–Contame más de tu vida –dice Raúl.            –Tuve un novio –dice Norah.

–¿Otro? –pregunta Raúl.

–Este muy formal, con planes para el futuro casamiento. Muy católico el muchacho, y muy pavo.

–¿Católico? 

–De misa los domingos y obligada castidad, vieras. Me imaginaba virgen y no fui capaz de romperle la ilusión.

–Pero...

–Después de mucho se atrevió. Un fracaso: tan malo como todo lo anterior.

Norah pone los remos al costado de la canoa y muy tranquila se arregla el pelo. “Ahora habría que besarla”, piensa Raúl. Además de peligroso, se hacía bastante ridículo intentarlo en la fragilidad de la canoa. Piensa decir: “Te quiero”, pero apenas balbucea un “me gustás”, ininteligible.

–¿Qué? –pregunta Norah.

–Que cómo terminó todo –dice Raúl.

–Un día me aburrí y lo dejé.

–¿Y él?

–Se puso a llorar. “¿Y ahora, con quién me caso?”, decía. Sentí una profunda lástima.

–¿Por él? –pregunta Raúl.

–Por mí –dice Norah–, por haberlo soportado tanto: siempre me pasa. Remá un poco vos.

  Norah le gusta. Es linda y es lindo pasear en canoa por el Paraná. Piensa en Marta, con ella nunca había paseado en canoa. Le pregunta por Marta.

Le pregunté qué Marta. Era inevitable, tarde o temprano terminaría hablándome de ella. Por un rato me contó el romance: que un amigo, veinte años antes, lo había invitado a pasar un fin de semana y acá mismo la había conocido; que el verano, la piel tostada y la increíble situación de tener una novia a tres horas de la Capital lo habían hecho volver muchas veces. No me habló de las cartas. Puse cara de estar interesada y de sorprenderme. Dije que no conocía a Marta. Dijo que todo había sido muy lindo. Quiso saber cuál había sido mi primer amor.

–Aquel chico, de hace muchos años –dice Norah.

Raúl la mira en silencio.

–Sostené la canoa –pide Norah–, me voy a dar un chapuzón.

- - -   

Se habían conocido un par de días atrás, en la fiesta de Susana. Antes Raúl había estado en la confitería de siempre: en tres o cuatro palabras debió sintetizar todo lo hecho en esos años. Escuchó frases de entusiasmo y que chico es el mundo y que bueno que hayas vuelto y que la construcción de los silos es una magnifica oportunidad. Después lo invitaron a la fiesta. Fue con el secreto propósito de ver a Marta. Le dijeron que se había ido del pueblo, “a Misiones, creo”, y absurdamente se sintió traicionado. Se estaba imaginando a Marta gorda y madre de cinco hijos, cuando le presentaron a Norah. Dejó a Marta en la selva misionera, con sus chicos, y descubrió que Norah tenía una linda sonrisa. También le gustaron los ojos, que le parecieron negros y terminaron siendo pardos. Charlaron mucho, tres horas después de la presentación a Raúl le gustaba –además de la sonrisa y los ojos pardos– el desparpajo de Norah para ciertas cosas. “Tu como estar de vuelta”, dijo después. Arreglaron un encuentro para la tarde siguiente, en el Náutico.

Lo encontré, de pie, a la entrada del club. Tenía puesta su mejor cara de conquistador. Con gesto cómplice, me preguntó por Nucho. “Sale con vos”, dijo. “Conmigo –reí pensando qué podrían haberle contado–, salió conmigo hace años, con él tuve mi primera experiencia”. Quiso saber la historia y se la conté. Fui muy dramática, comencé describiendo la escenografía: la isla y el calor y el viaje en canoa hacia la isla. Seguro puse cara de muchacha engañada, porque prestó más atención. A partir de ahí creció mi dramatismo. No le dije que realmente había ido como si me fuera a sacar una muela, pero con menos temor. No tenía por qué decirle que había elegido a ése como pude haber elegido a aquél. Claro que aquél pudo haber sido un poco menos torpe que ése. Porque, eso sí se lo dije, el muchacho todo el tiempo hizo gala de su torpeza; la edad, se me ocurre. Me preguntó si Nucho se había ido del pueblo. “Peor”, le dije, “engordó”. Quiso saber más cosas. Le conté mis otras experiencias. Le dije que casi todos los otros, con alguna ligera variante, habían sido tan torpes como el primero. Le dije que a lo mejor la enferma era yo y no sé que cara habré puesto; la cara de él era increíble: se parecía a una samaritana. O mejor: a un personaje del Ejército de Salvación. Me divertía.

- - -

–Sostené la canoa –dice Norah–, voy a subir.

Está a unos metros del bote, da unas cuantas brazadas y sin mucha dificultad vuelve a subir. Viéndola nadar, Raúl había pensado en todas las historias de esa tarde, en Nucho y en el novio católico. Ahora piensa en ese primer amor “de hace muchos años” y piensa que las mujeres se embellecen cuando están mojadas.

–¿Quién era ese chico? –pregunta.

–Te lo dije –dice Norah–. No era de acá y se llamaba como vos.

Raúl habla de lo traicionero que son los ríos, de lo molesto que resultan los mosquitos y de otro montón de pavadas. Norah no tiene ganas de hablar de ese Raúl de “hace muchos años” y el Raúl de ahora, el que la está ayudando a amarrar el bote, quiere saber más cosas.

–¿Qué te pasa? –pregunta Norah.

–Nada –dice Raúl–. ¿Qué pasó con ese chico?

–¿Qué pasó cómo?

 –Sí, ¿qué paso?

 –Oh, nada –dice Norah–. Aquello era otra cosa: besitos puros y agarraditos de la mano. Teníamos quince años, ¿te das cuenta?, era diferente.

 Los diminutivos y la palabra “diferente” es, quizá, lo que más le molesta. “Diferente”, repite camino al hotel. Sin duda, por la misma época en que él se había enamorado de Marta. Siente rabia por Marta, si ella no hubiese estado aquella tarde en el Náutico él habría conocido a Norah, porque, quien lo iba a negar, aquella tarde Norah también habrá estado en el Náutico, junto a Raúl (el otro). No, sola. Esperándolo a él y entonces él hubiese sido el novio diferente de Norah y a Norah le habría dado los besos torpes que, maldita Marta, le dio a Marta y habrían sido felices y juntos y de pronto repara que está en medio de la plaza, gesticulando y hablando solo. “¿Qué me pasa?”, se pregunta. “Diferente”, repite. “Esto es estúpido –dice–, y mañana tengo que trabajar”.

- - -

y no hice otra cosa que pensar en vos y la otra noche y la otra y la otra. Me invitaron a una fiesta y fui de mala gana, estuve un rato y volví a casa. No hay caso, si no estás no sirvo para nada y no hago nada, me la paso todo el día pensando en lo que estarás haciendo. Acá hace un calor terrible, te imagino en el Náutico y siento celos del río, en cuanto pueda salgo volando para allá. Acordate de mí, yo no hago otra cosa que acordarme de vos. Te beso con todo mi corazón: Raúl.

Dobla la carta y la acomoda junto a las otras. Tiene poco tiempo, Raúl ha quedado en ir a buscarla a las nueve y aún está a medio vestir. Va camino al baño cuando suena el timbre. Oye que abren la puerta y oye la voz de Raúl. “Te beso con todo mi corazón”, que cosas se escriben, mi Dios.

–Son más de las nueve –grita Raúl, desde abajo.

–Ya estoy –dice Norah.

Y media horas después salen hacia la casa de Susana.

 –Todavía no me dijiste por qué tardaste tanto –dice Raúl, mientras con la mano y una sonrisa saluda a Rodolfo.

  –Estuve leyendo unas cartas –dice Norah y también saluda.

  –¿Cartas? ¿De quién?

  –De Raúl.

  –¿Qué Raúl?

  –Aquel chico que fue mi novio.

  –No digas pavadas.

  –No digo.

  –No me digas que todavía tenés...

  –Las tengo.

  –¿Por qué?

  –Porque son lindas.

  En el tocadiscos unas batucadas han reemplazado a la tranquilidad de Vivaldi, hay dos o tres que intentan pasos de baile y Norah tiene que aguantar otro chiste de Rodolfo, no tan gracioso como el anterior. “Diversas maneras de aburrirse un sábado a la noche”, piensa, sonriéndole a Mario. Toda buena gente: algunos bailan, otros rodean a Rodolfo que sigue con sus chistes y aquellos de más allá discuten la posibilidad de hacer un teatro flotante justo frente al Náutico. Siente que Raúl la toma de un brazo.

–Salgamos –dice.

Caminan un rato en silencio, después Raúl comenta los chistes de Rodolfo, lo gracioso que es para contarlos y lo bien que baila Cristina, ¿viste?

 –¿Qué te pasa? –pregunta Norah.

 –Nada, me gustan los pueblos –dice Raúl.

 Y era lindo hacer esas tres horas de tren, puro mirar campos, pensando que el país es grande o cosas por el estilo y pensando que después de tantas estaciones solitarias con pinta de películas del Far West iba a llegar la linda estación del lindo pueblo donde vivía la linda Marta. Por ese tiempo, también el otro Raúl viajaría quizás en el mismo tren, mirando el mismo campo y las mismas estaciones, pero pensando en Norah, que seguramente lo estaría esperando. Norah esperando a aquel noviecito que tuvo y que se llamaba igual que él. Casualidades. Irían tomados de la mano, Norah y Raúl por el mismo boulevard por el que iban Marta y él, sin duda más de una vez se habrán encontrado y se habrán saludado, chau chau, porque es costumbre de pueblo saludarse. Piensa que el jovencito Raúl, al que alguna vez habrá saludado, lo perturba más de la cuenta. “Esto es absurdo”, piensa. Pero el jovencito lo perturba, por qué negarlo.

–A tus antiguos novios los veo siempre...

Norah afirma con un movimiento de cabeza.

–¿Y el dulce Raúl, por donde anda?

Norah se detiene.

–Se suicidó –dice, mirándolo fijo.

Vaya con la historia. Inteligente el jovencito. No tuvo tiempo de que se le cayera el pelo o de engordar: el joven Raúl se pegó un tiro o se tiró bajo un tren o quedó colgado de una cuerda. El joven Raúl, sin arriesgar una sola carta, prefirió jugar con la pureza. Así cualquiera gana, jovencito. Balazo, tren o cuerda y todo es diferente y todo es bello. Pero es jugar sucio, no hay duda.

–¿Por que no hablás? –dice Norah.

–Estamos haciendo un minuto de silencio, a su memoria –dice Raúl.

–Por favor, no seas estúpido –dice Norah.

Y pide, mejor: ordena, que la acompañe a su casa. Son muchas cuadras para disculparse, para decir que lo perdone, que soy un animal. Dice que la quiere de verdad, que se lo crea. Norah sonríe, Raúl le agarra la mano y le besa la palma.

–Guardalo –dice y le cierra la mano–. Yo me llevaré esto.

Y suavemente acaricia la mejilla de Norah.

 Se va, feliz. Después de caminar un rato nota que continúa con el puño cerrado. Mira su mano y está a punto de abrirla. “No, por qué”, dice, y apura el paso.

  Más tarde, frente al espejo del antiguo ropero, puede verse besando con cariño la palma de su mano derecha, ahora victoriosamente abierta.

  –O estoy enamorado o soy un pelotudo –dice, mirando su cuerpo solitario frente al espejo del antiguo ropero.

- - -

Y estaba enamorada. Enamorarse de un chico al que apenas había visto dos o tres veces, y de lejos. Qué argumento de fotonovela. Pero por aquel tiempo el Paraná era lindo y eran lindas las tardes en el Náutico, junto a Marta, leyendo las cartas que Raúl le enviaba. Un día, con tristeza o con indiferencia (nunca lo supo), Marta le explicaría las causas de la ruptura y Norah supo disimular la alegría la tarde en que Marta, por esas cosas de chicas y con un gesto que tuvo mucho de radioteatro, la hizo custodia –”para siempre”– de esas cartas. Se borraron las palabras, quedaron los gestos y la promesa. Y ahora que él está aquí, no es tan lindo. El tiempo, puede ser: cambia a la gente. O peor: la gasta. Raúl empieza a quedarse calvo y, aunque haga esfuerzos por disimularlos, denota unos rollos muy poco románticos; de aquella época sólo le queda ese andar cansado, medio arrastrando los pies, algún que otro gesto y la sonrisa. Y Norah, ¿para que hablar de Norah?

 Pasarán un fin de semana en Buenos Aires, seguramente dormirán juntos.

- - -   

Después juegan a la Bella Durmiente del Bosque. Norah acostada, apenas cubierta con la sábana, es la frágil y somnolienta princesa esperando al valeroso y apuesto príncipe. Y patapun patapun patapun, el príncipe llega montado en su gallardo corcel. Beso y presentación: “Soy el príncipe Raúl”, dice, “despierta, bella”. Norah abre los ojos y ríe. “Y la princesa despertó”, dice y agrega: “Bienvenido, Raúl”. Entonces el príncipe Raúl se arrodilla junto al lecho de la princesa y ya sin voz de príncipe, más bien con tono de ingeniero de este siglo, pregunta: “¿Qué Raúl?” Y la princesa deja de ser Norah o Norah deja de ser la princesa, porque soltando la mano de Raúl (el ingeniero) dice que no sea estúpido, que se deje de preguntar pavadas y menos en momentos como ése, pero no dice qué Raúl. Raúl va a agregar algo, pero prefiere ir al baño. Está un largo rato, mirándose en el espejo. Al salir encuentra a Norah al pie de la cama, vestida.

–¿Que hacés? –pregunta.

–Vamos –dice Norah–, tengo ganas de irme.

Es en vano explicar que pueden quedarse toda la noche, es en vano hacerle entender que es ridículo irse a esa hora. Realmente ridícula es la situación: Raúl –en calzoncillos– explicándole a Norah –vestida– las ventajas de quedarse en ese hotel hasta la mañana siguiente. Salen, toman un café en silencio y Norah dice que quiere volver en el tren de las seis y cuarenta y cinco,

Raúl la acompaña a la estación. Le ha dicho que tiene que quedarse algunos días en Buenos Aires, para corregir unos planos. Dice que le avisará de su regreso. Norah piensa que será por carta y piensa cómo serán las cartas del Raúl actual. “Escritas a maquina”, piensa y sonríe. A Raúl no le parece muy feliz una despedida con sonrisas y se va antes de que el tren se ponga en marcha.

- - - 

El telegrama lo recibe a la tarde. Al abrirlo, Norah piensa en una serie de remitentes posibles, menos en Raúl. “Llego mañana”, lee, lo firma Raúl. Le da risa, lo tira a la basura. Abre la caja en donde guarda las cartas y desata la cinta que las sujeta. Lee: “...aprobé el ingreso, me ves a mi ingeniero y todas las viejas del pueblo comentando: Marta se va a casar con un ingeniero. Nosotros, muertos de risa, haremos el corso completo: la ceremonia será con misa de esponsales e invitaremos a todo el pueblo. Aprobé el ingreso, eso es lo importante. El fin de semana voy para allá, caminando si no tengo para el pasaje, pero voy: necesito verte...” Y venía y hablaba de las casas que iba a hacer: grandes y con muchas ventanas, porque por aquel tiempo le gustaban el sol y el viento y las noches con estrellas y, a veces, también la lluvia; le gustaban los atardeceres junto al Paraná. Marta siempre le hablaba de cómo Raúl le hablaba de los atardeceres. Ahora también tienen lluvias y vientos y caídas de sol, pero Raúl explica de qué modo los silos protegen al grano de la lluvia, del viento y del sol. Nunca habla de una casa grande, con muchas ventanas.

- - -    

–¿Me extrañaste? –dice Raúl.

–Si –dice Norah.

Fuman. Se entretienen mirando el techo y el humo; después de su fracaso como príncipe errante, Raúl ha decidido anular los juegos.

–No me preguntás qué hice en Buenos Aires –dice Raúl.

–Planos, supongo –dice Norah.

–Sí, claro –dice Raúl–, pero también pensé en vos, y pensé en esas cartas.

–Las quemé –dice Norah.

Y también pude haberle dicho que las había roto o que me entretuve fabricando innumerables barquitos para que navegasen por el Paraná. No lo hubiese entendido. Se puso contento y repitió “las quemaste”, como para sentirse seguro. Dijo que se las podría haber mostrado y le pregunté para qué. “Para ver las pavadas que te escribía”, dijo y me quiso besar. “Cosas como estas”, dije, me aparté y repetí una de las tantas frases que él había escrito. Me miró con asombro y pensé que acaso aún la recordaba. “¿Te las acordás”?, dijo. Quise creer en un momento mágico: Norah caminando con él por la orilla del río, lejos de los silos y de los cálculos de estructura. “Sí”, dije y le dije otra frase de aquellos tiempos, cuando no estaban los silos y era Marta quien caminaba por la orilla del río; cuando él le decía (o me decía) que el sol se enredaba en los pinos y con su luz de plata bañaba mi sien. Era plagiada de una canción, lo sé, pero qué linda que fue. “¿Cómo te podés acordar?”, dijo. Y repetí otra frase y otra y otra. Me miraba en silencio, con la más estúpida de sus sonrisas. Dijo algo en voz muy baja.

–¿Qué decís? –pregunta Norah.

–Digo que esas son cosas de chicos, pavadas.

–Si –dice Norah y envuelta en la sábana va hasta el baño.

“Bernoulli lo explica bien”, escucha que dice Raúl.

–¿Qué? –dice Norah y abre la puerta del baño.

–Física, mi amor –dice Raúl–. El Principio de Bernoulli: el aumento de presión de un filete líquido al pasar de un punto a otro es igual a la disminución de la energía potencial de la unidad de volumen, ¿entendés?

–No –dice Norah y se sienta en la cama.

–Cuando se es joven –dice Raúl–, mucha energía potencial, pero poca efectividad; al crecer, uno pierde energía potencial pero gana efectividad, ¿te das cuenta ahora?

–Sí –dice Norah y busca su vestido.

–Si el chiquilín que te escribía no se hubiese matado –dice Raúl mientras arregla su corbata–, hoy seria...

–Mucha efectividad –lo interrumpe Norah–, pero poca presión.

  –Poca energía potencial –corrige Raúl.

  –Ah, poca energía potencial –repite Norah y con la vista recorre la habitación para comprobar que no olvida nada.

   Y en la calle me propuso matrimonio.

   “Qué mejor partido que él”, dirán las viejas y las no viejas también. Y seguramente tengan razón. Cuando una ha vivido en este pueblo hasta entender que lo único sincero que tiene es el Paraná, que más allá del río sólo hay un diario tropezarse con la vasta chatura hecha de mañanas en el Náutico y de tardes en la confitería, de campeonatos de canasta o de lo que le pasó a Mirta o a Susana o a la de Peralta, quien-lo-iba-a-decir-si-no-parecía. Cuando una descubre que está podrida de confitería y Náutico, de canasta y cuentos; cuando una entiende eso, entiende que las viejas y las no viejas seguramente tienen razón. Entonces quedan dos caminos: hacer con prolijidad las valijas y con prolijidad desaparecer para siempre, o aceptar que, después de todo, no es un mal partido y decir sí, quiero ser tu esposa. Pasados los cuarenta años hay otra manera de querer, lo explica el Principio de ese nombre francés que ya no recuerdo. Entonces una tiene que quemar de verdad las cartas o meterlas en las valijas para irse de una vez por todas. ¿Adónde? Si ya estamos por la mitad de nuestra vida y ya no es tan fácil meter las cartas en las valijas, pero tampoco es fácil quemarlas. Seguramente las viejas y las no viejas tienen razón: en verdad es un buen partido y hay muchas maneras de querer. Cuando a una por error –usted perdone pero parecía– le empiezan a decir “señora”, sucede simplemente que vamos teniendo cara de señora; entonces sólo resta que aparezca el señor, ingeniero él, y le proponga ser de verdad señora. Seguramente las viejas y las no viejas tengan razón. Una se queda con las cartas del muchacho que se suicidó y se casa con este emprendedor ingeniero. Seguramente tienen razón. Ya no te quiero, es cierto, pero cuanto te quise, oh la loca poesía.

- - -

Los silos avanzaban a pasos agigantados gracias a que se habían conseguido perfiles más económicos y duraderos. Norah lo supo una larga noche de lluvia. Supo, también, para qué se empleaba el cálculo de estructuras resistentes. Era sábado y estaban en la confitería, después irían a una reunión en lo de Susana. Al final de esa reunión, Raúl propondría la iglesia del pueblo para la “ceremonia religiosa” (así dijo) y las sierras de Córdoba para la luna de miel. Tres semanas después de aquel sábado enviaron las participaciones: anunciaban la ceremonia para el 6 de agosto, en la iglesia de Nuestra Señora del Socorro. Los novios saludarían en el atrio.