La menopausia no es solo el fin del ciclo menstrual o el fin de la vida fértil de la mujer: es una transición física y emocional que reorganiza la vida, una revolución hormonal que detona un movimiento interno que pocas veces encuentra espacio en la literatura. El cuerpo cambia, duele, se inflama, pesa. Y en este caso se convertirá en un territorio de observación, en un nuevo mapa a descubrir y conquistar: Laura Wittner, autora de Diario de menopausia elige, en ese trance, inaugurar un registro íntimo que convierte en un instrumento para pensar, y también para leer de nuevo el mundo.
“Vivo en un estado introspectivo”, dirá la autora que, así como otras corren detrás de supuestas soluciones mágicas para aliviar dolores y dolencias, optará por atrincherarse en la escritura.
El que construye, entonces, es el relato de una transición y la anotación, en el sentido más elemental, el modo de que el pensamiento avanza, la posibilidad de oponer ese tsunami una pausa para prestar atención a lo que ocurre.
La narración transcurre en tiempo real y cada entrada añade una pieza más a esa crónica asombrada del presente. El diario no cura, pero ordena. Y en ese devenir, que se extiende durante un año, con capítulos que avanzan mes a mes (“Junio”, “Julio”, “Agosto”, “Septiembre”) los pliegues del tiempo empiezan a revelar una intensidad desconocida: la preparación de las comidas diarias, la natación -para ganar flexibilidad y fuerza muscular-, la maternidad o la lectura misma funcionan como espacios para nuevos descubrimientos.
En ese sentido, el diario no se reduce a la narración de un proceso orgánico: abarca también las transformaciones del deseo, del sueño, del hambre y de la falta de apetito; los ritmos del trabajo, los cambios de humor, la percepción, el sexo, la energía y la relación con los hijos que crecen: “Hasta hace poco, cuando me veía en fotos con Dino o Ame de bebés, me parecía incongruente que yo siguiera siendo igual y ellos hubieran cambiado de estado tan drásticamente. Ahora, por primera vez, ya no me veo igual”.
Hay también en estas páginas un interés persistente por romper con el silencio que envuelve a esta etapa de la vida, para que esa no sea una herencia que se transmita entre generaciones de mujeres: “Ni mis abuelas ni mi mamá mencionaron jamás la menopausia. Intento disipar ese bloqueo en la transmisión, contándoles a mi hija y a mi hijo en qué consiste este momento de mi vida”. Así, la escritura rompe con una continuidad de pudores, omisiones y negaciones que dejó a las otras sin palabras.
Como poeta que es, Wittner -también narradora y traductora- sostiene una búsqueda paciente de sentido que lejos de construir una trama heroica prefiere el registro lateral, el destello súbito, la pequeña iluminación cotidiana que descubre la belleza ínfima de la cotidianidad.
Así como Annie Ernaux ha investigado el modo en que la memoria individual dialoga con los hechos sociales, Wittner explora la intimidad para que la escritura funcione como una forma de conocimiento de sí y de lo que la rodea, algo así como una brújula interior frente al desconcierto físico y emocional que la menopausia tarde o temprano detona.
La escritura del diario exige el registro continuo y la renuncia a la construcción grandilocuente: cada entrada es un ensayo mínimo. Ese cuerpo que escribe carga con la memoria, el cansancio, el insomnio, con muchísimas preguntas que exigen un ajuste vital, y ese es el eslabón que viene a ofrecer la escritura, a su vez un instrumento con el que volver a leer el mundo.
“Cuando empecé este diario, en mayo del año pasado, tuve una especie de fe poética: que la escritura funcionaría como revelación. Que el registro implicaría aprendizaje, claro: pero también que la necesidad de cierto arco narrativo me llevaría espontáneamente hacia el alivio de algunos síntomas. Un alivio estructural para la vida real. De estructura literaria (¿o no, Levrero?)”, plantea la autora.
La honestidad le gana al relato edificante: el diario no trae soluciones, más bien acompaña un proceso: “Esta transición también requiere de un aprendizaje, una adaptación, una nueva mirada del mundo”.
Si ese arco narrativo llega o no, no es lo central, porque lo que queda resonando en el lector es otra cosa: una lengua para habitar ese tiempo del cuerpo. “Escribir no detiene el paso del tiempo, pero permite afinar la conciencia del presente.”.
Hay pasajes de una belleza inesperada, ligados a la percepción sensorial y a la compasión hacia lo mínimo: “Hoy Juan se apareció con un ramo de fresias. Están en un punto perfecto de color, olor y consistencia. Las puse en un florerito celeste en la biblioteca. Y cada vez que paso por el living huelo ese perfume sutil, como un recordatorio de que existe el campo”. Esa tensión entre lo que cuesta mucho y lo que alivia atraviesa el libro.
El cuerpo sufre y es también un cambio identitario (“Fibromialgia es mi segundo nombre, menopausia mi tercero. El primero espero que siga siendo Laura”) pero más profundamente cambia la relación con el tiempo, con el deseo, con la propia imagen y con la lengua con la que se intenta nombrar todo eso. Algo se pierde, mientras “están las mujeres que viven del otro lado de la barrera del estrógeno, del lado de la abundancia”.
Diario de menopausia es un libro sencillo de leer y complejo de reducir. Trabaja con la materia más difícil: lo que no suele decirse en voz alta. Y no busca impacto ni consuelo, es literatura entendida como registro de vida. Un diario no ofrece respuestas grandilocuentes, deja algo más valioso: la visión de la emoción y el pensamiento en movimiento. La intimidad de una crisis.