Esa bitácora de Jarman creó una especie de género: una marica mayor se retira y arma, en un lugar alejado, una huerta o jardín para hacer duelo. En ese momento de Siete paseos..., un hombre viejo recuerda a otro, como si fuera su amigo. Lo verde de la naturaleza como consuelo en la desolación. La vida que se impone. Vuelvo a la película de los paseos: cuando el rodaje finaliza y la película amaga con terminar, acontece el milagro. Vemos lo que se ha filmado, en un radiante 35 mm: flores, plantas, ramitas, bosques, detalles vivos. El botánico nos cuenta, con voz pausada, en un tono de terciopelo, lo que constituye cada plano: la historia, el origen, la particularidad de cada especie. Son minutos —tal vez media hora o más— de imágenes con una belleza arrebatadora.
El botánico nos habla con una voz que acaricia nuestros cerebros extenuados. Nos da calma. No puedo definir qué había en esas imágenes: si era la luz que acariciaba las plantitas, o el silencio que habitaba entre las palabras de esa voz en off, o tal vez la placidez que nos sobrevino a quienes estábamos en la sala. Como en un hechizo, nos serenábamos, y aparecía el deseo de quedarse a vivir en esa película. Ahí, paseando con ese botánico viejo. Un bosque calmo en un atardecer permanente.
En los últimos tiempos, ante el estupor que genera este gobierno y su realidad agobiante, oscilo entre el desánimo y aferrarme a pequeños planes o fugaces entusiasmos. Escucho y he repetido frases como que “el poder nos quiere tristes y frente a eso debemos producir, a pesar del contexto”. Regresando del cine bajo la lluvia vuelvo a dudar: el poder no nos quiere, punto. Y esa insistencia permanente en la productividad y el optimismo me resulta una carga difícil de soportar. Hay ciertas prácticas artísticas que no resultan ni redituables ni útiles, y no tienen valor comercial. Menos aún se puede monetizar la contemplación.
Me incomodan las consignas impostadas de tener que mantenernos productivos y alegres. ¿Alegres de qué? No solo tenemos derecho a la queja, sino también a sentir esta tristeza como parte del duelo ante este desencanto colectivo. Como todo duelo, solo si se le da espacio a la tristeza, puede que un día termine quedando atrás.
Cuando volvía del cine y continuaba la lluvia, tomé un taxi. El conductor estaba escuchando la radio; la apagó, me preguntó de dónde venía. Le dije que salía de ver una película. Me preguntó qué había visto. Le dije que un documental sobre un botánico que tiene el proyecto de recrear o registrar un bosque fundamental. El señor me preguntó si había gente. Le dije que sí, que la película era parte de un festival que se daba en la Lugones. Y él insistió: “¿Y a quién le importan los documentales?”. Dije algo así como: “Tienen su público”, una respuesta vaga, deshilachada. Después me callé, como suelo hacer siempre. Pensé: “Por favor, no me siga hablando, señor, quiero viajar en silencio para poder retener en mi mente la película que vi”. Poder conservar, en este trayecto, antes de que termine la noche, esas imágenes luminosas de flores y plantas.