Si la actuación del domingo en el festival Music Wins, en Costanera Norte, fue de tintes epopéyicos, lo que ofrendaron al día siguiente en su sideshow, realizado en C Art Media, difícilmente será olvidado por todos los que asistieron a esa feligresía salvaje. Primal Scream vino a Buenos Aires de todas las formas posibles: con diferentes alineaciones y de la mano de las excusas más alucinantes, como la celebración de los 20 años de Screamadelica, álbum convertido en obra maestra y en radiografía de una época en el rock británico. Pero no hay duda de que esta vuelta a la ciudad fue la mejor. No sólo porque se mandaron un doblete de recitales fabulosos, sino también porque se mostraron más claros al momento de contar su historia a través de esas canciones que se debaten entre el rock y la música dance.

Esta vez no hubo en el tablado bandera de Palestina (nación a la que el grupo reivindica desde antes del genocidio que ha perpetrado ahí Israel), a diferencia de lo que había sucedido en el festival. Aunque en el final, con “Country Girl”, Bobby Gillespie, cantante y compositor de los concebidos en Glasgow, invocó nuevamente a Diego Maradona. También alabó a la Argentina campeona del '86, evocó la “La mano de Dios” y tributó al mejor futbolista argentino colgando sobre el bombo de su baterista una camiseta como la que el 10 que usó en el partido contra Inglaterra en México. En esa instancia del show, público y músicos ya se habían transformado en una misma entidad, con el frontman haciendo las veces de catalizador, al igual que de maestro de ceremonias. Y previamente se animó a probar sus dotes místicas, agitando esos largos brazos como si se tratara de un pastor sermoneando.

A sus 63 años, Gillespie se resiste a que lo cataloguen una institución del rock británico. Entonces arenga, arenga y arenga. Y a los errores los enmienda con estilo. Cuando se dio cuenta de que en la flamante “Deep Dark Waters” se había anticipado en su parte, en “Medication”, antes de pisar a la banda, decidió mirar a los músicos y preguntarles: “¿Ahora vengo yo?”. El violero Andrew Innes es su única mano derecha (imagen cargada de literalidad a lo largo de la performance) en el escenario, tras la muerte del tecladista Martin Duffy en 2022 (lo reemplazó Terry Miles). A su izquierda estaba la bajista Simone Butler, quien había provocado el caos en el anterior desembarco de Primal Scream en Buenos Aires, en 2018. Butler se bajó del tour al enfermarse y sus compañeros decidieron seguir adelante sin ella, ratificando su imaginario de locos kamikazes.

El tándem de coristas y el saxofonista Alex White, la otra flamante adquisición en los shows en vivo desde hace dos años, completan la alineación. Cada vez que pela su instrumento, interpela al glamour. Será por ese sombre que estableció dialéctica con el Panama Jack del violero, lo que terminó de darle sentido a ese outfit texano setentoso del cantante, con esos zapatos de piel de culebra siempre zafando de ser opacados por el pantalón. Todo esto, por si alguien creía que Rod Stewart era el único escocés con onda. Cada vez que la banda aceita el engranaje, esa combinación estética, en lo sonoro y lo visual, dispara a ese video de Roxy Music, con Brian Ferry portando parche de pirata, haciendo “Love Is the Drug”.

El cantante fue una suerte de catalizador y maestro de ceremonias.


A pesar de su tamaño compacto, el primer show que dieron en esta ocasión en la ciudad ya había sido más que digno al rozar lo épico. Había tenido todos los condimentos para cautivar desde el propio arranque: una nueva encarnación de la banda (una, además, bien afilada), a lo que se había sumado un frontman con ganas de que provocar, exorcizando el sentir. De hecho, esa presentación fue lo más parecido a un abreboca porque promediando la mitad del set Gillespie avisó que el lunes la cosa se pondría mejor. Y no estaba vendiendo humo. Sin embargo, posiblemente la clave para que todo fuera un éxito se basó en la apertura, para la que eligieron la canción más canchera que podían seleccionar: “Don’t Fight It, Feel It”. Es un clásico ideado para la pista de baile, así que era imposible no engancharse a partir del minuto uno. Caradurismo total.

Como bien versa el título de ese acid house, no hay que luchar sino sentirlo. Esa consigna sirvió para enganchar el tema con el disco music psicodélico “Love Insurrection” y con la sureña “Jailbird”, para luego retomar el groove de la mano de “Ready to Go Home” y pegar el volantazo hacia el rock melodramático “Deep Dark Waters”. Salvo por la introducción y el tercer track, el resto de este cancionero inicial compone el más reciente álbum de estudio de Primal Scream, Come Ahead, publicado el año pasado. Pese a que se comporta como un disco homogéneo (alternando soul, funk y rock), le pegaron con un caño en el Reino Unido. Algo que parece un acto de crueldad debido a que es su vuelta al estudio de grabación tras ocho años y porque nunca tuvo una intención pretenciosa.

De todas formas, la potencia del envión fue más efectiva en el festival que en el predio de Chacarita. Recién el recital empezó a tomar ritmo y forma gracias a “Medication”, una de las tantos himnos de la banda que bebe del legado de los Rolling Stones. Y es que si hay un artista que bien supo decodificar toda esa data, ése ha sido Bobby Gillespie. De eso pudieron dar constancia a continuación en el country sideral “I'm Losing More Than I’ll Ever Have” o más adelante en la ya mentada “Country Girl”, una especie de “Let's Spend The Night Together” lentificado. Y Primal Scream supo dosificar esa influencia con los matices de las composiciones de su décimo segundo álbum, entre las que despuntó el funk “Innocent Money”, la discotequera “The Centre Cannot Hold” y el blues fuera de borda “Love Ain’t Enough”, con su violero sacándole magia a su instrumento. Una vez más.

A propósito de este último tema, los escoceses hallaron su identidad plantándose en el retrofuturismo. Suenan a muchas cosas sabidas, pero con sabor a vanguardia. Apenas el frontman versó el sample que tomó de la película The Wild Angels, con Peter Fonda diciendo: “Y queremos emborracharnos, y queremos pasarlo bien”, el público se volvió loco. Amplificado por ese coro góspel y la libido del saxo. “Loaded” sigue sonando moderna 34 años más tarde, manteniendo inmaculada su manija. Por eso, a partir de ese instante, el público se la apropió como onomatopeya. Lo que enamoró a Gillpesie, quien pedía que lo repitieran sin parar. Aún tenía bajo la manga a otros dos temazos de Screamadelica: “Movin' on Up” y “Come Together” en el bis, pero a esa altura había alcanzado el tamaño de su leyenda.