Cuando a uno le entregan afectuosamente en las manos una lámina antigua, coloreada, de León Palliere, titulada “Invasión de indios”, uno no sabe qué pensar sobre la generosidad del otro. Es inevitable no recordar al pintor Angel Della Valle y su cuadro Vuelta del malón. Muchos han retratado la vida de lo que entonces era campo afuera, o tierra adentro, como se lo quiera llamar. El ojo del artista capaz de expresar hasta su propio pensamiento en trazos dejó en la historia su impronta, con opiniones a favor y en contra.

Sin embargo, desempolvando la lámina creada por Palliere uno puede ver en detalle los rasgos y la vestimenta, y se tiene una idea de lo que el artista vio en ellos. Todos montados en buenos caballos con monturas, dos que van charlando animadamente, algunos miran de reojo al dibujante, como espiando al espectador y uno hasta le sonríe. La “invasión” no parece tal porque van dos mujeres, una anciana de cabello blanco y una jóven con una ikulla roja sobre los hombros amarrada con un tupu, gran prendedor mapuche de plata.  Ella no pasa desapercibida, justamente por su elegancia. Los gestos retratados son de personas normales. Cosa que no siempre ocurre.

Palliere nació el 1 de enero de 1823 en Río de Janeiro, aunque sus padres lo anotaron en el registro civil de la Legación de Francia en Brasil. Era descendiente de artistas por el lado paterno y materno. A los trece años comenzó en Francia sus estudios artísticos, y años más tarde, de vuelta en Brasil, ingresó a la academia de bellas artes y en 1850 obtuvo una beca para estudiar en Europa durante cinco años.

Uno de sus mayores anhelos era viajar por Argentina, Chile, Bolivia y Brasil, recorrer las provincias para observar el modo de vivir de las distintas naciones. En 1856 se embarcó a estas tierras para ser el protagonista de su propia aventura. Su llegada causó revuelo y en los diarios publicaron con bombos y platillos la llegada del hombre que haría un viaje artístico por América. Cada vez que el joven pintor terminaba una obra, enseguida se corría la voz acerca de su talento. El Nacional publicó que “Mr Palliere ha pintado una carreta repleta con lana de las que vienen al mercado 11 de Septiembre, en cuyos conductores hay una fidelidad admirable”.

El 2 de marzo de 1858, Buenos Aires amaneció con fuertes ráfagas de viento azotando el río de La Plata. Ese día Palliere comenzó su travesía de siete meses junto al Gran Duque Guillermo de Macklenburg-Schwerin y su ayudante de campo, el barón Jorge de Brackenhein. Estos dos alemanes prefirieron que en sus anotaciones Palliere no delatase sus nombres, por alguna razón andaban de incógnito y el artista en su diario de viaje se refiriere a ellos como D. Guillermo y D. Jorge.

Cuando subió al bote para abordar al vapor Primero Argentino, tres golpes de ola los bañaron de pies a cabeza y a poco de salir ya estaban mareados y descompuestos; así y todo apreciaron la Isla Martín García y la ribera de San Pedro, donde Palliere observó unas aves de patas largas que debían ser cigüeñas o garzas. Saliendo de la ciudad se sintió mejor de salud, se quedó contemplando un cielo estrellado y en sus anotaciones escribió que “la naturaleza mitiga todas las penas”.

Solamente él encontraba un cierto romanticismo a ir envueltos en una nube de mosquitos. En un tramo, el vapor comenzó a tener fallas y de pronto se convirtió en un velero: el barco andaba pobre de paño y para el palo de mesana se improvisó una vela con tiendas de campaña y lonas. Cuando todo funcionó y el viento acompañó el navío, a todos les volvió la buena salud y el vapor ancló en San Nicolás donde al amanecer pequeñas barcas iban y venían con pasajeros para abordar. Otros barcos iban cargados con carbón y cueros.

Subir al vapor con el oleaje y la corriente no era fácil. Un bote pequeño se acercó con cuidado para que un cura pudiera embarcar. El hombre iba con su mejor sombrero, muy elegante, pero con cara de pocos amigos. Terminó de disgustarse cuando a uno de sus dos equipajes se lo llevó la corriente. Palliere escribió que “sus ojos decían muchas cosas, pero ni un gesto, ni una palabra, todo en su interior”.

Una vez que llegaron a Rosario, hizo bocetos de la vestimenta gaucha de hombres bien formados, un tanto más colorida que la que usaban en Buenos Aires. A las mujeres las describió como esbeltas y hermosas, rostros tostados, bronceados, yodados y ahumados. En las calles, los aguateros en sus carritos de dos ruedas, las carretas inmensas transportando los frutos del país, varios niños trabajando como lecheros cargando dos recipientes a cada lado de la montura. Las casuchas de barro con techo de paja le inspiraron felicidad, como el amor de las parejitas jóvenes, entrelazadas tiernamente, mimoseando en la vía pública, según él “rozando los límites de lo ilícito, aunque por lo menos, dejan en claro que no se detestan”.

Respecto de los indígenas que pasaban por los poblados, o que se encontraba en el camino, enseguida dibujó cuidadosamente las lanzas de mango largo con un trozo de hierro o un cuchillo en la punta, algunas plumas de avestruz, tres bolas de menos de un kilo cada una, sujetas a tres cueros trenzados de un metro de largo. Después, el lazo como extensión del brazo con el que agarraban un caballo donde sea en la vasta extensión para su supervivencia.

La primera posta para descansar fue en Arequito, Santa Fe. Una humilde casa con dos habitaciones plagadas de insectos de todos los tamaños. Había dos rectángulos de madera cubiertos con cueros haciendo de camas y prefirieron dormir en un rincón del patio. Palliere sacó unas monedas y le compró a un muchacho un cuero de vaca seco que usó como base para su colchón de viaje, el maletín como almohada y toda su buena predisposición para encontrar belleza en esa primera vez que durmió a la intemperie. “Con lluvia debe ser penoso, pero bajo esta bóveda estrellada se halla toda la poesía”.

A la mañana siguiente, el Gran Duque cebó unos mates y los tres compraron a los vecinos que se acercaban con canastos repletos de tortillas y mulitas asadas, que les parecieron con sabor a lechoncitos. Su próxima posta era Río Tercero y se había corrido la voz de que además de artista era doctor, porque andaba con un maletín y porque a alguien le había recetado algo para unos dolores, acordándose de remedios caseros. Ante esos pedidos, Palliere improvisó a más no poder con tal de no decepcionar a una madre.

Cada vez que llegaban a un lugar, los pocos vecinos enseguida le pedían que los retratase, a lo que accedía con desgano a veces. En las cortas estadías, se enteraban en pocas horas de los chismes del poblado. Resulta que el dueño de esa posta de Río Tercero, que según la descripción de Palliere “era un viejo arrugado, color cuero, tiene una mano cortada y hasta creo que es bizco”, el chisme era que el hombre poseía dos mil patacones que para la época se consideraba un dinero importante. Su mujer era de apellido Giménez, considerada por todos sus vecinos como un ángel, una joya que había sido educada en Córdoba por una familia que la recogió siendo ella huérfana. Pero los padres la habían obligado a casarse y era vista como una pobre diabla en los brazos de poco más que un ogro. Reflexiona Palliere: “¿Es dichosa? Quién sabe... Quizás fuese un enamorado el que así me lo contó. No pude ver al ángel o a la joya, esto vale más para no destruir el romance. Olvido decir que el marido es un avaro que no come huevos por no tirar la cáscara”.

Unas leguas más adelante, encontraron un rancho con una mujer tejiendo un poncho, ese rectángulo tan raro con un solo agujero que los hombres se colocaban pasando la cabeza. Les pareció una técnica de tejido muy primitiva. Era un pequeñísimo hogar donde los jóvenes padres cuidaban de su bebé en una cuna suspendida del techo, algo muy simple y encantador, dice Palliere, que agrega que “afuera una gallina que abriga sus pollitos con sus alas, un perro enroscado les hace compañía y una bacinica floreada completa el poético grupo”. Esto se puede ver en su obra “La cuna”.

El viaje en mula los terminó de agotar y todavía faltaba llegar a Chile. En el paraje La Jaula hicieron noche; era un estrecho entre dos montañas, rocas puntiagudas, riscos profundos, que les parecieron como una hermosa decoración para un crimen. En la posta se encontraron con otros viajeros y se las tuvieron que arreglar para compartir techo. Tal fue el caso de aquella que era tan reducida, que se colocaron uno pegado al otro y a Palliere se le vino a la mente la imagen de los arenques en un barril. Esa noche descansaron agotados de la tentación que les provocaba la situación. Las mujeres indígenas se agazaparon juntitas en un rincón, que nadie se explica cómo hicieron, y un niño durmió hecho un ovillo sobre una bolsa de maíz.

Ya en las montañas, el menor tropiezo de una mula podía causar una tragedia. Una de esas bajadas fue la peor de sus experiencias, transpiraron a mares por media hora. Llegaron a Chile fatigados, con los huesos doloridos, después de ocho o nueve horas a lomo de mula. Fueron recibidos por Benjamín Vicuña Mackenna, que le obsequió sus libros y luego de unos días regresaron a Buenos Aires por el desierto de Atacama, Bolivia. En su paso por Salta, hubo un eclipse de sol y los pobladores andaban con vidrios ahumados para observarlo. A la noche los lugareños lo invitaron a una fiesta, pero Palliere estaba exhausto y la rechazó, entonces lo invitaron mosquetear, que era no vestirse de gala, pero asistir y quedarse en un salón aparte, o en el patio criticando a los bailarines.

En la cuesta de Tambillo, Mendoza, se encontró con grandes construcciones de piedra, restos de hornos para fundición de metales de la época colonial, “y un indio semi momificado guardando algunas cabras que no tiene en la casa nada, ni harina, ni maíz ¿de qué podrá vivir? Los blancos trajeron su civilización, pero destruyeron la de los indios”. Una mujer del lugar viajaba sola en la misma dirección, charlaron un largo trayecto, suficiente como para que, al verla alejarse después, sintiera que había sido un acontecimiento especial.

De nuevo en Santa Fe, comentaron en la pulpería que unos bandidos andaban listos para asaltar el pueblo. Palliere, lejos de correr a esconderse, repartió en varios bolsillos sus monedas, un poco en alguna cartera para los ladrones y otro poco dentro de las botas. Escribió sobre ese día que “esto no carece de color local y produce alguna emoción pensar que uno va a ser más o menos desvalijado ¿será triste? ¿Será divertido? Desciendo sano y salvo en Rosario”.

De vuelta en Buenos Aires siguió trabajando en retratar la vida de los porteños y en 1864 apareció el Álbum Palliere, con escenas Americanas, reproducción de cuadros, acuarelas y bosquejos, editado en la Litografía Pelvilain. A partir de 1869 sus paisajes ilustraron algunos de los billetes argentinos como el de doscientos pesos de la Provincia de Buenos Aires con su obra El Corral. Palliere murió en Francia a los sesenta y cuatro años, en 1887. Nos dejó una de nuestras primeras iconografías.