En política hay nombres, trayectorias, que quedan irremediablemente reducidos a un hecho puntual, a un momento crucial de sus vidas, que las terminan marcando de manera definitiva.
Es el caso del expresidente Julio Cobos y su voto "no positivo" o el del entonces candidato a gobernador de la provincia de Buenos Aires, Herminio Iglesias, y su cajón con los colores de la UCR.
Si alguien dice "Cobos", su interlocutor inmediatamente piensa en "no positivo"y viceversa. La asociación es automática e inevitable, como con Batman y Robin o Chasman y Chirolita.
Los consultores llaman a esto el acontecimiento. Aunque a veces se intuye enseguida, por lo general el acontecimiento cobra su entera dimensión con el paso del tiempo y ya no se borra. Ahora bien, ese acontecimiento puede marcar el punto más alto, el más bajo, el inicio de una gran acumulación o de una caída irremontable.
Es muy probable que el bizarro espectáculo que el presidente le ofreció al mundo en la noche del lunes desde el Movistar Arena, sea la imagen con la que la historia se acuerde de Javier Milei: un presidente aficionado pero, peor aún, fuera de su propio tiempo y espacio.
Esto último, la desconexión respecto de lo que ocurre a su alrededor, lo emparenta con Fernando De la Rúa, más específicamente con su papelón, buscando en vano la salida del estudio de Showmatch, con Tinelli intentando disimular la risa.
Pero la performance de Milei tuvo en la prensa internacional una repercusión infinitamente mayor que aquel mal paso de De la Rúa, de las referencias generalizadas al Titanic al "Burning down the house" ("Quemando la casa"), la referencia a los Talking Heads del diario británico The Guardian.
Tampoco se pueden soslayar las expresiones de incomodidad de los presentadores de noticias de los canalaes afines dicen mucho más que sus titubeantes palabras y prolongados silencios.
Más grave aún, el concierto coincidió con la enésima estadía del ministro Luis Caputo en Washington, a la espera de un salvavidas, una soga, un vaso de agua en el desierto, un dólar que permita prolongar un poco la agonía.
La contemporaneidad de ambos sucesos vuelve inevitable una sucesión de preguntas. ¿La presentación ayudó en algo al cumplimiento de los objetivos de la misión económica? ¿Fue una jugada magistral, tipo vos andá que mientras yo canto?
¿O fue, en realidad, un problema adicional para los funcionarios expertos en pasar la gorra? ¿Tuvieron que dar explicaciones?
No tenemos acceso al contenido de esas conversaciones, pero podemos guiarnos por información pública. Los mercados reaccionaron con suba de riesgo país y caída de precios de los bonos, porque el iceberg se ve cada vez más grande y cercano y en el puente de mado están en cualquiera.
Repasemos. Uno, las promesas de ayuda financiera sólo se materializarían en el caso, cada vez más lejano e impensable, de una victoria del oficialismo y, dos, el gobierno no logra detener el escándalo Espert ni con su renuncia.
De las múltiples imágenes, escenas y discursos que dejará esta etapa para la historia, probablemente sea esta la que lo represente, la que lo defina para las próximas generaciones.
Un tipo que canta (mal) para su cada vez más reducida tribu de seguidores cuando debería estar gobernando y hace las dos cosas igual de mal. Y esto sólo es posible porque su entorno está tan desconectado como él o no se atreve a bajarlo a tierra, por temor, conveniencia o especulación.
Cuando Menem andaba en Ferrari a doscientos kilómetros por hora, tenía una popularidad blindada a fuerza de uno a uno, convertibilidad y estabilidad. El tipo sabía lo que hacía, sabía cuándo, cuánto y cómo. Si Milei hubiera sacado a doce milones de argentinos de la pobreza, su recital sería una anécdota más o menos graciosa.
Pero no. Entonces, lo ocurrido en esa noche difícil de olvidar no fue un acto de campaña ni, como intentan instalar los pocos oficialistas que quedan, un intento por blindar su núcleo duro. Fue algo más parecido a la última cena de un condenado.