Iba a ser su punto de inflexión, eso que le llevaría del under neoyorkino a las tapas de revistas, la obra consagratoria, un On the Road sobre los ‘70 escrito por una lesbiana, su novela de poeta. Pero no. Chelsea Girls (cuyo título reenvía a la película experimental de Andy Warhol y Paul Morrissey) fue devuelta con cartas de rechazo por todas las editoriales a las que Eileen Myles (Cambridge, Massachusetts, 1949) envió su manuscrito a mediados de los 90. En esa época su nombre se había hecho conocido luego de que se presentara por escrito su candidatura queer y feminista en las elecciones presidenciales de 1992, en una performance política y artística que tuvo alcance nacional. Pero eso no bastó para conseguir agente y que el mundo mainstream de la literatura tomara en serio su obra. Los editores le decían que su libro no era una verdadera novela, que los relatos se desmoronaban, que no terminaba de ser nada. Finalmente la publicaron sus compañeros poetas de la prestigiosa editorial Black Sparrow. Pero la canonización vendría veinte años después, cuando se reeditó en 2015, con entrevistas televisivas, reportajes en The Paris Review y en The New York Times. “Ahí sí todos me querían, de repente había un vacío en la cultura estadounidense con la forma de Eileen Myles”, dice desde otro lado de la pantalla la poeta que hace unos años transicionó hacia el género no binario y desde entonces usa el pronombre they/them. Pelo canoso, cara ajada por el tiempo y la fiesta, mirada intensa, durante esta entrevista Myles gesticula en la cocina de su casa de Marfa, un pueblito del estado de Texas famoso por ser un reducto de artistas. Allí vive con tres perros desde hace varios años cuando no está en Nueva York yendo de un lado a otro en su bicicleta. “Aun guardo mi departamento diminuto de la época del punk rock, tengo un alquiler controlado muy barato, una rareza en el East Village, es como si el tiempo estuviera detenido allí”.
La época del punk rock podría ser su época, la que aparece con insistencia en Chelsea Girls, una novela de iniciación intensa, llena de humor y sensibilidad, construida a partir de relatos independientes y entrelazados que recorren un arco que va desde los ‘60 a los ‘80, protagonizada por un personaje llamado Eileen Myles. Fue traducida al castellano el año pasado por la editorial Las Afueras y está en circulación en Argentina desde hace unos meses, y da cuenta de un mundo bohemio extinto y clave en su formación sentimental y artística, además de escenas de lesbianismo explícito que, según Myles, fueron responsables de su rechazo. Pero los tiempos cambiaron, y volvieron a cambiar. Cuando tuvo el reconocimiento deseado y merecido, ya había tenía un recorrido sólido e insistente, publicado unos veinte libros, entre colecciones de poesía, de crónicas y ensayos sobre arte - también es periodista cultural- y parecía que Estados Unidos, y parte del mundo, estaba preparado para hablar masivamente de amor, sexo y drogas en clave queer, temas que ocupan el centro de su obra poética y que vuelven a aparecer en Chelsea Girls. “En mi juventud existía la idea de que los poetas deben escribir libros largos. Siempre quise escribir un poema que fuera prosa. Esa fue mi intención durante mucho tiempo, antes de saber cómo hacerlo. Y entonces cuando estaba por mis treintas encontré la manera y el ritmo para empezar a contar historias. Y era como una broma, algo así como: ya que tenía toda esta información sobre un personaje llamado Eileen Myles, ¿por qué no usarlo? De hecho, pensaba que era algo warholiano usar a Eileen Myles como si supieras quién era. Y eso era parte de lo que a los editores no les gustaba de mis libros. Decían: ¿quién es Eileen Myles? ¿Por qué querríamos saber la historia de esta persona? Pero siempre me sentí libre de añadirle bastante más maldad, estupidez y glamur, retocar mi propia historia, no quería tener ninguna responsabilidad con la verdad. Porque abordaba una verdad más amplia o la verdad real que, en mi opinión, retrata la literatura, y por eso siempre lo he llamado ficción”.
TE PARECES A UNA KENNEDY
Cuando tenía once años, Eileen llegó del colegio a su casa, en un barrio obrero de Boston, y su madre le encargó que vigilara a su padre mientras dormía una siesta. Su padre era, entre otras cosas, un alcohólico que semanas atrás se había caído del techo y golpeado la cabeza. Eileen se sentó a su lado y aprovechó para hacer la tarea, que en realidad era una reprimenda: le habían mandado escribir varias veces “no debo hablar en el corredor”.
Mientras repetía el mantra de obediencia, su padre empezó a convulsionar y murió frente a sus ojos y la frase “no debo hablar” se convirtió en una profecía. En su casa nunca más se tocó el tema, ni se mencionaron las circunstancias de la muerte de su padre, que tenía 44 años en ese entonces. No se habló más pero Eileen, que hasta entonces era la payasa de la clase, la artista de la familia, que dibujaba y quería ser astronauta, que leía sin parar ciencia ficción y cómics, empezó a escribir. No inmediatamente, pero en la adolescencia, mientras intentaba acoplarse a los mandatos de la época, a la performance de ser una chica, vestirse y hablar como tal, salir con tipos más grandes, dejarse toquetear un poco, también escribía poesía. “Al principio era una especie de derrota la poesía, estaba deprimida, leía a Dylan Thomas, escribir era la forma de estar en un mundo en el que no encontraba lugar, pero no quería ser poeta. No fue mi primera opción. Pero en Nueva York empezó a ser mi mundo”, dice.
Llegó a Nueva York con 25 años. Había estudiado en la facultad en Boston, no tenía ninguna ambición profesional, todavía no se consideraba lesbiana, ya era alcohólica como su padre. Empezó a juntarse con los artistas del Greenwich Village y a frecuentar la iglesia de Saint Mark, donde desde los años sesenta funciona el poetry Project, un espacio de poesía experimental con lecturas todo los viernes, talleres de formación, una biblioteca y publicaciones, una verdadera usina artística y lugar de cobijo para distintas generaciones, entre ellas las de Eileen, que se convirtió en su directora entre 1984 y 1986. Sus vecinos eran, entre otros, Allen Ginsberg y Andy Warhol, y los recuerda yendo al parque con una cámara para documentarlo todo. Desde hace décadas, Myles también saca fotos -varias pueden verse en su página web y en su cuenta de Instagram- e incluso dirigió y protagonizó The Trip (2019), un cortometraje sobre títeres, política y poesía que ocurre adentro de su auto mientras viaja a su pueblo.
Me subí/ a un Amtrak a Nueva/ York a principios de/ los 70 y supongo que/ podría decirse que comenzaron/ mis años ocultos/ Pensé: "Bueno, seré poeta". /¿Qué podría ser más/ tonto y oscuro?/ Me convertí en lesbiana/ Todas las mujeres de mi/ familia parecen lesbianas, pero es realmente/ una locura convertirse en una/ Con esta pose ignominiosa, he visto/ he aprendido y empiezo a pensar/ que no hay escapatoria/a la historia. Una mujer con la/ que mantengo/una aventura me dijo: “Sabes que te pareces/ a una Kennedy” / Sentí que me subía la sangre a/ las mejillas”, dice en “Un poema americano”, uno de sus textos más conocidos.
“Lo único que quería era estar borracha y enamorada. Si no estaba ni una cosa ni la otra, solo quería poder pagar el alquiler, los cigarrillos, y el café, muy simple. Me encantaba la vida de poeta”, dice la narradora de “Bath, Maine”, el relato que abre Chelsea Girls.
Su poesía y sus relatos están atravesados por los mismos ejes, que regresan una y otra vez: el amor, los estados alterados (ahora no tanto, dejó de tomar hace décadas), la identidad y la cuestión de clase. La política lo envuelve todo, pero el amor insiste. De hecho, en este momento está terminado de escribir una novela de más de mil páginas que gira en torno a la cuestión amorosa. Dice que será su última obra. “En la escena poética estadounidense de los ‘80 hubo un movimiento hacia una mayor abstracción, que se llamó Poesía del Lenguaje, donde prevalecía la teoría, el tema de la forma por encima del contenido, la discusión de siempre. Allí estaba el impulso de deshacerse de lo personal. Pero la mayoría de los escritores queer, que éramos poetas, pensábamos: ¿Y qué pasa con el sexo? ¿Y qué pasa con el amor? Entonces algunos se fueron a la prosa para contar esas historias. Además era la época del sida, cuando la gente escribía mucho sobre sexo, porque queríamos rebelarnos contra todas las restricciones y culpas que se nos imponía al principio de la enfermedad. Para mí el amor, con los sueños, el paisaje y la política, son los grandes temas de la poesía, es lo que me emociona. Además, si me enamoro, lo primero que hago es escribir un poema. Es lo único que sé hacer. Las historias de amor tienen un arco, una narrativa propia, donde primero hay mucho y luego muy poco y eso es lo que me gusta plasmar”.
ILUMINACIÓN Y MUERTE
Aunque la poesía de Myles se construyó a contrapelo de las vanguardias formalistas, y el tono confesional, casi oral, empapa toda su obra, hay una reflexión constante acerca de la poesía y el arte en general, una suerte de marco teórico que fue armando a partir de su experiencia en los talleres de literatura, tanto como estudiante como docente (ha enseñado en varios programas de escritura) y desde allí, dice, se dio cuenta de que más que enseñar a escribir lo que hace en esos espacios es enseñar a pensar. “Pasamos mucho tiempo con nuestra mente. Y creo que hay que ir domesticándola. Ser poeta es sentirse cómodo con ella. A la mente se la alimenta con libros y música, conversaciones increíbles y amistad. Y creo que los talleres sirven para eso. En Estados Unidos hay una gran tradición de este tipo de espacios, y el origen es la música. Tenemos grandes festivales, como el Festival de Jazz de Newport y el de Folk, muy vinculados al movimiento de los derechos civiles. Era una tradición muy oral y ahí los músicos jóvenes aprendían de los más viejos. Y luego esa tradición fue a la literatura. Y así me eduqué. En la ciudad de Nueva York, en los años setenta, solo tenías que ir a la iglesia de St. Mark y sentarte allí el viernes por la noche. Traías tu cerveza y escuchabas a Alice Notley y Ted Berrigan, por ejemplo. La idea se extendió rápidamente a Iowa y se empezaron a crear programas de escritura. Y luego, poco a poco, se convirtió en algo corporativo. Muchos años después esta educación adquirió otros significados. Cuando empecé a leer a Roberto Bolaño, que es más o menos de mi generación, y supe sobre jóvenes poetas a los que sacaban de sus camas y desaparecían en las dictaduras, fue escalofriante. Porque al mismo tiempo que el gobierno de Estados Unidos financiaba mi taller de poesía vanguardista, organizaba escuadrones en América Latina y mataba a mis pares. Desde que conocí esas historias no volví a ser la misma persona, cuando comprendí que el instrumento de mi iluminación era también el instrumento de la muerte. Es un pensamiento que tengo seguido y no sé muy bien qué hacer con él. Cuando fui a América Latina por primera vez pensé: ¿qué carajo hacía yo yendo a Europa todo este tiempo? ¿Por qué no conocí estos países antes? Tuve la sensación de que formamos parte de una historia contínua, de que estamos conectados químicamente”.
En los últimos años, el activismo de Myles fue transformándose, también su identidad. Dice, por ejemplo, que no volvería ahora a presentar una candidatura a la presidencia, para empezar porque el cargo de presidente ya está totalmente desprestigiado. “Todo cambió muchísimo en las últimas décadas, desde cómo funciona el poder, quién lo tiene, hasta la inteligencia artificial que se alimenta de nosotros y nos imita, pero sobre todo que desmiente nuestra percepción sobre lo que es real. Mirá lo que está pasando con el genocidio en Gaza, que estamos viendo en tiempo real y hay gente que dice: esas imágenes son falsas”.
El genocidio ocupa su mente y sus redes desde bastante antes de 2023. Myles visitó Argentina en 2018 para el Festival de Poesía de Rosario y allí leyó el poema inédito “Them (Palestinian)” -que Las Afueras tradujo y publicó este año- en el que da cuenta de la indiferencia de nuestra vida cotidiana despreocupada mientras allí hay ocurre el exterminio. Hoy ese poema adquiere todavía más relevancia y sigue colocando a Myles en un lugar central de las conversaciones políticas, no sólo sobre género y diversidad. Aunque también. Cuando se refiere a la cuestión identitaria, y en particular a su no binarismo y al uso de un pronombre específico, cuenta que al principio le resultaba extraño, casi impostado, pero que luego se acordó de aquel diálogo del Evangelio de San Marcos entre Jesús y un hombre poseído. Cuando Jesús le pregunta cómo se llama, el hombre responde: “Mi nombre es Legión, porque somos muchos”.
“Sacando las connotaciones demoníacas ahí entendí el sentido de usar los pronombres en plural they/them para nuestras identidades no binarias, porque es como estar habitades por una pluralidad mutable, algo no fijo, y por otro lado ese plural reenvía a la idea de comunidad”, reflexiona.
Suele presentarse a Myles como una “leyenda”, o como “poeta punk”. Cuando se le pregunta sobre estas categorías, sonríe. “Creo que es una manera de no decir: poeta queer, poeta experimental, poeta de clase trabajadora. La etiqueta punk muchas veces oculta cosas bastante profundas. Y, además, volviendo a la IA que repite todo y no cita fuentes, ahora se empiezan a anquilosar esos lugares comunes, esas etiquetas. Empezó a pasar con mi reconocimiento más masivo”.
En 2022 publicaron su poesía reunida, Pathetic Literature, un hito para cualquier poeta y desde entonces no ha parado de girar por el mundo. Ahora mismo tiene un viaje por delante, antes de encerrarse a terminar esa que dice será su última obra. Cuando se le pregunta sobre cómo procesó el reconocimiento tardío y toda la atención recibida responde con el humor y la honestidad que atraviesa toda su obra: “Me encanta, pero no fue un gran cambio. Me estuve preparando toda la vida, porque trabajé sin parar. Si me hubiera llegado temprano quizás habría muerto de sobredosis. Además, no me soprendió que me tratasen como si fuera una persona famosa, porque siempre pensé que lo era. Me la pasé contestando preguntas a entrevistas imaginarias durante años”.