Aclamada y repudiada por partes iguales, la tercera saga de “Monstruos” titulada “Monstruo: la historia de Ed Gein” es mucho más que el retrato ficcional de Edward Theodore Gein (1906-1984), el siniestramente célebre “Carnicero de Plainfield”, asesino serial, profanador de tumbas y desollador de cadáveres, cuyos crímenes asolaron la zona rural y profunda de Wisconsin en Estados Unidos durante la segunda posguerra.

Es también la manera en que los asesinatos y atrocidades de Ed Gein fueron espejo de su época histórica y lo erigieron en el monstruo paradigmático del siglo XX e ícono de la cultura pop y de las películas de terror. No en vano, fue la inspiración de los personajes de Norman Bates (en “Psicosis” de Alfred Hitchcock en 1961), de Leatherface (en “La masacre de Texas” de Tobe Hooper en 1973) o de Hannibal Lecter y Buffalo Bill (en “El silencio de los inocentes” de Jonathan Demme, en 1991). Su influjo llega incluso a monstruos tales como Freddie Krueger o Jason Voorhees de las sagas “Pesadilla” y “Martes 13”, entre otras. Por eso, la serie toma la decisión de incluir al escritor Robert Bloch (autor de la novela “Psicosis”) y a los directores Hitchcock y Hooper como personajes y de incluir las maneras en que concibieron sus obras más famosas.

Con mayor contundencia que en las temporadas previas- centradas respectivamente en Jeffrey Dahmer y los hermanos Menéndez- de lo que pretende dar cuenta el creador Ian Brenan en esa nueva entrega es de las maneras en cada época engendra sus propios monstruos y las formas en que el género de terror vehiculiza a través de sus criaturas terroríficas los miedos, las obsesiones, las represiones, los secretos inconfesables, las prohibiciones y lo considerado el mal de su tiempo.

Por ello, cada época tiene su propio Drácula: el de la novela de Bram Stoker que daba cuenta de la represión victoriana, de la decadencia del imperio británico tras la guerra de los Boers y de la sífilis; el vampiro más sexualizado de las versiones cinematográficas de nuestros años sesenta interpretado por Christopher Lee en pleno auge de las revoluciones sexuales; el Drácula negro ,“Blacula”, en el cenit de las luchas por los derechos civiles de los negros en los setenta; los vampiros de la saga de Anne Rice que pueden leerse como metáfora de la homosexualidad y el sida en los ochenta… Asimismo, cada época encarna sus propios Frankenstein, sus propios Hombres Lobos y les otorga la piel y las características que dan cuenta de su década.

En este sentido, el sexo, la homosexualidad, el lesbianismo y el travestismo -considerado lo monstruoso, lo reprimido, lo maldito y lo oculto de las sociedades modernas- han generado los monstruos más antológicos y fundantes de las ficciones cinematográficas del siglo XX: el Frankenstein con reminiscencias de la Primera Guerra Mundial cuyos días más felices transcurren con un ermitaño ciego tan marginal como él en la saga del director gay James Whale; la condesa Zalezka seductora de mujeres de “La hija de Drácula” (1931), entre tantas otras.

Siguiendo este razonamiento no parece casual que una de las primeras escenas de “Monstruo: la historia de Ed Gein”, muestre a un solitario Edward travestido y masturbándose, profundamente excitado al contacto de piel con las prendas íntimas femeninas probablemente robadas a su madre y que sea sorprendido y reprendido severamente por su ultra religiosa progenitora Augusta Gein (Laurie Metcalf). La elección de que Ed Gein, esté interpretado magistralmente por el concupiscente Charlie Hunnam, que en 1999 encendió las pantallas televisivas y las polémicas sociales al interpretar a un quinceañero enamorado que tenía fogoso sexo con un hombre de treinta años en la versión británica de la serie “Queer as folk”, le brinda al relato otras múltiples meta lecturas.

Inscripto en esta genealogía y al dar cuenta de las diferentes representaciones cinematográficas de Ed Gein, son referenciadas las existencias truncadas de Anthony Perkins, Montgomery Clift, Roddy Mc Dowell y Lawrence Harvey, todos ellos obligados por Hollywood y la sociedad capitalista a ocultar a sus amantes varones, tener que llevar una doble vida o no poder vivir en su plenitud el placer del erotismo gay. Particularmente Perkins (Joey Pollari), quien interpretó a Norman Bates en “Psicosis”, se sometió a terapias reconvertivas y agresivas, a la implantación de hormonas masculinas, ocultó su relación amorosa con el guapísimo Tab Hunter (Jackie Kay) al punto de perderlo e intentó una relación heterosexual con la actriz Victoria Principal por considerar que la homosexualidad era una enfermedad. Su prematura muerte en 1991 por consecuencias del sida parece el corolario de una vida signada por la culpa y la autopunición.

En este sentido, el capítulo más extraordinario es el segundo titulado “Secretos que enferman”, en el cual un maquiavélico Hitchcock le dice a Perkins haberlo elegido para representar a Norman Bates porque sabe que, como Ed Gein, tiene un secreto, impulsos sexuales que quiere esconder y que devienen la enfermedad de su existencia.

Las películas de terror cambiaron después de Auschwitz

El guionista y director Ian Brenan toma la decisión de alejarse de una biografía realista -e imposible- de Ed Gein y opta por focalizarse en el contexto sociohistórico en que Gein transcurrió su existencia y cometió sus atrocidades. Así la niñez y la juventud de Gein se desarrolló en el que el historiador Eric Howbsbaum caracterizó como “el siglo más violento de la historia de la humanidad”: entre dos guerras mundiales, en décadas profundamente represivas en lo sexual y en donde los actos sexuales se confundían con la violencia y el crimen. Esta última ecuación parecía la contrapartida de la visión triunfalista de la historia estadounidense de los soldados sobre los pueblos originarios impartidas en los colegios, de las contiendas bélicas internacionales y de las consecuentes representaciones culturales de los asesinatos y el sexo presentes en los cómics y en las revistas sensacionalistas que se popularizaban de manera inédita en esos primeros años de la centuria.

Sin embargo, lo que convierte a Ed Gein en el asesino paradigmático del siglo XX, en el “monstruo” hijo de su época es la correlación que puede establecerse entre las características de sus crímenes -que incluyen abuso, profanación y desollamiento de los cuerpos- y las del genocidio nazi ejercido sobre judíos, gitanos y homosexuales. Por eso, aparece como personaje Ilse Koch (Vicky Krieps), la criminal de guerra nazi que, entre tantas brutalidades, se destacaba en los campos de concentración por azotar a quien osaba mirarla, lanzar perros salvajes contra las mujeres embarazadas y quien, según se reveló en los Juicios de Nuremberg utilizó fragmentos de piel humana para confeccionar lámparas y tenía huesos exhibidos como trofeos en su hogar, confundiendo el horror con lo cotidiano. Así, la banalidad del mal llegó a su máxima expresión.

Brenan intenta indagar sobre el impacto que pudo haber tenido sobre el gran público y sobre esas poblaciones alejadas y rurales, la difusión de las imágenes de los cadáveres desnudos y ensangrentados apilados como mercancías del genocidio nazi. Como le hace decir al personaje Alfred Hitchcock (Tomás Hollander) “Las fotografías de las atrocidades nazis mostraron a la humanidad lo que los humanos eran capaces de hacer (…) Nuestra audiencia vive en un mundo en que Dios ha sido desterrado. Viven con miedo constante de aniquilación nuclear. Miraron temblando con las mentes entumecidas la magnitud del mal de lo que fue el holocausto nazi. Vieron por primera vez en la historia de que somos capaces los seres humanos cuando se apaga la brújula moral”.

“No puede haber poesía después de Auschwitz”, dijo Adorno en una frase destinada a hacerse célebre. “Monstruo: la historia de Ed Gein”, parece afirmar que el género del terror y las películas de terror no pudieron ser lo mismo después de Auschwitz. Por eso, a partir de entonces, las imágenes cinematográficas se hicieron más crudas, literales y violentas. Quizás el gran desafío de directores y guionistas fue que el horror de la ficción pudiera superar el horror de la realidad. Tal como también señala el personaje Hitchcock: “’Frankenstein’ y ‘El fantasma de la ópera’, ya no son suficientes. Nuestra audiencia encontró un nuevo monstruo y ese monstruo somos nosotros”.

En ese mismo sentido, al hablar de la génesis del asesino de la motosierra de “La masacre de Texas”, Tober Hopper (Will Brill) se pregunta: “Si Ed Gein no pudo superar las fotos de la Segunda Guerra Mundial ¿Qué hubiera pasado si hubiera visto lo que los soldados estadounidenses hicieron en Vietnam y Hamburguer Hill?

Una de las afirmaciones más contundentes de la serie es que, tal como reveló Hannah Arendt en su retrato del criminal de guerra Adolf Eichmann, no se puede caer en el facilismo consolador de pensar que las atrocidades y las brutalidades las cometen esa categoría creada por los humanos denominada monstruos, sino que las peores atrocidades son cometidas por los propios seres humanos.

Aunque tan desmesurada, escabrosa y violenta como aquello que pretender narrar, “Monstruo: la historia de Ed Gein” se erige como la ficción necesaria en tiempos en que la crueldad se hace literal, en que la crueldad aparece como la etapa superior del neoliberalismo.  

Los ocho capítulos de "Monstruo: la historia de Ed Gein" están disponibles en Netflix.