Hay una leyenda guaraní que cuenta la historia del cacique Saguáa y su hija. Ella decide abandonar a su padre para irse con un soldado enemigo del que se enamora. Él, desesperado por no perderla, sale a buscarla por la selva. A pesar de estar días enteros en el monte, Saguáa nunca puede encontrarla. Sin embargo, todo el tiempo apoya su oreja sobre la tierra porque siente que escucha los pasos de su hija cerca de donde él está. Finalmente, cae rendido por culpa de la fiebre y muere con el oído pegado al suelo fértil. Tiempo después, otros miembros de la tribu encontraron su cuerpo y descubrieron que la oreja había quedado unida a la tierra, lo que generó que la tuvieran que cortar para llevarse el cuerpo del cacique. Aquella oreja echó raíces y dio origen al Cambá Nanbi, también conocido como timbó, un árbol característico por sus frutos en forma de oreja. Este árbol, además de tener este fruto con una forma tan particular, se extiende por varias partes del país: habita naturalmente en Formosa, Chaco, Entre Ríos, Corrientes, Misiones, Santa Fe, Salta, Jujuy, Tucumán, Catamarca y llega a formar parte de las selvas paranaense y de las yungas. Puede medir hasta más de treinta metros y desarrollar una copa bastante amplia, con varios metros de diámetro. El timbó tiene múltiples usos, pero el artista Rodrigo Túnica decidió concentrarse en uno solo, ese que convierte el tronco en una canoa.
Timbó timbó es el nombre de la actual exhibición de este artista en De Sousa Galería. En esta muestra confluyen una diversidad de técnicas, materiales y temas que convierten a la exposición en algo inabarcable, pero, curiosamente, muy claro y muy organizado. Timbó timbó está conformada por una serie de acuarelas y esculturas que señalan la relación entre los humanos y los seres no humanos: el río Paraná, la tierra, los árboles, las vaquitas de San Antonio, el cielo y sus cuerpos celestes. No es una muestra de “arte y ecología” o de “arte y esoterismo”; es una exhibición sobre las relaciones invisibles que hay entre las personas que habitamos este mundo y aquellas cosas que nos rodean, de posibles formas de relacionarse con el mundo donde vivimos.
Todo esto hace sentido si se indaga un poco más en la biografía de Túnica. Además de ser artista, es cofundador de Un Árbol ONG, colectivo que trabaja en la regeneración ambiental; con su participación en este espacio impulsa proyectos de restauración ecológica y soberanía alimentaria. Su trabajo siempre está signado por un territorio específico y por acciones que suceden en una geografía determinada; por eso ha desarrollado trabajos en la Patagonia, trabajando junto a integrantes del pueblo tehuelche o en el Chaco Seco, colaborando con miembros del pueblo pilagá. En paralelo, en los humedales del Río de la Plata, donde vive y trabaja, fundó Vivero Cósmico, un espacio de investigación para explorar el vínculo entre las plantas y el cielo. Túnica desarrolló múltiples obras de land art –corriente artística que surgió a fines de los años sesenta, principalmente en Estados Unidos, que utiliza el paisaje natural como soporte, material y tema de la obra– en la Argentina y también en otros países como Brasil, Paraguay y España.
FUERZA NATURAL
Las obras incluidas en esta exposición pueden separarse en dos grupos: por un lado, las acuarelas que ocupan las paredes; por otro lado, las esculturas que se lucen en el centro de la sala. Cada grupo encierra dos mundos separados, dos maneras de intervenir en el espacio natural.
Dos de las esculturas son palas que se clavan sobre una piedra, con una morfología que remite al símbolo utilizado en la astrología para referirse al planeta Saturno. Hay una tercera obra que combina diferentes materiales y formas: una vela, un péndulo, un libro del I Ching, el fruto del timbó con su forma de oreja y una delgada estructura metálica que remite al recorrido del río Paraná; todo esto está ordenado en una estructura que se parece a un pequeño planetario, de esos que replican el sistema solar arriba de los escritorios de las oficinas. Descrito así parece poca cosa; sin embargo, moldear el metal y transportar ese tipo de esculturas implica un esfuerzo y un avance sobre los materiales bastante impactante. Este conjunto de obras encierra la manera en la que el humano avanza sobre la naturaleza; son el resultado de esa relación entre la persona y los materiales, de la manera en la que aquello que se encuentra afuera se moldea para dar origen a un objeto nuevo, a una obra de arte. Al mismo tiempo, las esculturas se relacionan con el mundo del trabajo y los oficios (por caso, la herrería) y la propia materialidad de las obras da cuenta de eso. Desde el aspecto formal, este conjunto trasciende el tema al que refiere el trabajo y la exposición en general, para incluir también el esfuerzo y la técnica empleada para que todas estas obras puedan existir. Parecería haber un interés por parte de Túnica por dejar en los propios objetos las huellas del proceso, los rastros de las horas que se necesitaron para poder imaginar, modelar, construir y crear todas estas esculturas.
En relación a las acuarelas, en todas ellas se ven diferentes caparazones de vaquitas de San Antonio, probablemente uno de los insectos más simpáticos que se conocen, asociados popularmente con la buena suerte (por eso se dice que cuando una se posa sobre una persona, esta debe pedir un deseo y dejarla volar). A diferencia de las esculturas, las acuarelas parecen simplemente describir algo de la naturaleza. Es el insecto en sí mismo, sin la intervención humana. La referencia a esta especie ya había sido trabajada por Túnica con anterioridad, en su proyecto Trigo. La única relación que se establece entre estas acuarelas y las esculturas está en los marcos, que también son de metal y que para armarlos probablemente se hayan sometido a un trabajo similar al de las palas. Se puede arriesgar que hay una continuidad entre la idea del metal como un material sólido, que puede ser usado para garantizar protección, y el caparazón de los insectos. La fantasía de la protección se filtra en los dos grupos de obras. Mientras que las personas moldean el metal para crear herramientas que los protejan, las vaquitas de San Antonio llevan su metal encima.
EL ÁRBOL DE LA VIDA
Definitivamente, la vedette de esta exposición es la gran canoa, de un poco más de tres metros, que ocupa el centro de la sala. Fue tallada a partir de un tronco de timbó y posa en esa galería como una obra y a la vez como algo que se puede usar y habitar: más de un espectador que visitó la muestra aprovechó la comodidad de la madera para descansar un rato.
Previo a esta exposición, Túnica viajó a Formosa. Allí conoció a David, un hombre de 76 años del pueblo Pilagá que vive en la comunidad Campo del Cielo. El interés del artista por encontrarse con este personaje tenía que ver con aprender a hacer este tipo de canoas de la misma manera que lo hacían las comunidades indígenas. Según contó Túnica, David se refería a la canoa como “el árbol” y como si fuera un ser vivo, con agencia. “El árbol me da de comer”, en la medida en que la canoa era usada para pescar. “El árbol me protege”, en tanto el grosor de la canoa y la solidez del timbó impiden que los yacarés ataquen al pescador. Lo interesante de estas expresiones es que ponen sobre la mesa una ontología completamente distinta a la que se extiende por las calles de esta ciudad y adentro de cualquier galería. Por un lado, la canoa es una analogía del árbol; el timbó no deja de ser timbó ni se convierte en otra cosa cuando el tronco es tallado, sino que sigue estando ahí. Por otro lado, el árbol funciona como un elemento animado que brinda protección y comida a la persona que usa cuando sale a navegar, cuando consigue pescado como alimento.
La obra de Túnica logra encerrar esa manera de pensar, esa manera de estar en el mundo y esa perspectiva donde la relación entre lo humano y lo no-humano se vuelve central. Hay una reciprocidad total en ese vínculo: si el hombre no cuida al árbol, el árbol no puede dar protección ni alimento. El sesgo citadino nos empuja a pensar que David está loco, que claramente la canoa no es más un árbol y que la protección y el alimento no son mérito del timbó. Sin embargo, el aspecto fantástico de esa lógica puede ser tan fantástico como ese que se pregona en los centros urbanos, el que dice que “el mercado” –una fuerza desconocida e intangible– nos va a salvar o que recibir un millón de likes en Instagram es sinónimo de que la gente te quiere. Las personas que habitamos selvas de cemento no somos ni más audaces, ni más inteligentes, ni más avanzadas que aquellas que habitan el monte.
Hay un detalle en la canoa de Túnica que funciona como una pequeña ayuda para entender esa cosmovisión que conoció en Formosa. Uno de los extremos no tiene un acabado perfecto, sino que es circular. Es decir, el artista, con ese gesto, señala que efectivamente la canoa es nada más y nada menos que un tronco; David tiene razón, la canoa es el árbol. Así como las esculturas guardan las huellas del trabajo manual, de la manipulación de los materiales, la canoa exhibe las huellas del árbol e incluso tocar la obra -algo que está permitido y que atenta contra la tiranía del ojo que gobierna el arte contemporáneo- pone en evidencia esto mismo: la canoa, según la temperatura, es más o menos húmeda, más o menos blanda e incluso hasta sigue “transpirando” savia. Otra vez, la canoa es el árbol. El árbol está vivo.
Timbó timbó se puede visitar de lunes a viernes, de 10 a 18, en De Sousa Galería, Paraguay 675. Hasta el 9 de noviembre. Gratis.




