“La artista del barro negro, la ceramista de América, la creadora del Kamasutra paraguayo, las manos que no pudo borrar el viento o la alfarera prodigiosa" son algunos de los títulos como coronas que se eligen para nombrarla. Ella prefería definirse en su relación con el barro: “Soy lo que soy porque hago del barro lo que quiero”.
La ciénaga entre los dedos, la masa húmeda amasada, la trama y las formas la acompañaban desde los seis años cuando su mamá murió y su tía Simeona le enseñó a frotar la sustancia barrosa que iba a moldear toda su vida: “es un arte que se transmite de generación en generación” decía Rosa cuando le preguntaban por el desde cuándo. A los nueve años la artesana de Itá (la ciudad a más de treinta kilómetros de Asunción en la que Rosa nació, donde la velaron y donde una galería adentro de su casa expone parte de su obra) hacía cántaros, platos y cantarillas, a los veinte alguien le dijo que era una artista.
Fue cuando su barro negro se convirtió en sol, en luna, en armadillo (tatú bolita), en fruta y en un cuerpo frotándose con otro cuerpo, ella llamó a esos cuerpos “Los broseritos” y dijo que conocía muy bien todas esas posturas eróticas porque las hacía en su vida privada con su marido. La tierra calada fue su cultura activa (“la cultura es acción no solo ideas”) y la señal expansiva que brotaba del surco de sus manos inquietas de relámpago. El barro hace la contorsión y su ruta, un punteo caminante que va describiendo lo que aparece cuando se impone la forma, así como el punteo que hace la artista plástica Rosana Cassataro mientras busca un título para una de sus obras: “Veo que esas líneas ondulantes son paralelas, pero a veces se tocan, y arman planos de corriente. Como ríos. Veo que esos ríos forman cuerpos. Veo otros cuerpos rojos brillantes (…) un remanso, pero con dirección a la corriente”.
A Rosa le gustaba Michael Jackson y contaba que lo había conocido cuando viajó a los Estados Unidos, la historia del encuentro incluye a la mamá y al papá de M. J. a quienes Rosa había conocido en Paraguay en una feria de artesanías. “Me pidió que le haga unos diseños con el barro que llevé de acá. Le hice figuras de enamorados. No niego que le abracé y le besé porque ya era conocido (…) me pagó 1.200 dólares, me recibió en su casa como a una verdadera artista”, dijo Rosa en una entrevista en 2009.
Cuando la colección de sus figuras eróticas la hicieron famosa y su obra se expuso en España, Francia, Alemania, Uruguay, México, Estados Unidos, Japón, China y Corea, entre otros países, Rosa, que recibió poco y nada de dinero por las obras que las galerías del mundo vendían, siguió recorriendo las calles de la ciudad con sus figuras a cuestas envueltas entre paños uniéndose a malón de artistas invisibles que el mercado del arte llamaba peyorativamente “artesanos”. Otra vez las marcas de sus huellas dactilares eran la señal expansiva del barro vuelto forma, otra forma. Un fuego marrón, un fuego negro.