Desde Barcelona

UNO Cuando Rodríguez pensaba que ya no era capaz de engancharse a ninguna otra cosa Marvel llegó The Gifted. Una –otra– de mutantes. Los mutantes, se sabe, son la esencia del universo Marvel. Allí casi todos y cada uno de los protagonistas son súper-héroes, sí; pero antes que nada son mutantes. Por accidente arácnido o rayogámmico o radiación cósmica o por sobredosis de meditación trascendental. Son todos distintos pero igualmente diferentes. Sus diferencias los emparejan y los vuelven miembros de una gran familia atomizada. Y de eso va The Gifted: de papa y de mamá y de un par de hijos con “habilidades” huyendo por un mundo en los que los “distintos” son perseguidos por agencias gubernamentales conspiranóicas y donde ese verbo tan malsonante que es “empoderar” se conjuga de maneras mucho más drásticas que demagógicas. Así, más de las incomodidades disfuncionales de Philip K. Dick que del lirismo de Theodore Sturgeon en Los cristales soñadores o Más que humano. 

Stan Lee y Jack Kirby crearon a los X-Men en 1963. Y ahí el eterno duelo entre el profesor Charles Francis “X” Xavier y Magneto y las aulas y pasillos de la X-Mansión como escenario didáctico. Contó Lee que su primer idea fue la de bautizar a la  nueva serie de cómics –luego de los éxitos de The Fantastic Four y Spiderman y Hulk– como Los Mutantes. Y que, cansado de que ya no se le ocurriese variante para desencadenar la mutación, finalmente comprendió que la mejor idea era la más sencilla y obvia: “Que hayan nacido así”, decretó Lee. Que fuesen de esos llamados “hopeful monsters” quienes, de tanto en tanto, representan un largo y raro salto hacia adelante y al costado en la espiral evolutiva. Pero el editor de la Marvel, Martin Goodman, le dijo que cambiase título porque nadie sabía por entonces lo que era una mutante. Ahora, claro, todos lo saben. Porque la sola idea realizada de Trump como presidente de los Estados Desunidos de América fue algo así como el cañonazo de largada para el vale todo. De un lado y de otro: inmorales y moralistas. Desfile de freaks alzados y –por reacción– de comportamientos un tanto excesivos. Como los de aquellos que por estos días revisan con celo los clásicos cuentos de hadas como La Bella y la Bestia y La Cenicienta o clásicos juveniles como Peter Pan y los condenan como a apologías de la violencia de género y del acoso sexual y del secuestro de menores preguntándose (esto es verdad, Rodríguez no inventa nada) si “¿Es acaso lícito darle un beso a una persona desmayada sin su consentimiento, como en La Bella Durmiente?” En USA –se entera Rodríguez vía The New York Times– trabajan para las editoriales los “sensitivity readers”, quienes afortunadamente no existían en los tiempos de Las aventuras de Huckleberry Finn, Matar a un ruiseñor, Las confesiones de Nat Turner, Lolita o El guardián entre el centeno. Lectores que ahora (“orientados” también por los auto-erigidos guardianes del honor y el buen gusto en las eléctricas redes sociales) se dedican a detectar con una suerte de hipersensible sexto sentido o sinsentido de décima a todo aquello que podrá resultar incómodo o ofensivo para lectores de piel blanda. Con especial vigilancia sobre autores que escriben sobre grupos étnicos o géneros sexuales a los que no pertenecen. 

Mutantes incluidos, claro.

DOS Y la historia no acaba ahí y ya viene la película The New Mutants (que inaugurará en la pantalla grande algo así como la variedad x-gore-slasher) y se acerca la segunda temporada de Legion (donde se ha intentado una no del todo funcional atmósfera estilo David Lynch). Y mañana nunca se sabe: porque –con la compra de la Fox, junto con las de Deadpool y The Fantastic Four, la Disney tiene ahora la última marvel-figurita que le faltaba para llenar el álbum: los X-Men. Y vaya a saber uno qué decidirá. Si mantendrá su perfil oscuro o si los “sensibilizará” hacia la estudiantina. Mientras tanto y hasta entonces, The Gifted cumple y dignifica y ha sido alabada por crítica y público y fans fanatizados. “La familia es el poder definitivo” es su slogan. Y Papá es el vampiro de True Blood y Mamá es una de las actrices favoritas de Rodríguez (Amy Hacker, la psycho-hacker de Person of Interest) y los hijos mueven cosas por los aires y crean escudos de fuerza son lo primero. Y la trama se pone realmente buena a partir del octavo episodio con la aparición del hasta entonces ausente abuelo Otto, quien confiesa pasado en corporación manipuladora de cromosomas. Y de pronto, parece que Papá no es/fue tan normal como pensábamos. A veces pasa. Suele ocurrir.

Pero lo que más emociona a Rodríguez de The Gifted es el retrato de una tribu unida frente a la adversidad. Lo que no abunda a este lado de la pantalla –en la Catalunya o la Cataluña o la Xataluñya o la futura y mutante Tabarnia– con tanta prole irradiada por los Rayos-P del Procés y habiendo perdido el don de la comunicación interna. Y, sí, y, ay, la familia de Rodríguez es una de ellas: sus partículas aceleradas, su átomo dividido, su explosión inminente. El síntoma –y más la impotencia que el poder– se vio aún más magnificado por la coincidencia de las elecciones de resultado salomónico. Pero en la que a nadie le importa demasiado la suerte del bebé a cortar por la mitad y ambos “bloques” reclaman para sí la parte de la cabeza y el corazón, y que la del culo y las piernas para salir corriendo que se la lleve el otro y que se vaya y nunca vuelva y, ah, las resacosas turbulencias posteriores donde nadie quiere dar el brazo a torcer o la barra de metal a fundir...  

TRES ... en un paisaje surcado por extrañas criaturas. Una de las últimas mutaciones a considerar fue la de Rodrigo Lanza Huidobro: joven antisistema y okupa, nacido en Chile, pasaporte italiano, nieto del pinochetista almirante Huidobro, y presunto asesino de parroquiano en un bar de Zaragoza porque llevaba tiradores con la bandera española. Huidobro ya había sido protagonista de otro polémico caso –tema del muy comentado documental de 2014 Ciutat Morta– cuando se declaró falsamente acusado de dejar parapléjico a un guardia urbano de Barcelona y víctima de un montaje policial. ¿Será condenado por algún sensitivity reader si Rodríguez afirma que la pinta de Lanza le da mucho más miedo que la de Wolverine? ¿Servirá algo el que Rodríguez se excuse afirmando que también le asustan las cosas que de tanto en tanto, pero cada vez más seguido, se les escapan a las tan poco magnéticas y desfigurantes primeras figuras del Partido Popular? ¿Y que hay noches en que sueña que Inés Arrimadas comienza a lanzar relámpagos por sus ojos o que Marta Rovira adquiere la facultad de derretir todo con sus lágrimas no de cocodrilo sino de velociraptor? ¿Y que se pregunta si esa bufanda amarilla de Puigdemot no será una de las tantas reliquias mágico-místicas del Sanctum Sanctorum del Dr. Strange en el Greenwich Village? ¿Y qué le preocupa –por su hijito– lo de la cláusula/escapista de Messi por mutación político/geográfica? Tantas preguntas sin respuesta mientras va quedando atrás la época más mutante del año: el triángulo Navidad-Año Nuevo-Reyes. Allí donde todos se transforman por un rato en ultra-felices por obligación. Sin sospechar que semejante uniformidad obligatoria y sonriente se convierte –como la denominó Pascal Brukcner– en una “penitencia invisible” a disfrutar/sufrir negando todo pesar útil y tristeza instructiva por el camino. La alegría como mandato y –por supuesto y por obligación, en familia– con todos esos queridos y esperanzadores y poderosos y definitivos y cercanos monstruos a la espera de que termine la tregua y continúe la batalla.

Y ya acabó para que siga.